RELATOS DE PODER
Carlos Castaneda |
Este libro es muy importante porque prácticamente en él desaparece Don Juan, el maestro de Carlos Castaneda......aunque aparece de vuelta en los ultimos libros. |
¿Me tienes
miedo? preguntó.
INTRODUCCIÓN ....................................................
PRIMERA PARTE UN TESTIGO DE ACTOS DE
PODER
CITA CON EL CONOCIMIENTO ............................................ EL SOÑADOR Y EL SOÑADO .............................................. EL SECRETO DE LOS SERES LUMINOSOS ......................
SEGUNDA PARTE EL TONAL
Y EL NAGUAL
TENER QUE CREER ................................................... LA ISLA DEL TONAL .................................................. EL DÍA DEL TONAL ...................................................... REDUCIR EL TONAL ................................................... LA HORA DEL NAGUAL .................................................. EL SUSURRO DEL NAGUAL ........................................ LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN ...............................
TERCERA PARTE
LA EXPLICACIÓN
DE LOS BRUJOS
TRES TESTIGOS DEL NAGUAL
................................................ LA ESTRATEGIA DE UN BRUJO
................................................ LA BURBUJA DE LA PERCEPCIÓN ..................................... LA PREDILECCIÓN DE LOS GUERREROS
........................
SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y amor
PRIMERA PARTE
UN TESTIGO DE
ACTOS DE PODER
CITA CON EL CONOCIMIENTO
Llevaba yo varios meses sin ver a don Juan.
Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en casa
de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios
para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a
un impulso, me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en
Sonora. Estacioné el coche y caminé una corta distancia hasta la
casa misma. Para mi sorpresa, lo encontré allí. ‑¡Don Juan! No esperaba hallarlo
aquí ‑dije. Echó a reír, deleitado por mi asombro.
Estaba sentado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta delantera.
Al parecer me aguardaba. Había un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura
con que me saludó. Quitándose el sombrero, lo agitó cómicamente en
florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo militar. Se
hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre
una silla de montar. ‑Siéntate, siéntate ‑dijo en
tono jovial‑. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí. ‑Ya me estaba yendo hasta Oaxaca
a buscarlo, don Juan ‑dije‑. Y luego habría tenido que
regresar a Los ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de
manejar. ‑De todos modos me habrías encontrado
‑dijo él en tono misterioso‑, pero digamos que me debes
los seis días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías
emplear en algo más interesante que andar correteando en tu carro. Había algo cautivante en la sonrisa de
don Juan. Su calidez era contagiosa. ‑¿Y dónde están los instrumentos?
‑preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano. Le dije que los había dejado en el coche;
él respondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos. ‑Acabo de escribir un libro ‑dije. Fijó en mí una mirada larga y peculiar
que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si empujase
mi parte media con un objeta suave. Sentí que me iba a poner mal,
pero entonces don Juan miró para otro lado y recobré mi primera sensación
de bienestar. Quise hablar de mi libro, pero él indicó
con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió. Desbordaba
ligereza y encanto, e inmediatamente me envolvió en una larga conversación
acerca de personas y de sucesos actuales. Al cabo de un buen rato
logré por fin desviar la conversación hacia el tópico de mi interés.
Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas, me di cuenta
de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra asociación,
una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo
que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio
el papel de las plantas alucinógenas. ‑¿Por qué me hizo usted tomar tantas
veces esas plantas de poder? ‑pregunté. Rió y musitó, en voz muy suave: ‑Porque eres un idiota. Lo oí perfectamente, pero quise cerciorarme
y fingí no haber entendido. ‑¿Cómo dijo? ‑inquirí. ‑Tú sabes lo que dije ‑replicó,
y se puso en pie. Al pasar junto a mí me golpeó la cabeza
con un dedo. ‑Eres un poco lento ‑dijo‑.
Y no había otra forma de sacudirte. ‑¿De modo que nada de eso era absolutamente
necesario? ‑pregunté. ‑Lo era, en tu caso. Pero hay otros
tipos de gente que no parecen necesitarlas. Se quedó parado junto a mí, la vista fija
en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego volvió
a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había
tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje,
pero no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo. -Tener sensibilidad es una condición natural
de cierta gente ‑dijo‑. Tú no la tienes. Pero tampoco
yo. A fin de cuentas, la sensibilidad importa muy poco. ‑¿Qué es entonces lo que importa?
‑pregunté. Pareció buscar una respuesta adecuada. ‑Lo que importa es que un guerrero
sea impecable ‑dijo al fin‑. Pero eso es sólo una manera
de decir las cosas, un modo de andarse por las ramas. Tú ya has terminado
algunas tareas de brujería y creo que ya es hora de mencionar la fuente
de todo lo que importa. Así pues, diré que lo importante para un guerrero
es llegar a la totalidad de uno mismo. ‑¿Qué es la totalidad de uno mismo,
don Juan? ‑Dije que nada más iba a mencionarla.
Todavía quedan en tu vida muchos cabos sueltos que debes atar antes
de que podamos hablar de la totalidad de uno mismo. Con eso puso fin a la conversación. Hizo
un ademán para callarme. Al parecer, había algo o alguien en la cercanía.
Ladeó la cabeza hacia un lado, como para escuchar. Pude ver el blanco
de sus ojos mientras enfocaban los arbustos más allá de la casa,
hacia la izquierda. Escuchó atentamente unos momentos y luego se puso
en pie, se acercó y me susurró al oído que debíamos dejar la casa
y salir a un paseo. ‑¿Algo anda mal? ‑pregunté,
también en un susurro. ‑No. Nada anda mal ‑dijo‑.
Todo anda bastante bien. Me guió al chaparral desértico. Caminamos
cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular libre de
vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo
rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo,
señas de que el espacio hubiera sido desmontado y aplanado con maquinaria.
Don Juan se sentó en el centro, mirando al sureste. Señaló un sitio
como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dándole
la cara. ‑¿Qué vamos a hacer aquí? ‑pregunté. Tenemos una cita aquí esta noche ‑respondió. Escudriñó los alrededores con rápida mirada,
girando sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste. Sus movimientos me alarmaron. Le pregunté
con quién teníamos cita. ‑Con el conocimiento ‑repuso‑.
Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí. No me dio oportunidad de pensar en su críptica
respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jovial me instó a
portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como hubiéramos
hecho en su casa. Lo que más presionaba mi mente en esos
instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de "hablar"
con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz
de visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad,
la descripción mágica del mundo: una descripción en que la comunicación
a través de palabras con los animales era asunto rutinario. ‑No vamos a ponernos a revivir ninguna
experiencia de tal naturaleza ‑dijo don Juan al oír mi pregunta‑.
No es dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos
tocarlos, pero sólo como referencia. ‑¿Por qué motivo, don Juan? ‑Todavía no tienes suficiente poder
personal para buscar la explicación de los brujos. ‑¡Entonces hay una explicación de
brujos! ‑Claro. Los brujos son hombres. Somos
criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones. ‑Yo tenía la impresión de que mi
gran falla era buscar explicaciones. ‑No. Tu falla es buscar explicaciones
convenientes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo
que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica
las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú. ‑¿Cómo puedo llegar a la explicación
de los brujos? ‑Acumulando poder personal. El poder
personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación
de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una explicación;
sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace
menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero
no es eso lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y tus
ideas. Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero
su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia
para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus
acciones habían surtido en mi. Cada vez que entraba en contacto con
él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas. Don Juan rió cuando planteé mi pregunta. -Genaro es estupendo -dijo‑. Pero
no tiene sentido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tampoco
tienes suficiente poder personal para desenvolver ese tema. Espera
a tenerlo, y entonces hablaremos. ‑¿Y si nunca lo tengo? -Si nunca lo tienes, nunca hablaremos. ‑Al paso que voy, ¿tendré alguna
vez el suficiente? ‑pregunté. ‑De ti depende ‑respondió‑.
Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabilidad
tuya ganar suficiente poder personal para inclinar la balanza. ‑Habla usted en metáforas -dije‑.
Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo,
digamos que lo olvidé. Don Juan chasqueó la lengua y se acostó,
con los brazos detrás de la cabeza. -Tú sabes exactamente lo que necesitas
‑dijo. Respondí que a veces creía saberlo, pero
que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo. ‑Me temo que confundes las cosas
‑dijo‑. La confianza de un guerrero no es la confianza
del hombre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del
espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El guerrero busca
la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre
común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo
depende de sí mismo. Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza
del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero.
Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber
algo con certeza; la humildad implica ser impecable en los propias
actos y sentimientos. ‑He tratado de vivir de acuerdo con
sus consejos ‑dije‑. Tal vez no sea yo lo mejor, pero
soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad? ‑No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte
siempre más allá de tus límites. ‑Pero eso sería una locura, don Juan.
Nadie puede hacer eso. ‑Muchas cosas que haces ahora te
habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas esas nunca
cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible
es ahora perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte
por completo es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único
camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas.
Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte
bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres. Comprendí a qué se refería. ‑¿Cree usted que escribir es una
de esas malas costumbres que debo cambiar? ‑pregunté‑.
¿Debo destruir mi nuevo manuscrito? No contestó. Se puso en pie y se volvió
a mirar el borde del matorral. Le conté que había recibido una cantidad
de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir
acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente el hecho de qué
los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción
absoluta con respecto a sus enseñanzas. ‑Capaz si esos maestros tienen el
vicio de ser maestros ‑dijo don Juan sin mirarme‑. Yo
no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué
es lo que uno siente como maestro. ‑Pero quizás estoy revelando cosas
que no debería, don Juan. ‑No importa lo que uno revela ni
lo que uno se guarda ‑dijo‑. Todo cuanto hacemos, todo
cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente,
una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el
curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal,
se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos
importaría un ajo. Luego bajó la voz como si me estuviera
revelando un asunto confidencial. ‑Voy a decirte algo que a lo mejor
es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz ‑dijo‑.
A ver qué haces can ella. "¿Sabes que en este mismo instante
estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad,
si así lo deseas?" Tras una larga pausa, durante la cual un
sutil movimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna formulación,
dije no entender de qué hablaba. ‑¡Allí! ¡La eternidad está allí!
‑dijo, señalando el horizonte. Luego apuntó hacia el cenit. ‑O allí, o quizá podamos decir que
la eternidad es así. Extendió los brazos para señalar al este
y al oeste. Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta. ‑¿Y qué me dices de esto? ‑inquirió,
animándome a meditar sus palabras. No supe qué responder. ‑¿Sabes que puedes extenderte hasta
el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? ‑prosiguió‑.
¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza;
es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para
llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección. Se me quedó mirando. ‑Antes no tenías este conocimiento
‑dijo, sonriendo‑. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin
embargo no importa nada, porque no tienes suficiente poder personal
para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras
serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras
la parte que manda, de estos límites que la contienen. Vino a mi lado y me tocó el pecho con los
dedos; fue un golpe muy ligero. ‑Estos son los límites de los que
hablo ‑dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento,
un darse cuenta encajonado aquí. Me palmeó los hombros con las manos. Mi
cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre
el cuaderno y me miró con fijeza; luego rió. Le pregunté si lo molestaba tomando notas.
Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie. ‑Somos seres luminosos -dijo, meneando
rítmicamente la cabeza‑. Y para un ser luminoso lo único que
importa es el poder personal. Pero si me preguntas qué cosa es el
poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará. Don Juan miró el horizonte occidental y
dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna. ‑Tenemos que estarnos
aquí mucho rato ‑explicó‑. Así pues; o nos sentarnos
en silencio o hablamos. Para ti no es natural estar callado, de modo
que sigamos hablando. Este lugar es un sitio de poder y debe acostumbrarse
a nosotros antes de que caiga la noche. Debes quedarte sentado, lo
más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia. Parece que es
más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que escribe
cuanto se te dé la gana. "Y ahora, a ver si me cuentas de tu
soñar." La súbita transición me tomó desprevenido. Don Juan
repitió su petición. Había mucho que decir al respecto. "Soñar"
implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños,
hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas
en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los
brujos alegaban que, bajo el impacto del "soñar", los criterios
ordinarios para diferenciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes. La praxis del "solar" era, para
don Juan, un ejercicio que consistía en hallar las propias manos
durante un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente
que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar
que uno alzaba las manos al nivel de los ojos. Después de años de intentos infructuosos,
yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospectivamente,
se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido
cierto grado de dominio sobre el mundo de mi vida cotidiana. Don Juan quiso saber los puntos salientes.
Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden de mirarme
las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había advertido
que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba
"armar los sueños", consistía en un juego mortal que la
mente jugaba consigo misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer
todo lo posible por impedir el cumplimiento de mi tarea. Eso podía
incluir, dijo don Juan, el arrojarme a una pérdida de significado,
a la melancolía, o incluso a una depresión suicida. Sin embargo, no
llegué tan lejos. Mi experiencia se quedó más bien en el lado ligero,
cómico; no obstante, la frustración era igual. Cada vez que, en un
sueño, estaba a punto de mirarme las manos, algo extraordinario
sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o simplemente
se transformaba en una placentera experiencia de excitación corporal;
todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo "normal"
en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente en extremo.
La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a
la luz de la nueva situación. Una noche, inesperadamente, hallé mis manos
en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad extranjera
y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como
si algo en mí cediera para permitirme observar el dorso de mis manos. Las instrucciones de don Juan estipulaban
que, apenas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse,
yo debía trasladar la mirada a cualquier otro elemento en el ámbito
del sueño. En aquella ocasión particular, la trasladé a un edificio
en el extremo de la calle. Cuando la apariencia del edificio empezó
a disiparse, presté atención a otros elementos ambientales. El resultado
final fue la imagen increíblemente clara, de una calle desierta en
alguna ciudad extranjera. Don Juan me hizo contar otras experiencias
en el "soñar". Hablamos largo rato. Al acabar mi reporte, él se levantó y fue
al matorral. Me incorporé también. Estaba nervioso. Era una sensación
injustificada, pues nada había que invocara miedo o cuidado. Don Juan
no tardó en volver. Advirtió mi agitación. ‑Sosiégate ‑dijo, mientras
asía con suavidad mi brazo. Me hizo tomar asiento y me puso el cuaderno
en el regazo. Me animó a escribir. Argumentaba que yo no debía inquietar
el sitio de poder con innecesarios sentimientos de miedo o vacilación. ‑¿Por qué me pongo tan nervioso?
‑pregunté. ‑Es natural ‑dijo‑. Algo
en ti se ve amenazado por tus quehaceres en el soñar. Mientras no
pensabas en ellos, anduviste bien. Pero ahora que me revelaste tus
acciones estás a punto de desmayarte: "Cada guerrero tiene su propio modo
de soñar. Todos son distintos. Lo único que tenemos en común es que
algo en nosotros tiende trampas para obligarnos a abandonar la empresa.
El remedio es persistir a pesar de todas las barreras y desilusiones." Luego me preguntó si era yo capaz de elegir
temas para "soñar". Dije no tener la menor idea de cómo
hacerlo. ‑La explicación de los brujos acerca
de cómo escoger un tema para soñar ‑dijo él‑ es que el
guerrero escoge el tema manteniendo a fuerza una imagen en la mente
mientras para su diálogo interior. En otras palabras, si es capaz
de no hablar consigo mismo por un momento, y luego evoca la imagen
o el pensamiento de lo que quiere soñar, aunque sólo sea por un instante,
lo deseado vendrá a él. Estoy seguro de que esto es lo que has hecho,
aunque sin darte cuenta. Hubo una larga pausa y después don Juan
empezó a husmear el aire. Parecía limpiarse la nariz; exhaló por
ella tres o cuatro veces, con gran fuerza. Los músculos de su abdomen
se contraían en espasmos que él controlaba aspirando breves bocanadas
de aire. ‑Ya no vamos a hablar más de soñar
‑dijo‑. Podrías obsesionarte. Para lograr éxito en cualquier
empresa se debe ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión
ni obsesiones. Se puso en pie y caminó hasta el borde
del matorral. Agachándose, escrutó el follaje. Parecía examinar algo
en las hojas, sin acercarse a ellas demasiado. ‑¿Qué hace usted? -pregunté, incapaz
de contener la curiosidad. Me encaró, sonriendo y alzando las cejas. -Los matorrales están llenos de cosas extrañas
‑dijo al sentarse de nuevo. De tan casual, su tono me asustó más que
si hubiera lanzado un alarido súbito. Lápiz y cuaderno cayeron de
mis manos. Me remedó entre risas y dijo que mis reacciones exageradas
eran uno de los cabos sueltos que aún existían en mi vida. Quise hacer una observación, pero no me
dejó hablar. ‑Todavía queda un poco de luz del
día ‑dijo‑. Hay otras cosas que deberíamos tocar antes
de que caiga el crepúsculo. Añadió entonces que, juzgando por los resultados
de mi "soñar" yo debía de haber aprendido a interrumpir
voluntariamente mi diálogo interno. Le dije que así era. En el principio de nuestra relación, don
Juan había delineado otro procedimiento: caminar largos trechos
sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar
nada directamente sino, cruzando levemente los ojos, mantener una
visión periférica de cuanto se presentaba a la vista. Recalcó, aunque
entonces no entendí, que conservando los ojos sin enfocar en un punto
justamente arriba del horizonte, era posible percibir, en forma simultánea,
cada elemento en el panorama total de casi 180 grados frente a los
ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única manera de suspender
el diálogo interno. Solía pedir reportes sobre mi progreso, pero luego
dejó de preguntar por él. Dije a don Juan que practiqué la técnica
años enteros sin advertir cambio alguno, pero de todos modos no
lo esperaba. Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de
que acababa de caminar durante unos diez minutos sin haberme dicho
una sola palabra. Mencioné también que en esa ocasión cobré
conciencia de que suspender el diálogo interno implicaba algo más
que sólo reprimir las palabras que me decía a mí mismo. Todos mis
procesos intelectuales se detuvieron, y me sentí como suspendido,
flotando. Una sensación de pánico surgió de esa vivencia, y tuve que
reanudar mi diálogo interno como antídoto. ‑Te he dicho que el diálogo interno
es lo que nos hace arrastrar ‑dijo don Juan‑. El mundo
es así como es sólo porque hablamos con nosotros mismos acerca de
que es así como es. Don Juan explicó que el pasaje al mundo
de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender
el diálogo interno. ‑Cambiar nuestra idea del mundo es
la clave de la brujería ‑dijo‑. Y la única manera de lograrlo
es parar el diálogo interno. Lo demás sólo es arreglo. Ahora estás
en la posición de saber que nada de lo que has visto o hecho, con
la excepción de parar el diálogo interno, habría podido de por sí
cambiar nada en ti, o en tu idea del mundo. El asunto, por supuesto,
es que ese cambio no sea un trastorno. Ahora entenderás por qué un
maestro no presiona a su aprendiz. Eso nada más fomentaría obsesión
y morbidez. Pidió detalles de otras experiencias que
yo hubiera tenido al suspender el diálogo interno. Hice un recuento
de cuanto pude recordar. Hablamos hasta que oscureció y ya no pude
tomar notas cómodamente; debía atender a la escritura y eso alteraba
mi concentración. Don Juan se dio cuenta y se echó a reír. Señaló
que yo había propiamente logrado otra tarea de brujo: escribir sin
concentrarme. Apenas lo dijo, advertí que yo, en verdad, no prestaba
atención al acto de tomar notas. Parecía ser una actividad separada
con la cual yo no tenía que ver.. Me sentí raro. Don Juan me, pidió
sentarme junto a él en el centro del círculo. Dijo que había demasiada
oscuridad y que ya no me hallaba ‑seguro sentado tan al filo
del matorral. Un escalofrío ascendió por mi espalda; salté a su lado. Me hizo mirar al sureste y me pidió que
interrumpiera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos.
Al principio fui incapaz y tuve un momento de impaciencia. Don Juan
me dio la espalda y dijo que me apoyara en su hombro, y que una vez
que aquietara mis pensamientos, debía mantener los ojos abiertos,
mirando el matorral al sureste. En tono misterioso, agregó que me
estaba planteando un problema, y que, de resolverlo, me hallaría
preparado para otra faceta del mundo de los brujos. Planteé una débil pregunta acerca de la
naturaleza del problema. Él rió suavemente. Esperé su respuesta,
y de pronto algo en mí se desconectó. Me sentí suspendido. Como si
mis orejas se hubieran destapado, miríadas de ruidos en el chaparral
se hicieron audibles. Había tantos que no me era posible distinguirlos
individualmente. Sentí que me quedaba dormido y entonces, de pronto,
algo captó mi atención. No era algo que involucrara mis procesos mentales;
no era una visión, ni un aspecto del ámbito, pero de algún modo mi
percepción participaba. Estaba completamente despierto. Tenía los
ojos enfocados en un sitio al borde del matorral, pero no miraba,
ni pensaba, ni hablaba conmigo mismo. Mis sentimientos eran claras
sensaciones corpóreas; no requerían palabras. Sentía que me precipitaba
hacia algo indefinido. Acaso se precipitaba lo que de ordinario habrían
sido mis pensamientos; fuera como fuese, tuve la sensación de haber
sido atrapado en un derrumbe y de que algo se desplomaba en avalancha,
conmigo en la cima. Sentía la caída en el estómago. Algo me jalaba
al chaparral. Discernía la masa oscura de las matas frente a mí. No
era, sin embargo, una tiniebla indiferenciada como lo sería ordinariamente.
Veía cada arbusto individual como si los mirara en un crepúsculo
oscuro. Parecían moverse; la masa de su follaje semejaba faldas negras
ondeando en mi dirección como si las agitara el viento, pero no había
viento. Quedé absorto en sus hipnóticos movimientos; era un escarceo
pulsante que parecía acercármelas más y más. Y entonces noté una silueta
más clara, como superpuesta en las formas oscuras de las matas. Enfoqué
los ojos en un sitio al lado de la silueta y pude percibir en ella
un resplandor verdoso pálido. Luego la miré sin enfocar y tuve la
certeza de que se trataba de un hombre oculto entre las matas. Me hallaba, en ese momento, en un estado
muy peculiar de conciencia. Tenía conocimiento del entorno y de los
procesos mentales que el entorno engendraba en mí, pero no pensaba
como pienso de ordinario. Por ejemplo, al darme cuenta de que la silueta
superpuesta en las matas era un hombre, rememora otra ocasión en el
desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y yo caminábamos,
de noche, por el chaparral, noté que un hombre se ocultaba entre los
arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté
de explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí
llevar la ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante
un momento tuve la impresión de que podía retener al hombre y forzarlo
a permanecer donde se hallaba. Entonces experimenté un extraño dolor
en la boca del estómago. Algo pareció desgarrarse dentro de mí y ya
no pude conservar en tensión los músculos de mi abdomen. En el preciso
instante en que cedí, la forma oscura de un enorme pájaro, o alguna
clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó encima.
Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado, en la de
un ave. Tuve la clara percepción consciente del miedo. Di una boqueada,
y luego un fuerte grito, y caí de espaldas. Don Juan me ayudó a incorporarme. Su rostro
estaba muy cerca del mío. Reía. ‑¿Qué fue eso? ‑vociferé. Me silenció, cubriéndome la boca con la
mano. Acercó los labios a mi oírlo y susurró que debíamos abandonar
el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido. Laminamos lado a lado. Su paso era sereno
y parejo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité,
y en las dos ocasiones pude ver una masa oscura que parecía seguirnos.
Oí a mis espaldas un chillido escalofriante. Experimenté un momento
de terror puro; un movimiento ondulatorio recorrió en espasmos los
músculos de mi estómago, creciendo en intensidad hasta que, sencillamente,
forzó a mi cuerpo a correr. Para hablar de mi reacción, es ‑Imprescindible
usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo, a
causa del susto experimentado, fue capaz de ejecutar lo que él llamaba
"la marcha de poder", una técnica que me había enseñado
años antes para correr en la oscuridad sin tropezar ni lastimarse
en forma alguna. No tuve conciencia clara de qué había hecho
ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de don
Juan. Al parecer él había corrido también y llegamos al mismo tiempo.
Encendió su lámpara de kerosén, la colgó de una viga en el techo
v, con toda naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme. Troté marcando el paso durante un rato,
hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones manejables. Luego
me senté. Enfáticamente, me ordenó actuar como si nada hubiera pasado
y me entregó mi cuaderno. Yo no había advertido que, en mi prisa por
salir del matorral, lo dejé caer. ‑¿Qué es lo que pasó, don Juan? ‑pregunté
por fin. ‑Tenías una cita con el conocimiento
‑repuso, señalando con un movimiento de barbilla el borde oscuro
del chaparral desértico‑. Te llevé allá porque encontré al
conocimiento ahí dando vueltas alrededor de la casa, cuando llegaste.
Podrías decir que el conocimiento sabía de tu venida y te esperaba.
En lugar de enfrentarlo aquí, me pareció propio enfrentarlo en un
sitio de poder. Entonces preparé una prueba para ver si tenías suficiente
poder personal para separarlo del resto de las cosas en torno nuestro.
Lo hiciste muy bien. ‑¡No se vaya tan de prisa! ‑protesté‑.
Vi la silueta de un hombre escondido detrás de una mata, y luego vi
un enorme pájaro. ‑¡No viste un hombre! ‑dijo
con énfasis‑. Tampoco viste un pájaro. La silueta en las matas,
y lo que voló hacia nosotros, era una polilla. Si quieres ser exacto
en términos de brujo, pero muy ridículo en tus propios términos, puedes
decir que esta noche tenías cita con una polilla. El conocimiento
es una polilla. Me dirigió una mirada penetrante. La luz
de la linterna creaba sombras extrañas en su cara. Aparté los ojos. ‑A lo mejor tendrás bastante poder
personal para deshilvanar hoy ese misterio ‑dijo‑. Si
no es hoy, será mañana; recuerda, todavía me debes seis días. Don Juan se puso en pie y fue a la cocina
en la parte trasera de la casa. Tomó la linterna y la puso contra
la pared, sobre el tocón bajo y redondo que usaba como banco. Nos
sentamos en el suelo, uno frente al otro, y nos servimos frijoles
y carne de una olla que él había colocado frente a nosotros. Comimos
en silencio. De vez en cuando me echaba vistazos furtivos,
y parecía a punto de reír. Sus ojos semejaban dos ranuras. Al mirarme
los abría un poco y la humedad de la córnea reflejaba la luz de la
linterna. Parecía estar usando la luz para crear un reflejo. Jugaba
con el reflejo, sacudiendo la cabeza en forma casi imperceptible,
cada vez que enfocaba en mí los ojos. El efecto era un fascinante
estremecimiento luminoso. Tomé conciencia de sus maniobras después
de que las hubo ejecutado un par de veces. Me sentí convencido de
que actuaba con un propósito definido. No pude menos que preguntarle
al respecto. -Tengo un motivo ulterior ‑dijo empleando
una voz tranquilizadora‑. Te estoy calmando con mis ojos. No
parece que te estés poniendo más nervioso, ¿verdad? Tuve que admitir que me sentía bastante
a mis anchas. El cintilar constante de sus ojos no era ominoso, ni
me había asustado o molestado en forma alguna. ‑¿Cómo hace usted para calmarme con
los ojos? ‑pregunté. Repitió el imperceptible oscilar de cabeza.
Las córneas de sus ojos reflejaban en verdad la luz de la linterna
de kerosén. ‑Haz tú la prueba ‑dijo en
tono casual, mientras se servía otro plato de comida‑. Puedes
calmarte solo. Intenté menear la cabeza; mis movimientos
eran torpes. ‑Si sacudes así la cabeza, no vas
a calmarte ‑dijo, riendo‑. Nada más te va a doler. El
secreto no está en el meneo dé cabeza sino en la sensación que viene
a los ojos desde la parte abajo del estómago. Esto es lo que mueve
la cabeza. Se frotó la región umbilical. Habiendo terminado de comer, me recliné
en una pila de leña donde había algunos costales. Traté de imitar
su movimiento de cabeza. Don Juan parecía divertirse inmensamente.
Lanzaba risitas y se golpeaba los muslos. Un ruido súbito interrumpió su regocijo.
Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente
del chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome
seña de permanecer alerta. ‑Esa es la polilla que te llama ‑dijo
en un tono carente de emoción. Me levanté de un salto. El sonido cesó
instantáneamente. Miré a don Juan en busca de una explicación. Él
hizo un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros. ‑Todavía no has cumplido con tu cita
‑añadió. Le dije que me sentía indigno, y que tal
vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza. -Esas son idioteces ‑repuso, cortante‑.
Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima
humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse,
sino como base para su lucha y su desafío. "Nos demoramos mucho para comprender
eso y vivirlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra
humildad. Soy un indio, y los indios siempre hemos sido humildes
y no hemos hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la
humildad no tenía nada que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba!
Ahora sé que la humildad del guerrero no es la humildad del pordiosero.
El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiempo,
tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él. En cambio, el
pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas y se echa
al suelo a que lo Pise cualquiera a quien considera más encumbrado;
pero al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo
mismo. "Por eso te dije hace rato que no
entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad
del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie." Guardamos silencio unos momentos. Sus palabras
me habían causado una profunda agitación. Me conmovían, y al mismo
tiempo me preocupaba lo presenciado en el matorral. Mi evaluación
consciente era que don Juan me ocultaba cosas y que debía saber lo
que realmente estaba ocurriendo. Me hallaba envuelto en tales deliberaciones
cuando el mismo extraño golpeteo dispersó mis pensamientos con una
sacudida. Don Juan sonrió y luego empezó a reír por lo bajo. -Te gusta la humildad del pordiosero ‑dijo
suavemente‑. Agachas la cabeza ante la razón. ‑Siempre pienso que me están engañando
‑dije‑. Ése es el punto de mi problema. ‑Tienes razón. Te están engañando
‑repuso con una sonrisa encantadora‑. Eso no puede ser
tu problema. El verdadero punto del asunto es que sientes que soy
yo el que te está mintiendo, ¿no es así? ‑Sí. Algo en mi no me permite creer
que lo que está ocurriendo sea real. ‑Otra vez tienes razón. Nada de lo
que está ocurriendo es real. ‑¿Qué quiere usted decir, don Juan? ‑Las cosas son reales sólo cuando
uno ha aprendido a estar de acuerdo de que son reales. Lo que sucedió
esta noche, por ejemplo, no puede de ninguna manera ser real para
ti, porque nadie podría este, de acuerdo contigo en ese respecto. ‑¿Quiere decir que usted no vio lo
que ocurría? ‑Claro que sí. Pero yo no cuento.
Yo soy el que te está mintiendo, ¿recuerdas? Don Juan rió hasta toser y atragantarse.
Su risa era amistosa aunque se burlaba de mí. ‑No le des tanta importancia a mis
palabras -dijo, confortante‑. Sólo trato de que descanses, y
sé que te sientes a tus anchas sólo cuando estás confundido. Su expresión era tan deliberadamente cómica
que ambos reímos. Le dije que lo que acababa de decir me hacía sentir
más atemorizado que nunca. ‑¿Me tienes miedo? ‑preguntó. ‑No a usted, sino a lo que usted
representa. ‑Represento la libertad del guerrero.
¿Tienes miedo de eso? ‑No. Pero tengo miedo de su conocimiento.
Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada. ‑Otra vez confundes las cosas. Descanso,
refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner jamás en
duda su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado
contigo. ‑¿Quiénes son los brujos malignos,
don Juan? ‑Todos nuestros prójimos son los
brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres
un brujo maligno. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda
que te han trazado? No. Tus ideas y tus acciones están fijadas para
siempre en sus términos. Eso es esclavitud. Yo, en cambio, te traje
libertad. La libertad es muy cara, pero el precio no es imposible. Ten miedo a tus carceleros, a tus amos.
No desperdicies tu tiempo y tu poder en temerme a mí. Supe que tenía razón, y sin embargo, pese
a mi genuina concordancia con él, supe también que los hábitos de
toda mi vida me harían, inevitablemente, ceñirme a mi vieja senda.
Me sentí en verdad un esclavo. Tras un largo silencio, don Juan me preguntó
si tenía fuerza suficiente para otro encuentro con el conocimiento. ‑¿O sea, con la polilla? ‑pregunté,
medio en broma. Su cuerpo se contorsionó de risa. Fue como
si yo le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo. ‑¿Qué quiere usted decir realmente
con eso de que el conocimiento es una polilla? ‑pregunté. ‑Eso es lo único que quiero decir
‑replicó‑. Una polilla es una polilla. Pensé que a estas
alturas, con todo lo que has aprendido y logrado, tendrías poder suficiente
para ver. Pero en lugar de ver, tu mirada se fijó en un hombre, y
eso no fue ver de verdad. Desde el principio de mi aprendizaje, don
Juan había descrito el concepto de "ver" como una capacidad
especial que podía cultivarse y que permitía percibir la naturaleza
"última" de las cosas. A través de los años de nuestra relación,
yo había desarrollado la idea de que con "ver" él se refería
a una percepción intuitiva de las cosas, o a la capacidad de comprender
algo de una sola vez, o quizás al don de penetrar las interacciones
humanas y descubrir significados y motivos encubiertos. ‑Yo diría que esta noche, cuando
enfrentaste a la polilla, medio mirabas y medio veías –prosiguió don
Juan‑. En ese estado, aunque no eras del todo lo que eres de
costumbre, fuiste capaz de darte cuenta de lo que estaba pasando,
a fin de hacer operar tu conocimiento del mundo. Don Juan hizo
una pausa y me miró. Al principió no supe qué decir. ‑¿Cómo estaba yo operando mi conocimiento
del mundo? ‑pregunté. ‑Tu conocimiento del mundo te decía
que en los matorrales uno solamente puede hallar animales rondando
u hombres escondidos detrás del follaje. Te aferrabas á ese pensamiento
y, naturalmente, tuviste que hallar modos de hacer que el mundo se
ajustara a tu pensamiento. ‑Pero yo, no pensaba en absoluto,
don Juan. ‑Entonces no digamos que pensabas.
Es más bien el hábito de hacer que el mundo se ajuste siempre a nuestros
pensamientos. Cuando no se ajusta, simplemente lo forzamos a hacerlo.
Las polillas del tamaño de un hombre no pueden ser ni siquiera un
pensamiento, por lo tanto, para ti, lo que había en el matorral
tenía que ser un hombre. "Lo mismo pasó con el coyote. Tus
viejos hábitos decidieron también la naturaleza de aquel encuentro.
Algo tuvo lugar entre el coyote y tú, pero no fue conversación. Yo
mismo he estado en ese jaleo. Ya te conté que una vez hablé con un
venado; tú hablaste con un coyote, pero ni tú ni yo sabremos jamás
qué fue lo que realmente ocurrió en esas ocasiones." ‑¿Qué me está usted diciendo, don
Juan? ‑Cuando la explicación de los brujos
se me hizo clara, ya era demasiado tarde para saber qué me hizo el
venado. Dije que hablamos, pero no fue así. Decir que tuvimos una
conversación es sólo una forma de arreglar lo que pasó para así poder
hablar de ello. El venado y yo hicimos algo, pero en el momento en
que eso ocurría yo también necesitaba ajustar el mundo a mis ideas,
igual que tú. Yo he hablado toda mi vida, igual que tú, por lo tanto
mis hábitos se impusieron y se extendieron aún al venado. Cuando el
venado se me acercó e hizo lo que hizo, me vi forzado a entenderlo
como conversación. ‑¿Es ésta la explicación de los brujos? ‑No. Es la explicación que yo te
doy. Pero no se opone a la explicación de los brujos. Sus aseveraciones me produjeron un estado
de gran agitación intelectual. Durante un rato olvidé la mariposa
nocturna que rondaba, e incluso tomar notas. Intenté reformular sus
postulados y entramos en una larga discusión acerca de la naturaleza
reflexiva de nuestro mundo. El mundo, según don Juan, debía ajustarse
a su descripción; es decir, la descripción se reflejaba a sí misma. Otro punto en su elucidación era que habíamos
aprendido a relacionarnos con nuestra descripción del mundo en términos
de lo que él llamaba ‑hábitos‑. Introduje un término que
me parecía más totalizador: intencionalidad, la propiedad de la conciencia
humana por medio de la cual un objeto se alude o se propone. Nuestra conversación engendró una especulación
sumamente interesante. Examinada a la luz de la explicación de don
Juan, mi "conversación" con el coyote adquiría un nuevo
carácter. Yo había; en verdad, no solamente "propuesto"
el diálogo, pues nunca he conocido otra avenida de comunicación intencional,
sino que también había logrado ajustarme a la descripción de que la
comunicación tiene lugar a través del diálogo, y en tal forma hice
que la descripción se reflejara a sí misma. Tuve un momento de gran alborozo. Don Juan
rió y dijo que conmoverme a tal grado con las palabras era otro aspecto
de mi tontería. Hizo una cómica pantomima de hablar sin sonidos. ‑Todos pasamos por los mismos jalones
‑dijo tras una larga pausa‑. La única manera de vencerlos
es persistir en actuar como guerrero. El resto viene de sí mismo y
por sí mismo. ‑¿Qué es el resto, don Juan? ‑El conocimiento y el poder. Los
hombres de conocimiento tienen los dos. Y sin embargo, ninguno de
ellos podría decir cómo llegó a tenerlos; simplemente que siguieron
actuando como guerreros y, en un momento dado, todo cambió. Me miró. Parecía indeciso, luego se puso
en pie y dijo que yo no tenía más recurso que cumplir mi cita con
el conocimiento. Sentí un escalofrío; mi corazón empezó
a golpear con rapidez. Me incorporé. Don Juan caminó en torno mío
como si examinase mi cuerpo desde todos los ángulos posibles. Me hizo
seña de tomar asiento y seguir escribiendo. -Si te asustas demasiado, no podrás cumplir
con tu cita. ‑dijo‑. Un guerrero debe tener serenidad
y aplomo, y no debe perder nunca los estribos. ‑Estoy verdaderamente asustado ‑dije‑.
Polilla o lo que sea, hay algo que ronda allí afuera entre las matas. ‑¡Claro que sí! ‑exclamó‑.
Lo que me fastidia de ti es que insistes en pensar que es un hombre,
igual que insistes en pensar que hablaste con un coyote. Cierta parte mía comprendía totalmente
su argumento; había, sin embargo, otro aspecto de mi persona que
no cedía, y que a pesar de la evidencia se aferraba con firmeza a
la "razón". Dije a don Juan que su explicación no satisfacía
mis sentidos, aunque mi acuerdo intelectual con ella era completo. ‑Eso es lo malo de las palabras ‑dijo
con gran certidumbre‑. Siempre nos fuerzan a sentirnos iluminados,
pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo siempre nos fallan
y terminamos encarando al mundo como lo hemos hecho siempre, sin
iluminación. Por este motivo, a un brujo le precisa actuar más que
hablar, y para efectuar eso obtiene una nueva descripción del mundo:
una nueva descripción en la cual el hablar no es tan importante y
en la cual los actos nuevos tienen nuevas reflexiones. Tomó asiento junto a mí, me miró a los
ojos y me pidió decir en voz alta lo que realmente había "visto"
en el matorral. Me enfrentaba en ese momento a una inconsistencia
absorbente. Yo había visto la silueta oscura de un hombre, pero también
había visto que dicha silueta se convertía en un pájaro. Había, por
tanto, presenciado más de lo que mi razón me permitía considerar posible.
Pero en lugar de descartar por entero mi razón, algo en mí había seleccionado
partes de mi experiencia, como el tamaño y el contorno general de
la silueta oscura, y las enarbolaba como posibilidades razonables,
mientras descartaba otras partes, como la transformación de la figura
en un pájaro. Y así había llegado a convencerme a mí mismo de haber
visto un hombre. Don Juan rió a carcajadas cuando expuse
mi dilema. Dijo que tarde o temprano la explicación de los brujos
llegaría a mí rescate y todo estaría entonces perfectamente claro,
sin tener que ser razonable 0 irrazonable. ‑Mientras tanto, lo único que puedo
hacer por ti es garantizarte que eso no era un hombre ‑añadió. La mirada de don Juan se hizo decididamente
enervante. Mi cuerpo se estremeció en forma involuntaria. Me hacía
sentir apenado y nervios. ‑Busco marcas en tu cuerpo -explicó-.
Tal vez no lo sepas, pero esta nnoche tuviste todo un combate allá
afuera. ‑¿Qué clase de marcas busca usted? ‑No son propiamente marcas físicas
en tu cuerpo, sino señales, indicios en tus fibras luminosas, zonas
de mucho brillo. Somos seres luminosos y todo cuanto somos o sentimos
se nota en nuestras fibras. Los seres humanos tienen un brillo que
les es peculiar. Ésa es la única manera de distinguirlos de otros
seres vivientes luminosos. "Si hubieras viste esta noche, habrías
notado que la figura en las matas no era un ser viviente luminoso." Quise seguir preguntando, pero él me cubrió
la boca con la mano y siseó para acallarme. Luego acercó la boca a
mi oído y susurró que escuchara y tratase de oír un crujido suave,
los leves pasos apagados de una mariposa nocturna sobre las hojas
y ramas secas en el suelo. No pude oír nada. Den Juan se levantó abruptamente,
recogió la linterna y dijo que íbamos a sentarnos bajo la ramada
junto a la puerta del frente. Me guió por la salida trasera y rodeamos
la casa, al borde del chaparral, en vez de atravesar el cuarto y salir
por enfrente. Explicó que era esencial hacer obvia nuestra presencia.
Describimos un semicírculo en torno al costado izquierdo de la casa.
El paso de don Juan era extremadamente lento. Sus pisadas eran débiles
y vacilantes. Su brazo temblaba al sostener la linterna. Le pregunté si algo le pasaba. Con un guiño,
me susurró que la enorme mariposa que andaba rondando tenía cita con
un hombre joven, y que el lento andar de un anciano decrépito era
una forma obvia de indicar quién era el interesado. Cuando finalmente llegamos a la fachada
de la casa, don Juan colgó la linterna de una viga y me hizo tomar
asiento con la espalda contra la pared. Se sentó a mi derecha. ‑Vamos a estarnos aquí ‑dijo‑
y tú vas a escribir y a hablar conmigo en forma muy normal. La polilla
que hoy se te echó encima anda por aquí, en las matas. Dentro de un
rato se acercará a mirarte. Por eso puse la linterna exactamente encima
de ti. La luz guiará a la polilla para que te encuentre. Cuando llegue
al filo del matorral, te llamará. Es un sonido muy especial. El sonido
por si solo pude ayudarte. ‑¿Qué clase de sonido es, don Juan? ‑Es una canción. Un grito hipnotizante
que las polillas producen. Por lo común no puede oírse, pero la polilla
que anda por las matas es una polilla rara; oirás claramente su llamado
y, siempre y cuando seas impecable, lo conservarás el resto de tu
vida. ‑¿En qué me va a ayudar? -Esta noche, vas a tratar de acabar lo
que empezaste antes. El ver sólo ocurre cuando el guerrero es capaz
de parar el diálogo interno. "Hoy paraste tu diálogo a pura fuerza,
allá en las matas. Y viste. Lo que viste no fue claro. Pensaste que
era un hombre. Yo digo que era una polilla. Ninguno de los dos está
en lo cierto, pero eso se debe a que tenemos que hablar. Yo te sigo
llevando ventaja porque veo mejor que tú y porque estoy familiarizado
con la explicación de los brujos; de modo que yo sé, aunque esto no
sea exacto par entero, que la figura que viste hoy era una polilla. "Y ahora vas a quedarte callado y
sin pensamientos para dejar que la polillita venga otra vez a ti." Apenas me era posible tomar notas. Don
Juan, riendo, me instó a proseguir mi escritura como si nada me molestara.
Me tocó el brazo y me dijo que escribir era el mejor escudo de protección
con que yo podría contar. ‑Nunca hemos hablado de las polillas
-continuó‑. No había llegado la hora hasta hoy. Como ya sabes,
tu espíritu estaba sin balance. Para contrarrestar eso, te enseñé
la vida del guerrero. Pues bien, un guerrero empieza la faena con
la certeza de que su espíritu está fuera de balance; pero a medida
que va adquiriendo, sin pena ni apuro, control y conocimiento, también
va haciendo lo mejor que puede por ganar ese balance. "En tu caso, como en el de todos los
hombres, tu falta de balance se debía a la suma total de todas tus
acciones. Pero ahora tu espíritu parece estar en una claridad propicia
para hablar de las polillas." -¿Cómo supo usted que ésta
era la hora correcta para hablar de las polillas? -Cuando llegaste, miré a una rondando alrededor
de la casa. Esa era la primera vez que se mostraba amistosa y abierta.
Ya la había visto antes en las montañas, junto a la casa de Genaro,
pero solamente como una figura espeluznante que reflejaba tu falta
de orden. En ese momento oí un extraño sonido. Era
como el crujido apagado de una rama que raspase contra otra, o como
el petardeo de un motor pequeño oído a distancia. Cambiaba de escalas,
como un tono musical, creando un ritmo sobrecogedor. Luego cesó. -Esa fue la polilla ‑dijo don Juan‑.
A lo mejor ya notaste que, aunque la luz de la linterna es lo bastante
viva para atraer polillas, no hay ni siquiera una sola volando en
torno de ella. Yo no había prestado atención al hecho,
pero una vez que don Juan me lo hizo notar, advertí también un silencio
increíble en el desierto que circundaba la casa. ‑No te sobresaltes ‑dijo calmadamente‑.
No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón.
Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada
que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo
y sus pensamientos son claros; a juzgar por sus actos o sus palabras,
uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha presenciado todo. Las palabras de don Juan, y sobre todo
su ánimo, me resultaban muy confortantes. Le dije que en mi vida cotidiana
había definitivamente dejado de experimentar mi antiguo miedo obsesivo,
pero que mi cuerpo se convulsionaba de temor al pensar en lo que había
allí en las tinieblas. ‑Allá afuera sólo hay conocimiento
‑dijo en tono objetivo-. El conocimiento es pavoroso, cierto;
pero si un guerrero acepta la naturaleza aterradora del conocimiento,
cancela lo temible. El extraño sonido barbotante se oyó de
nuevo. Parecía más cercano y más fuerte. Escuché con cuidado. Mientras
más atención le prestaba, más difícil era determinar su naturaleza.
No parecía ser el canto de un pájaro ni el gruñir de un animal terrestre.
El tono de cada barbotar era rico y profundo; algunos se producían
en una escala baja, otros en una alta. Tenían ritmo y duración específica;
algunos eran largos, yo los oía como una sola unidad sonora; otros
eran cortos y venían en conglomerado, como el sonido en staccato de
una ametralladora. ‑Las polillas son los heraldos o,
mejor dicho, los guardianes de la eternidad ‑dijo don Juan cuando
el sonido hubo cesado‑. Por alguna razón, o a lo mejor por ninguna,
son los depositarios del polvo de oro de la eternidad. La metáfora me era ajena. Le pedí explicarla. ‑Las polillas llevan polvo en sus
alas -dijo‑. Un polvo de oro. Ese polvo es el polvo del conocimiento. Su explicación había oscurecido más Aún
la metáfora. Vacilé un momento, queriendo hallar la mejor manera
de formular mi pregunta. Pero él empezó a hablar de nuevo. ‑El conocimiento es un asunto de
lo más peculiar ‑dijo‑, especialmente para un guerrero.
El conocimiento, para un guerrero es algo que llega de pronto, lo
envuelve, y pasa. ‑¿Qué tiene que ver el conocimiento
con el polvo en las alas de las polillas? ‑pregunté tras una
larga pausa. ‑El conocimiento llega flotando como
centellas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las
polillas. Y así pues, para un guerrero, el conocimiento es como si
le cayera el agua de una regadera, o como si le llovieran centellas
de polvo de oro. En la forma más cortés que me fue posible,
mencioné que sus explicaciones me hablan confundido más aún. Riendo,
me aseguró que cuanto decía tenía perfecto sentido, sólo que mi razón
no me dejaba en paz. ‑Las polillas han sido amigas intimas
y ayudantes de los brujos desde tiempos inmemoriales –dijo-. No le
di antes a este tema a causa de tu falta de preparación. ‑¿Pero cómo puede el polvo en sus
alas ser conocimiento? ‑Ya verás. Puso la mano sobre mi cuaderno y me indicó
cerrar los ojos y quedarme callado y sin pensar. Dijo que el canto
de la polilla en el chaparral me asistiría. Si le prestaba atención,
me hablaría de sucesos inminentes. Recalcó que no sabía cómo iba
a establecerse la comunicación entre la polilla y yo, ni cuáles serían
los términos de la comunicación. Me instó asentirme tranquilo y seguro
y a confiar en mi poder personal. Tras un periodo inicial de impaciencia
y nerviosismo, logré quedar en silencio. Mis pensamientos disminuyeron
en número hasta que mi mente se vació por completo. Los ruidos del
chaparral desértica parecieron surgir al parejo de mi calma. El extraño sonido que don Juan atribuía
a una polilla se dejó escuchar nuevamente. Se registraba como una
sensación en mi cuerpo, no como un pensamiento en mi mente. Se me
ocurrió que no era para nada ominoso ni malévolo. Era dulce y sencillo.
Era como el llamado de un niño. Trajo la memoria de un niñito que
yo conocí. Los sonidos largos me recordaban su redonda cabeza rubia;
los sonidos cortos, en staccato, su risa. Me oprimió un sentimiento
de angustia suprema, y sin embargo no había ideas en mi mente; sentía
la angustia en el cuerpo. Incapaz de permanecer sentado, me deslicé
hasta quedar de lado sobre el suelo. Mi tristeza era tan intensa que
empecé a pensar. Evalué mi dolor y mi pena y de pronto me hallé inmerso
en un debate interno acerca del niño. El sonido barbotante había cesado.
Mis ojos estaban cerrados. Oía don Juan incorporarse y luego sentí
cómo me ayudaba asentarme. Yo no quería hablar. Él no dijo una palabra.
Lo oí moverse junto a mí. Abrí los ojos; se había arrodillado frente
a mí y examinaba mi rostro, acercándome la linterna. Me ordenó poner
las manos en el estómago. Se levantó, fue a la cocina y trajo agua.
Salpicó parte de ella en mi cara y me dio a beber el resto. Tomó asiento a mi lado y me entregó mis
notas. Le dije que el sonido me había envuelto en una ensoñación
sumamente dolorosa. ‑Te estás entregando a tu vicio ‑dijo
con sequedad. Pareció sumergirse en sus pensamientos,
como si buscara una proposición adecuada que hacer. ‑El problema de esta noche es ver
gente ‑dijo por fin‑. Primero debes parar tu diálogo interno,
y luego traer la imagen de la persona que quieres ver; cualquier pensamiento
que uno lleva en mente en un estado de silencio es propiamente una
orden, pues no hay otros pensamientos que compitan con él. Esta noche,
la polilla en las matas quiere ayudarte, y cantará para ti. Su canción
traerá las centellas doradas, y entonces verás a la persona que has
elegido. Quise más detalles, pero él hizo un gesto
brusco y me indicó proceder. Tras luchar unos cuantos minutos por suspender
mi diálogo interno, me hallé en silencio total. Y entonces, con deliberación,
pensé brevemente en un amigo mío. Mantuve los ojos cerrados durante
un lapso que creí instantáneo, y entonces me di cuenta de que alguien
me sacudía por los hombros. Fue una lenta toma de conciencia. Abrí
los ojos y me descubrí yaciendo sobre el costado izquierdo. Al parecer
me había dormido tan profundamente que no recordaba haberme dejado
caer por tierra. Don Juan me ayudó a sentarme de nuevo. Reía. Imitó
mis ronquidos y dijo que, de no haberlo visto con sus propios ojos,
no creería que alguien pudiera dormirse tan rápido. Afirmó que para
él era un regocijo estar cerca de mí cada vez que yo debía hacer algo
que mi razón no comprendía. Hizo a un lado mi cuaderno de notas y
dijo que debíamos empezar otra vez desde el principio. Seguí los pasos necesarios. El extraño
barbotar vino de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, no procedía
del chaparral; más bien parecía ocurrir dentro de mí, como si mis
labios, o piernas, o brazos lo produjeran. El sonido no tardó en recubrirme.
Sentí como un chisporroteo de bolas suaves que salían desde mi interior
o venían contra mí; era un sentimiento apaciguador, exquisito, de
ser bombardeado con pesadas borlas de algodón. De pronto oí que una
racha de viento abría una puerta y me hallé pensando de nueva. Pensé
haber arruinado otra oportunidad. Abrí los ojos y estaba en mi cuarto.
Los objetos sobre mi escritorio seguían como los dejé. La puerta estaba
abierta; afuera soplaba un fuerte viento. Por mi mente cruzó la idea
de que debía revisar el calentador de agua. Entonces oí un traqueteo
en las contraventanas que
yo mismo había puesto y que no encajaban bien en el marco. Era un
ruido furioso, como si alguien quisiera entrar. Experimenté una sacudida
de temor. Me levanté de la silla. Sentí que algo me jalaba. Grité. Don Juan me sacudía por los hombros. Excitadamente,
le hice un recuento de mi visión. Había sido tan vívida que me hallaba
temblando. Sentía que acababa de estar sentado a mi escritorio, en
mi completa forma corporal. Don Juan meneó la cabeza con incredulidad
y dijo que yo era un genio para hacerme tonto. No parecía impresionado
por lo que yo había hecho. Lo descartó de plano y me ordenó volver
a empezar. Oí entonces, nuevamente, el misterioso
sonido. Me llegó, como don Juan había sugerido, bajo la guisa de una
lluvia de centellas doradas. No sentí que fueran motas o copos pianos,
como los había descrito, sino más bien burbujas esféricas. Flotaron
hacia mí. Una de ellas se abrió revelándome una escena. Fue como si
se hubiera detenido enfrente de mis ojos para mostrarme un objeto
extraño. Parecía un hongo. Yo lo miraba, sin duda alguna, y lo que
experimentaba no era un sueño. El objeto micoforme permaneció inalterable
dentro de mi campo de "visión" y luego desapareció, como
si hubieran apagado la luz que brillaba sobre él. Siguió una oscuridad
interminable. Sentí un temblor, un sobresalto desquiciante, y abruptamente
advertí que me sacudían. De inmediato mis sentidos empezaron a funcionar.
Don Juan me agitaba vigorosamente, y yo lo miraba. Debo haber abierto
los ojos en ese momento. Me roció agua en la cara. La frialdad del
liquido era muy agradable. Tras una breve pausa, quiso saber qué había
ocurrido. Expuse cada detalle de mi visión. ‑¿Pero qué vi? ‑pregunté. ‑A tu amigo ‑replicó. Reí y expliqué pacientemente que había
"visto" una figura en forma de hongo. Aun careciendo de
criterio para juzgar dimensiones, había tenido la sensación de que
media unos treinta centímetros. Don Juan recalcó que el sentir era todo
lo que contaba. Dijo que mis sensaciones eran la medida que evaluaba
el estado de ser del sujeto que yo "veía". ‑Por tu descripción y tus sensaciones,
debo concluir que tu amigo ha de ser una magnífica persona ‑dijo. Sus palabras me desconcertaron. Dijo que la configuración micoforme era
la forma esencial de los seres humanos cuando un brujo los "veía"
desde lejos, pero cuando el brujo encaraba directamente a la persona
a quien estaba "viendo", la característica humana se mostraba
como un conglomerado oviforme de fibras luminosas. ‑No estabas viendo cara a cara a
tu amigo ‑dijo‑. Por eso apareció como un hongo. ‑¿Por qué es así, don Juan? ‑Nadie sabe. Ésa, sencillamente,
es la forma en que los hombres aparecen en este tipo específico de
ver. Añadió que cada rasgo de la configuración
micoforme tenía un significado especial, pero que era imposible para
un principiante interpretar con exactitud dicho significado. Tuve entonces un recuerdo de gran interés.
Algunos años antes, en un estado de realidad no ordinaria producido
por la ingestión de plantas psicotrópicas, había experimentado o percibido,
mientras miraba una corriente acuática, que un racimo de burbujas
flotaba hacia mí, envolviéndome. Las burbujas doradas que acababa
de contemplar flotaban y me envolvían de la misma manera exacta.
De hecho, yo podía decir que ambos conglomerados habían tenido la
misma estructura y la misma pauta. Don Juan escuchó con indiferencia mis comentarios. ‑No gastes tu poder en babosadas
‑dijo‑. Estás tratando con esa inmensidad que está allá
afuera. Señaló hacia el chaparral con un movimiento
de la mano. Convertir en razonable esa cosa magnifica
que está allá afuera no te sirve de nada. Aquí, alrededor de nosotros,
está la eternidad misma. Esforzarse a reducirla a una tontería manejable
es un acto despreciable y definitivamente desastroso. Luego insistió en que yo tratara de "ver"
a otra persona de mi gama de conocidos. Añadió que, una vez terminada
la visión, debía procurar abrir los ojos por mí mismo y resurgir a
la conciencia plena de mi entorno inmediato. Logré fijar la visión de otra figura micoforme,
pero mientras la primera había sido amarillenta y pequeña, la segunda
fue blancuzca, de mayor tamaño y contrahecha. Cuando hubimos terminado de hablar sobre
las dos formas que yo había "visto", me había olvidado de
la "polilla en el matorral", tan abrumadora un rato antes.
Dije a don Juan que me asombraba tener tal facilidad para descartar
algo tan verdaderamente ultraterreno. Parecía que yo no fuese la
misma persona que solfa ser. ‑No veo por qué haces tanta alharaca
‑dijo don Juan‑. Cada vez que el diálogo cesa, el mundo
se desploma y salen a la superficie facetas extraordinarias de nosotros
mismos, como si nuestras palabras las hubieran tenido bajo guardia.
Eres como eres porque te dices a ti mismo que eres así. Tras un corto descanso, don Juan me instó
a seguir "llamando" amigos. Dijo que el ejercicio consistía
en tratar de "ver" todas las veces posibles, con el fin
de establecer una gula o una pauta de diversos sentimientos. Llamé treinta y dos personas en sucesión.
Después de cada intento, don Juan exigía una versión cuidadosa y
detallada de todo lo percibido en mi visión. Sin embargo, cambió de
procedimientos conforme adquirí mayor proficiencia en mi desempeño;
proficiencia juzgada por el hecho de que detenía el diálogo interno
en cuestión de segundos, de que podía abrir los ojos por mí mismo
al finalizar cada experiencia, y de que reanudaba sin transición alguna
actividades ordinarias. Noté ese cambio de procedimiento mientras
discutíamos la coloración de las configuraciones micoformes. Ya él había señalado que lo
que yo llamaba coloración no era un tinte sino un brillo de diferentes
intensidades. Me hallaba a punto de referirme a un resplandor amarillento
recién percibido cuando él me interrumpió para dar una descripción
exacta de lo que yo había "visto". A partir de entonces,
discutió el contenido de cada visión, no sólo como si comprendiese
lo que yo decía, sino como si lo hubiera "visto" él mismo.
Al pedirle yo un comentario al respecto, rehusó de plano hablar de
ello. Cuando terminé de llamar a las treinta
y dos personas, había "visto" una variedad de figuras micoformes,
y resplandores, y había experimentado hacia ellas una variedad de
sentimientos, desde el suave deleite hasta la repugnancia pura. Don Juan explicó que la gente estaba llena
de configuraciones que podían ser deseos, problemas, pesares, preocupaciones,
o cosas por el estilo. Aseveró que sólo un brujo profundamente poderoso
podía devanar el sentido de dichas configuraciones, y que yo debía
contentarme con observar tan sólo la forma general de las personas. Me hallaba muy cansado. Había algo sumamente
fatigoso en aquellas figuras extrañas. La sensación que predominaba
en mi era un amago de náusea. No me habían gustado. Me habían hecho
sentir atrapado y sin esperanza. Don Juan me ordenó escribir para dispersar
de ese modo el sentimiento sombrío. Y tras un largo intervalo silencioso,
durante el cual no pude escribir nada, me pidió llamar gente que él
mismo escogería. Emergió una nueva serie de figuras. No
eran micoformes; más bien parecían tazas japonesas para sake, volteadas
boca abajo. Algunas tenían, a manera de cabeza, una formación como
el pie de las tazas; otras eran más redondas. Sus formas eran atractivas
y apacibles. Sentí que en ellas había alguna propiedad inherente
de felicidad. Rebotaban, en oposición a la pesadez lastrada que el
grupo anterior había exhibido. De algún modo, el mero hecho de que
estuviesen allí frente a mí aliviaba mi fatiga. Entre las personas elegidas por don Juan
estaba su aprendiz Eligio. Al evocar la imagen de Eligio, recibí una
sacudida que me sacó de mi estado visionario. Eligio tenía una forma
blanca y larga que respingó y pareció saltarme encima. Don Juan explicó
que Eligio era un aprendiz muy talentoso y que, sin duda, había notado
que alguien lo estaba "viendo". Otra de las elecciones fue Pablito, aprendiz
de don Genaro. El sobresalto que la visión de Pablito me produjo fue
incluso mayor que en el caso de Eligio. Don Juan rió tan fuerte que las lágrimas
corrían por sus mejillas. ‑¿Por qué tiene esa gente formas
distintas? ‑pregunté. ‑Tienen más poder personal ‑repuso‑.
Como habrás notado, no están pegados al suelo. ‑¿Qué les ha dado esa ligereza? ¿Nacieron
así? -Todos nacemos así de ligeros y livianos,
pero nos volvemos pesados y fijos. Eso es lo que nos hacemos a nosotros
mismos. Así pues, podríamos decir que esas personas tienen distinta
forma porque viven como guerreros. Pero eso no es importante. Lo que
tiene valor es que ahora estás en el borde. Has llamado cuarenta y
siete personas, y sólo falta una más para completar las cuarenta y
ocho originales. Recordé en ese momento que años antes me
había dicho, al discutir la brujería del maíz y la adivinación, que
el número de maíces que un guerrero poseía era cuarenta y ocho. Nunca
había explicado el motivo. ‑¿Por qué cuarenta y ocho? ‑le
pregunté de nuevo. ‑Cuarenta y ocho es nuestro número
‑dijo‑. Eso es lo que nos hace hombres. No sé por qué.
No malgastes tu poder en preguntas tontas. Se puso en pie y estiró brazos y piernas.
Me indicó, hacer lo mismo. Advertí que había un toque de luz en el
cielo, hacia el oriente. Volvimos a sentarnos. Se inclinó acercando
la boca a mi oído. ‑La última persona que vas a llamar
es Genaro, el verdadero chingón -susurró. Sentí un empellón de curiosidad excitada.
Realicé con rapidez los pasos requeridos. El extraño sonido desde
el borde del chaparral se hizo vivido y adquirió nueva fuerza. Yo
casi lo había olvidado. Las burbujas doradas me cubrieron y, en una
de ellas, vi a don Genaro. Estaba parado ante mí, sombrero en mano.
Sonreía. Abrí apresuradamente los ojos y estaba a punto de hablarle
a don Juan, pero antes de que pudiera pronunciar palabra mi cuerpo
se puso rígido como una tabla; mi cabello se irguió y durante un largo
momento no supe qué hacer ni qué decir. Don Genaro estaba allí parado
frente a mi. ¡En persona! Me volví hacia don Juan; sonreía. Luego,
ambos estallaron en una gran carcajada. Traté de reír también. No
podía. Me puse en pie. Don Juan me dio una taza de agua. La bebí
automáticamente. Pensé que me iba a rociar la cara. En vez de ello,
volvió a llenar mi taza. Don Genaro se rascó la cabeza y ocultó
una sonrisa. ‑¿No vas a saludar
a Genaro? ‑preguntó don Juan. Requerí un enorme esfuerzo para organizar
mis ideas y mis sensaciones. Finalmente mascullé algún saludo. Don
Genaro hizo una reverencia. ‑Me llamaste, ¿verdad? ‑preguntó,
sonriendo. Murmurando, expresé mi asombro por haberlo
hallado allí. ‑Sí te llamó ‑interpuso don
Juan. ‑Bueno, pues aquí estoy -me dijo
don Genaro‑ ¿En qué te puedo servir? Poco a poco, mi mente pareció organizarse
y finalmente tuve una comprensión súbita. Mis ideas se hicieron
claras como el cristal y "supe" lo que en verdad había ocurrido.
Deduje que don Genaro estaba de visita con don Juan, y que, al oír
acercarse mi coche, se metió en el matorral y permaneció escondido
hasta caer la noche. La evidénciate me parecía convincente. Don Juan,
que sin duda había planeado todo el asunto, me dio pistas de tiempo
en tiempo, guiando así su desarrollo. En el momento adecuado, don
Genaro me hizo notar su presencia, y cuando don Juan y yo volvíamos
a la casa, nos siguió de la manera más obvia con el fin de despertar
mi temor. Luego esperó en el chaparral, produciendo el extraño sonido
cada vez que don Juan se lo indicaba. La seña final de abandonar el
refugio de las matas debió darse cuando mis ojos estaban cerrados,
después de que don Juan me pidió "llamar" a don Genaro.
Entonces don Genaro debió llegarse hasta la ramada para esperar que
yo abriera los ojos y darme un susto final. Las únicas incongruencias en mi esquema
de explicación lógica eran que yo había visto, sin lugar a dudas,
que el hombre oculto entre las matas se convertía en pájaro, y que
al visualizar a don Genaro por vez primera, lo vi como una imagen
en una burbuja dorada. En mi visión llevaba exactamente las mismas
ropas que en persona. Como yo no tenía ninguna manera lógica de explicar
dichas incongruencias, asumí, como siempre he hecho en circunstancias
similares, que la tensión emocional debía haber jugado un papel importante
en determinar lo que yo "creí ver". Eché a reír, en forma totalmente involuntaria,
ante la idea de la absurda treta. Les hablé de mis deducciones. Ellos
rieron a mandíbula batiente. Pensé con toda sinceridad que su risa
los delataba. ‑Estaba usted escondido en las matas,
¿verdad? ‑pregunté a don Genaro. Don Juan tomó asiento y puso la cabeza
entre las manos. ‑No, no estaba escondido ‑dijo
don Genaro con paciencia‑. Estaba lejos de aquí y entonces me
llamaste, así que vine a verte. ‑¿Dónde estaba usted, don Genaro? ‑Lejos. ‑¿Qué tan lejos? Don Juan me interrumpió y dijo que don
Genaro había venido como un acto de deferencia hacia mí, y que yo
no podía preguntarle dónde había estado, porque no había estado en
parte alguna. Don Genaro salió en mi defensa y dijo que
estaba bien preguntarle cualquier cosa. ‑Si no andaba escondido cerca de
la casa, ¿dónde estaba usted, don Genaro? ‑pregunté. ‑Estaba en mi casa ‑repuso
con gran candor. ‑¿En Oaxaca? -¡Sí! Es la única casa que tengo. Se miraron y nuevamente soltaron la risa.
Yo sabia que me embromaban, pero decidí no llevar más lejos mis averiguaciones.
Pensé que ambos debían haber tenido una razón para ponerse a montar
un espectáculo tan complicado. Tomé asiento. Me sentía verdaderamente cortado en dos;
cierta parte de mi ser no se sobresaltaba en absoluto y podía aceptar
en su valor aparente cualquier reto de don Juan o don Genaro. Pero
había otra parte que se negaba de plano; era mi parte más fuerte.
Mi evaluación consciente era que yo había aceptado la descripción
mágica del mundo, dada por don Juan, sólo en términos intelectuales,
mientras mi cuerpo como entidad completa la rechazaba; de ahí mi dilema.
Sin embargo, en el curso de los años que tenía de tratar a don Juan
y a don Genaro, yo había experimentado fenómenos extraordinarios,
y todos habían sido experiencias corporales, no intelectuales. Esa
misma noche yo había ejecutado "la marcha de poder", lo
cual, desde la perspectiva de mi intelecto, era una hazaña inconcebible;
y más aún, había tenido visiones increíbles sin usar otro medio que
mi propia volición. Les expliqué la naturaleza de mi desconcierto,
doloroso y al mismo tiempo sincero. ‑Este muchacho es un genio ‑dijo
don Juan a don Genaro, meneando la cabeza con incredulidad. ‑Eres un geniete, Carlitos ‑dijo
don Genaro como transmitiendo un mensaje. Tomaron asiento junto a mí, don Juan a
la. derecha y don Genaro a la izquierda. Don Juan observó que pronto
sería de mañana. En ese instante oí de nuevo el llamado de la polilla.
Se había movido. El sonido venía de la dirección contraria. Miré a
uno y a, otro, sosteniendo su mirada. Mi esquema lógico empezó a desintegrarse.
El sonido tenía una riqueza y una profundidad hipnotizantes. Luego
percibí pasos ahogados, patas suaves que aplastaban los yerbajos secos.
El sonido barbotante se acercó y me acurruqué contra don Juan. Secamente,
me ordenó "ver” aquello. Hice un esfuerzo supremo, no tanto para
complacerlo como para complacerme a mí mismo. Había estado seguro
de que don Genaro era la polilla. Pero don Genaro estaba sentado junto
a mí; ¿qué había entonces entre las matas? ¿Una polilla? El barbotar resonaba en mis oídos. Yo no
podía parar por entero mi diálogo interno. Oía el sonido, pero no
podía sentirlo en el cuerpo, como antes. Percibí pasos definidos.
Algo se deslizaba en la oscuridad. Hubo un fuerte crujido, como si
una rama se partiera en dos, y de pronto me aferró un recuerdo aterrorizante.
Años atrás, había pasado una noche tremenda en el yermo, y algo me
hostigó: algo muy ligero y suave que pisó mi cuello repetidas veces
mientras yo yacía agazapado. Don Juan había explicado el evento como
un encuentro con "el aliado", una fuerza misteriosa que
el brujo aprendía a percibir como entidad. Me incliné hacia don Juan y susurré mi
recuerdo. Don Genaro se nos acercó caminando a gatas. ‑¿Qué dijo? ‑pregunté a don
Juan en un susurro. ‑Dijo que allí anda un aliado ‑repuso
don Juan en voz baja. Don Genaro regresó gateando a su sitio
y se sentó. Luego se volvió hacia mí y susurró en voz baja: -Eres un genio. Rieron calladamente. Don Genaro señaló
el matorral con un movimiento de barbilla. ‑Anda allá afuera y agárralo ‑dijo‑.
Desnúdate y métele un buen susto a ese aliado. Se sacudieron de risa. Mientras tanto,
el sonido había cesado. Don Juan me ordenó detener mis pensamientos
pero conservar los ojos abiertos, enfocados en el borde del chaparral
frente a mí. Dijo que la polilla había cambiado de posición porque
don Genaro estaba allí, y que, si se me iba a manifestar, elegiría
llegar por tal punto. Tras luchar un momento por aquietar mis
ideas, percibí otra vez el sonido. Su textura era más rica que nunca.
Primero oí los pasos apagados sobre ramas secas y luego los sentí
en mi cuerpo. En ese instante discerní una masa oscura directamente
frente a ml, al filo de las matas. Sentí que me sacudían. Abrí los ojos. Don
Juan y don Genaro se erguían a mi lado y yo estaba de rodillas, como
si me hubiera dormido agazapado. Don Juan me dio agua y volví a sentarme
con la espalda contra la pared. Poco rato después vino la aurora. El chaparral
pareció despertar. El frío matinal era terso y vigorizante. La polilla no había sido don Genaro. Mi
estructura racional se cata a pedazos. No quería hacer más preguntas,
ni quería tampoco permanecer en silencio. Finalmente tuve que hablar. ‑Pero si estaba usted en las sierras
de Oaxaca, don Genaro, ¿cómo llegó aquí? ‑pregunté. Don Genaro hizo con la boca gestos absurdos
e hilarantes. ‑Lo siento ‑dijo‑, mi
boca no quiere hablar. Luego se volvió hacia don Juan y dijo, sonriendo: ‑¿Por qué no le dices tú? Don Juan titubeó. Luego dijo que don Genaro,
como consumado artista de la brujería, era capaz de hechos prodigiosos. El pecho de don Genaro se hinchó como si
las palabras de don Juan lo inflaran. Parecía haber inhalado tanto
aire que su pecho se miraba el doble del tamaño normal. Daba la impresión
de hallarse a punto de flotar. Saltó por los aires. Me pareció como
si el aire dentro de sus pulmones lo hubiera forzado a saltar. Caminó
de un lado a otro sobre el piso de tierra hasta que, aparentemente,
logró adquirir control sobre su pecho; le dio de palmadas y, con
gran fuerza, pasó las palmas de las manos desde los músculos pectorales
hasta el estómago, como si desinflara la cámara de una llanta. Finalmente
tomó asiento. Don Juan sonreía. Un gran deleite brillaba
en sus ojos. ‑Escribe tus notas -me ordenó suavemente‑.
!Escribe, escribe, o te mueres¡ Luego comentó que ya ni siquiera don Genaro
sentía que mi hábito de tomar notas fuera tan extravagante. ‑¡Cierto! -replicó don Genaro-. He
estado pensando en ponerme a escribir yo también. ‑Genaro es un hombre de conocimiento
‑dijo don Juan con sequedad‑. Y siendo un hombre de conocimiento,
es perfectamente capaz de trasladarse a. grandes distancias. Me recordó que una vez, años antes, los
tres estábamos en las montañas y don Genaro, en un esfuerzo por ayudarme
a superar mi estúpida razón, dio un calco prodigioso hasta la cumbre
de la Sierra, a quince kilómetros de distancia. El incidente figuraba
en mi memoria, pero también el hecho de que yo ni siquiera pude concebir
que don Genaro hubiera saltado. Don Juan añadió que don Genaro era en ocasiones
capaz de realizar hazañas extraordinarias. -A veces Genaro no es Genaro sino su doble
‑dijo. Lo repitió tres o cuatro veces. Luego ambos
me observaron, como esperando mi reacción inminente. Yo no había entendido lo de "su doble".
Don Juan nunca había mencionado eso antes. Pedí una aclaración. ‑Hay otro Genaro ‑explicó. Los tres nos miramos. Me puse muy aprensivo.
Con un movimiento de los ojos, don Juan me instó a seguir hablando. ‑¿Tiene usted un hermano gemelo?
‑pregunté, volviéndome a don Genaro. ‑Claro que sí ‑dijo‑.
Tengo un cuate. No pude determinar si me estaban jugando
una broma o no. Ambos rieron con el abandono de niños traviesos. ‑Puedes decir ‑prosiguió don
Juan‑ que en este momento Genaro es su cuate. Esa aseveración hizo que ambos se tiraran
al suelo entre risas. Pero yo no podía disfrutar su regocijo. Mi cuerpo
se estremeció involuntariamente. Don Juan dijo, en tono severo, que yo estaba
demasiado pesado y engreído. ‑¡Déjate ir! ‑me ordenó con
sequedad‑. Ya sabes que Genaro es un brujo y un guerrero impecable.
Por eso es capaz de realizar hechos que serían inconcebibles para
el hombre común. Su doble, el otro Genaro, es uno de esos hechos. Quedé sin habla. No podía concebir que
simplemente estuvieran burlándose de mí. ‑Para un guerrero como Genaro ‑continuó‑,
producir al otro no es una cosa tan asombrosa. Tras meditar largo rato qué decir, pregunté: ‑¿Es el otro como uno mismo? ‑El otro es uno mismo ‑replicó
don Juan. Su explicación había tomado un giro increíble,
y sin embargo no era, en realidad, más increíble que todos los demás
hechos de ambos. ‑¿De qué está hecho el otro? ‑pregunté
a don Juan tras algunos minutos de indecisión. ‑No hay forma de saberlo ‑dijo. ‑¿Es real, o sólo una ilusión? -Claro que es real. ‑¿Sería entonces posible decir que
está hecho de carne y hueso? ‑pregunté. ‑No. No sería posible ‑respondió
don Genaro. ‑Pero si es tan real como yo... ‑¿Tan real como tú? ‑interrumpieron
al unísono don Juan y don Genaro. Se miraron entre sí y rieron hasta que
pensé que se enfermarían. Don Genaro tiró al piso su sombrero y bailó
alrededor. La danza era ágil y graciosa y, por algún motivo inexplicable,
chistosa de principio a fin. Acaso el humor estaba en los movimientos
exquisitamente "profesionales" que don Genaro ejecutaba.
La incongruencia era tan sutil, y a la vez tan notable, que me doblé
de risa. ‑Lo malo contigo, Carlitos -dijo
al sentarse de nuevo‑ es que eres un genio. ‑Tengo que averiguar eso del doble
‑dije. ‑No hay manera de saber si es de
carne y hueso -dijo don Juan‑. Porque no es tan real como tú.
El doble de Genaro es tan real como Genaro. ¿Ves lo que quiero decir? ‑Pero tiene usted que admitir, don
Juan, que debe haber algún modo de saber. ‑El doble es uno mismo; esa explicación
debería bastar. Pero si vieras, sabrías que hay una gran diferencia
entre Genaro y su doble. Para un brujo que ve, el doble brilla más. Me sentía demasiado débil para hacer nuevas
preguntas. Dejé mi cuaderno y por un instante creí que iba a desmayarme.
Tenía visión de un túnel; todo a mi alrededor estaba oscuro, con excepción
de un sector redondo de paisaje claro, frente a mis ojos. Don Juan dijo que yo necesitaba comer algo.
Yo no tenía hambre. Don Genaro anunció que él también desfallecía,
se puso en pie y fue a la parte trasera de la casa. Don Juan se levantó
y me hizo seña de seguirlo. En la cocina, don Genaro se sirvió comida
y luego inició una comiquísima pantomima imitando a alguien que quiere
comer pero no puede tragar. Pensé que don Juan iba a morirse; rugía,
pataleaba, lloraba, tosía y se atragantaba de risa. Yo también me
sentía a punto de estallar. Las gracias de don Genaro eran incomparables. Por fin desistió y nos miró por turno a
don Juan y a mí; tenía los ojos relucientes y una sonrisa espléndida. ‑Ni modo -dijo alzando los hombros. Yo devoré una gran cantidad de comida,
y lo mismo hizo don Juan; luego todos volvimos al frente de la casa.
El sol resplandecía, el cielo estaba despejado y la brisa matinal
refrescaba el aire. Me sentía dichoso y fuerte. Nos sentamos en triángulo, dándonos la
cara. Tras un silencio cortés, decidí pedirles clarificar mi dilema.
Una vez más me hallaba en perfectas condiciones, y quería explotar
mi fuerza. ‑Hábleme más acerca del doble, don
Juan ‑dije. Don Juan señaló a don Genaro y don Genaro
inclinó la cabeza. ‑Allí está ‑dijo don Juan‑.
No hay nada que decir. Aquí está para que lo atestigües. ‑Pero es don Genaro ‑dije,
en un débil intento por guiar la conversación. ‑Claro que soy Genaro -dijo él, enderezando
los hombros. ‑¿Qué es entonces un doble, don Genaro?
‑pregunté. ‑Pregúntale a él ‑repuso con
brusquedad mientras señalaba a don Juan‑. Él es el que habla.
Yo soy mudo. ‑Un doble es el brujo mismo, desarrollado
a través de su soñar ‑explicó don Juan‑. Un doble es
un acto de poder para un brujo, pero sólo un cuento de poder para
ti. En el caso de Genaro, su doble no se puede distinguir del original.
Eso se debe a que su impecabilidad como guerrero es suprema; así,
tú mismo nunca has notado la diferencia. Pero en los años que llevas
de conocerlo, sólo dos veces has estado con el Genaro original; todas
las otras veces has estado con su doble. ‑¡Pero esto es absurdo! ‑exclamé. Sentí la angustia crecer en mi pecho. Me
agité tanto que dejé caer
mi cuaderno, y el lápiz rodó perdiéndose de vista, Don Juan y don
Genaro se lanzaron al piso, casi como clavadistas, e iniciaron una
búsqueda de farsa loca. Yo jamás había visto una representación más
asombrosa de magia teatral y prestidigitación. Sólo que no había
escenario, ni tramoya, ni artefactos de ninguna clase, y lo más probable
era que los actores no usasen prestidigitación. Don Genaro, ti malo principal, y su asistente
don Juan, produjeron en cuestión de minutos la mas sorprendente,
grotesca y extravagante colección de objetos, hallados debajo, detrás,
o encima de paila cosa dentro de la periferia de la ramada. Siguiendo el estilo de la magia teatral,
el asistente disponía los elementos de tramoya, que en este raso eran
los escasos objetos sobre el piso de tierra ‑piedras, costales,
trozos de madera, un cajón de leche, una linterna y mi chaqueta‑,
y luego el mago, don Genaro, procedía a encontrar algo, que arrojaba
a un lado inmediatamente después de constatar que no era mi lápiz.
La colección de hallazgos incluía prendas de vestir, pelucas, anteojos,
juguetes, utensilios, piezas de maquinaria, ropa interior femenina,
dientes humanos, un sandwich de pollo, y objetos religiosos. Uno de
ellos era francamente repugnante. Fue un compacto trozo de excremento
humano que don Genaro sacó de debajo de mi chaqueta. Por fin, don
Genaro halló mi lápiz y me lo entregó después de quitarle el polvo
con el faldón de su camisa. Celebraron sus payasadas con gritos y risas
chasqueantes. Yo me descubrí observándolos, pero incapaz de unírmeles. -No tomes las cosas tan en serio, Carlitos
–dijo don Genaro con tono preocupado‑. Se te va a reventar
la... Hizo un gesto risible que podía significar
cualquier cosa. Cuando la risa amainó, pregunté a don Genaro
qué hacía un doble, o qué hacía un brujo con el doble. Don Juan respondió. Dijo que el doble tenía
poder, y que usaba para realizar hazañas que serían inimaginables
en términos ordinarios. ‑Ya re he dicho una y otra vez que
el mundo no tiene fondo ‑me dijo‑. Y tampoco lo tenemos
nosotros los hombres, o los otros seres que existen en este mundo.
Por eso, es imposible razonar al doble. Sin embargo se te ha permitido
a ti atestiguarlo, y eso debería ser más que suficiente. ‑Pero debe haber un modo de hablar
de él ‑dije‑. Usted mismo me ha dicho que explicó su conversación
con el venado para poder hablar de ella. ¿No puede Hacer lo mismo
con el doble? Guardó silencio un momento. Le rogué. La
ansiedad que experimentaba iba más allá de todo cuanto jamás había
atravesado. ‑Bueno, un brujo puede desdoblarse
‑dijo don Juan‑ Eso es todo lo que se puede decir. ‑¿Pero se da cuenta de que está desdoblado? -Claro que se da cuenta. ‑¿Sabe que está en dos sitios al
mismo tiempo? Ambos me miraron y luego se miraron entre
sí. -¿Dónde está el otro don Genaro? ‑pregunté. Don Genaro se inclinó en mi dirección y
fijó la vista en mis ojos. ‑No sé ‑dijo suavemente‑.
Ningún brujo sabe dónde está su otro. -Genaro tiene razón ‑dijo don Juan-.
Un brujo no tiene ni la menor idea de que está en dos sitios al mismo
tiempo. Tener conocimiento de eso equivaldría a encarar a su doble,
y el brujo que se encuentra cara a cara consigo mismo es un brujo
muerto. Ésa es la regla. Ése es el modo en que el poder ha armado
las cosas. Nadie sabe por qué. Don Juan explicó que, para cuando un guerrero
ha conquistado el "soñar" y el "ver" y ha desarrollado
un doble, debe haber logrado asimismo borrar la historia personal,
el darse importancia a sí misino, y las rutinas. Dijo que todas las
técnicas que me había enseñado y que yo había considerado conversación
vana eran, en esencia, medios de dar fluidez a la personalidad y
al mundo y colocándolos fuera de los límites de la predicción, para
de ese modo eliminar la impracticabilidad de tener un doble en el
mundo ordinario. ‑Un guerrero fluido ya no puede ponerle
fechas cronológicas al mundo ‑explicó don Juan‑. Y para
él, el mundo y él mismo ya no son objetos. Él es un ser luminoso que
existe en un mundo luminoso. El doble es cosa sencilla para un brujo
porque él sabe lo que hace. Tomar notas es para ti cosa sencilla,
pero todavía asustas a Genaro con tu lápiz. ‑¿Puede una persona ajena, mirando
a un brujo, ver que está en dos lugares a la vez? ‑pregunté
a don Juan. ‑Seguro. Ésa sería la única manera
de saberlo. -¿Pero no puede asumirse lógicamente que
el brujo también notaría que ha estado en dos lugares? -¡Ajá! ‑exclamó don Juan‑.
Por esta vez acertaste. Un brujo puede sin duda notar, después, que
ha estado en dos sitios al mismo tiempo. Pero esto sólo sirve para
llevar la cuenta y no afecta en nada el hecho de que, mientras actúa,
no tiene idea de que es doble. Mi mente se tambaleaba. Sentí que, de no
seguir escribiendo, estallaría. ‑Piensa en esto ‑prosiguió‑.
El mundo no se nos viene encima directamente; la descripción del mundo
siempre está en el medio. Así pues, hablando con propiedad, siempre
estamos a un paso de distancia y nuestra vivencia del mundo es siempre
un recuerdo de la experiencia. Estamos eternamente recordando el
instante que acaba de suceder, acaba de pasar. Recordamos, recordamos,
recordamos. Volteó la mano una y otra vez para darme
el sentimiento de lo que quería decir. ‑Si toda nuestra vivencia del mundo
es recuerdo, entonces no resulta tan absurdo decir que un brujo puede
estar en dos sitios al mismo tiempo. Pero ese no es el caso desde
el punto de vista de lo que él siente, porque para vivir el mundo
un brujo, como cualquier otro hombre, tiene que recordar el acto que
acaba de realizar, la experiencia que acaba de vivir. En el conocimiento
del brujo hay un solo recuerdo. Sin embargo, para alguien que estuviera
mirando al brujo, el brujo aparecería como si estuviera actuando a
la vez en dos episodios diferentes. El brujo, no obstante, recuerda
dos instantes aislados, distintos, porque para él la goma de la descripción
del tiempo ya no pega más. Cuando don Juan terminó de hablar, me sentí
seguro de tener fiebre. Don Genaro me examinó con ojos curiosos. ‑Tiene razón ‑dijo‑.
Siempre andamos un salto atrás. Movió la mano como don Juan había hecho;
su cuerpo empezó a moverse en tirones y saltó hacía atrás sobre su
asiento. Era como si tuviese hipo y el hipo forzara a su cuerpo a
saltar. Empezó a desplazarse de espaldas, saltando sentado, y fue
hasta el final de la ramada y regresó. La visión de don Genaro saltando hacia
atrás sobre sus nalgas, en vez de ser chistosa como debería haber
sido, me produjo un ataque de miedo tan intenso que don Juan tuvo
que golpear repetidamente, con los nudillos, la parte superior de
mi cabeza. ‑Sencillamente no puedo comprender
todo esto, don Juan -dije. ‑Yo tampoco ‑repuso don Juan,
alzando los hombros. ‑Y yo menos, querido Carlitos ‑añadió
don Genaro. Mi fatiga, el total de mi experiencia sensorial,
el ambiente de ligereza y humor que prevalecía, y las payasadas de
don Genaro eran demasiado para mis nervios. No podía detener la agitación
en los músculos de mi estómago. Don Juan me hizo rodar en el piso hasta
que recobré la calma; luego volví a sentarme encarándolos. ‑¿Es sólido el doble? ‑pregunté
a don Juan tras un largo silencio. Me miraron. ‑¿Tiene cuerpo el doble? ‑pregunté. -Seguro ‑dijo don Juan‑. La
solidez, el cuerpo son recuerdos; al igual que todo lo demás que sentimos
del mundo, son recuerdos que acumulamos. Tú tienen el recuerdo de
mi solidez, igual que tienes el recuerdo de comunicarte con palabras.
Por eso crees que hablaste con un coyote y sientes que soy sólido. Don Juan puso su hombro junto al mío y
me dio un leve codazo. ‑Tócame ‑dijo. Le di palmadas y luego lo abracé. Me hallaba
al borde del llanto. Don Genaro se puso de pie y se me acercó.
Daba la impresión de un niño con brillantes ojos traviesos. Hizo un
mohín frunciendo los labios y me miró un largo momento. ‑¿Y yo? ‑preguntó, tratando
de esconder una sonrisa‑. ¿No vas a darme mi abrazo? Me levanté y extendí los brazos para tocarlo;
mi cuerpo pareció congelarse en esa postura. No tenía poder para moverme.
Traté de forzar mis brazos a alcanzarlo, pero la pugna fue en vano. Don Juan y don Genaro se pararon, observándome.
Sentí mi cuerpo contraerse bajo una presión desconocida. Don Genaro tomó asiento y fingió ponerse
de mal humor porque yo no lo había abrazado; frunció la boca y golpeó
el suelo con los talones, luego los dos volvieron a estallar en carcajadas. Los músculos de mi estómago temblaban,
sacudiendo todo mi cuerpo. Don Juan señaló que estaba moviendo la
cabeza como él había recomendado antes, y que ésa era la oportunidad
de tranquilizarme reflejando un rayo de luz en la córnea de mis ojos.
Me jaló a la fuerza a campo abierto, fuera del techo de la ramada,
y manipuló mi cuerpo para que mis ojos captaran el sol oriental; pero
cuando acabó de ponerme en la posición adecuada, yo había dejado
de temblar. Noté que yo aferraba mi cuaderno solamente después de
que don Genaro dijo que el peso de las hojas era lo queme hacía estremecer. Aseguré a don Juan que mi cuerpo me jalaba
para irme. Agité la mano en dirección de don Genaro. No quería darles
tiempo de hacerme cambiar de idea. ‑Adiós, don Genaro ‑grité‑.
Ya tengo que irme. Devolvió el ademán. Don Juan caminó conmigo unos metros, hacia
mi coche. ‑¿Usted también tiene un doble, don
Juan? ‑pregunté. ‑¡Claro! ‑exclamó. Tuve en ese momento una idea enloquecedora.
Quise descartarla y marcharme a toda prisa, pero algo en mi interior
seguía aguijándome. A lo largo de los años de nuestra relación, se
había hecho costumbre que, cada vez que yo deseaba ver a don Juan,
iba a Sonora o a México central y siempre lo hallaba esperándome.
Había aprendido a dar eso por sentado y nunca hasta entonces se me
había ocurrido pensar nada al respecto. ‑Dígame una cosa, don Juan ‑dije,
medio en broma‑. ¿Usted es usted, o usted es su doble? Se inclinó hacia mí. Sonreía. ‑Mi doble ‑susurró. Mi cuerpo saltó en el aire como si me impeliera
una fuerza formidable. Corrí a mi coche. -Lo dije en broma ‑dijo don Juan
en voz alta‑. Todavía no te puedes ir. Me sigues debiendo
cinco días. Ambos corrieron hacia el auto mientras
yo lo echaba en reversa. Reían y brincoteaban. ‑¡Carlitos, llámame cuando quieras!
‑gritó don Genaro. EL SOÑADOR Y EL SOÑADO
Llegué a casa de don Juan temprano por
la mañana. Había pasado la noche en un motel en el camino, para
estar allí antes del mediodía. Don Juan estaba en la parte trasera y vino
al frente cuando lo llamé. Me dio un saludo caluroso y la impresión
de que se alegraba de verme. Hizo un comentario que creí destinado
a sosegarme, pero que produjo el efecto contrario. ‑Te oí venir ‑dijo con una
sonrisa‑. Y me corrí para atrás de la casa. Tuve miedo de que
si me quedaba aquí fueras a asustarte. Señaló, en tono casual, que me hallaba
sombrío y pesado. Dijo que le recordaba a Eligio, quien era lo bastante
mórbido para ser un buen brujo, pero demasiado para hacerse hombre
de conocimiento. Añadió que el único modo de contrarrestar el devastador
efecto del mundo de los brujos era reírse de él. Había evaluado correctamente mi estado
de ánimo. Yo estaba, en verdad, preocupado y asustado. Salimos a
una larga caminata. Mis sentimientos tardaron horas en aligerarse.
Caminar con él me hacía sentir mejor que si hubiera intentado disipar
mis sombras hablando. Regresamos a su casa al atardecer. Me moría
de hambre. Después de comer nos sentamos bajo la ramada. El cielo
estaba despejado. La luz de la tarde me producía complacencia. Quise
conversar. ‑Llevo meses de sentirme inquieto
-dije-. Hubo algo verdaderamente pavoroso een lo que usted y don Genaro
dijeron e hicieron la última vez que estuve, aquí. Don Juan no respondió. Se puso en pie y
caminó por la ramada. ‑Tengo que hablar de esto ‑dije‑.
Me obsesiona y no puedo dejar de darle vueltas. ‑¿Tienes miedo? ‑preguntó. Yo no tenía miedo sino desconcierto; me
avasallaba lo que había visto y oído. Los huecos en mi razón eran
tan enormes que, de no repararlos, yo debería prescindir de ella por
entero. Mis comentarios le dieron risa. ‑Todavía no tires tu razón ‑dijo‑.
Todavía no es hora de hacer eso. Eso sucederá, por cierto, pero no
creo que ahora sea el momento. ‑Entonces, ¿debo tratar de hallar
una explicación para lo que ocurrió? ‑pregunté. ‑¡Seguro! -replicó-. Tienes el deber
de apaciguar tu mente. Los guerreros no ganan victorias golpeándose
la cabeza contra los muros. Los guerreros saltan los muros, no los
derriban. ‑¿Cómo puedo saltar éste? ‑pregunté. ‑En primer lugar, me parece un error
fatal que tomes las cosas tan en serio ‑dijo al tomar asiento
junto a mí‑. Hay tres clases de malos hábitos que usamos una
y otra vez al enfrentarnos con situaciones fuera de lo común en esta
vida. Primero: podemos no hacer caso de lo que está ocurriendo o ha
ocurrido, y sentir como si nunca hubiera pasado. Ése es el camino
del santurrón. Segundo: podemos aceptar todo tal como se presenta
y sentir como si supiéramos qué es lo que está pasando. Ése es el
camino de los devotos. Tercero: podemos obsesionarnos con un suceso
porque no podemos descartarlo o porque no podemos aceptarlo de todo
corazón. Ése es el camino del tonto. ¿Tu camino? Hay un cuarto camino,
el correcto, el camino del guerrero. Un guerrero actúa como si nunca
hubiera pasado nada, porque no cree en nada, pero acepta todo tal
como se presenta. Acepta sin aceptar y descarta sin descartar. Nunca
siente como si supiera, ni tampoco siente como si nada hubiera pasado.
Actúa como si tuviera el control, aunque esté temblando de miedo.
Actuar en esa forma disipa la obsesión. Quedamos largo rato en silencio. Las palabras
de don Juan eran como un bálsamo para mí. -¿Puedo hablar de don Genaro y su doble?
‑pregunté. ‑Depende de lo que quieras decir
de él ‑repuso-. ¿Vas a entregarte a la obsesión? ‑Quiero entregarme a las explicaciones
‑dije‑. Estoy obsesionado porque no me he atrevido a venir
a verlo ni he podido hablar con nadie de mis escrúpulos y mis dudas. ‑¿No hablas con tus amigos? ‑Sí, pero ¿cómo podrían ayudarme? -Nunca pensé que necesitaras ayuda. Debes
cultivar el sentimiento de que un guerrero no necesita nada. Dices
que necesitas ayuda. ¿Ayuda para qué? Tienes todo lo necesario para
el viaje extravagante que es tu vida. He tratado de enseñarte que
la verdadera experiencia es ser un hombre, y que lo que cuenta es
estar vivo; la vida es la vueltita que ahora estamos tomando. La vida
en sí misma es suficiente y se explica sola, y es completa. "Un guerrero entiende eso y vive de
acuerdo a eso; por lo tanto, uno puede decir sin ser presumido, que
la experiencia de experiencias es el ser un guerrero." Pareció esperar respuesta. Titubeé un momento.
Quería elegir cuidadosamente mis palabras. ‑Si un guerrero necesita alivio ‑Prosiguió‑,
simplemente elige a cualquiera y le expresa a esa persona cada detalle
de su tumulto. Después de todo, el guerrero no busca que le entiendan
o le ayuden; con hablar simplemente busca aliviar su presión. Eso
es, siempre y cuándo el guerrero sea dado a hablar; si no lo es, no
le dice nada a nadie. Pero tú no vives totalmente como guerrero.
No todavía. Y los obstáculos que te salen al encuentro han de ser
verdaderamente monumentales. Te entiendo perfectamente. No se hacia el gracioso. A juzgar por la
preocupación en su mirada, parecía ser alguien que hubiera andado
por esos rumbos. Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza.
Se paseó de un lado a otro a lo largo de la ramada y miró casualmente
hacia el chaparral en torno de la casa. Sus movimientos evocaron
en mí una sensación de inquietud. Con el fin de relajarme, empecé a hablar
de mi dilema. Sentía que inherentemente era demasiado tarde para
fingirme un espectador inocente. Bajo su guía, me había entrenado
hasta lograr percepciones extrañas, como "parar el diálogo interno"
y controlar los sueños. Ésas eran instancias que no podían falsificarse.
Yo había seguido sus sugerencias, aunque nunca al pie de la letra,
y había logrado parcialmente romper rutinas cotidianas, asumir responsabilidades
por mis actos, borrar la historia personal, y llegado finalmente a
un punto que años antes me producía pánico, era capaz de estar solo
sin violentar mi bienestar físico ni emotivo. Ése era quizá mi triunfo
aislado más sorprendente. Desde la perspectiva de mis anteriores
expectaciones y estados de ánimo, hallarme solo y no "salirme
de mis casillas" era un estado inconcebible. Tenía aguda conciencia
de todos los cambios acontecidos en mi vida y en mi visión del mundo,
y también de que en alguna forma era superfluo resentir tan profundamente
la revelación de don Juan y don Genaro acerca del "doble". ‑¿Qué anda mal conmigo, don Juan?
‑pregunté. ‑Te entregas a tu vicio ‑respondió,
brusco-. Sientes que entregarte a las dudas y a las tribulaciones
es la marca de un hombre sensitivo. Bueno, la verdad del asunto es
que está, muy lejos de ser eso. ¿Por qué fingir, pues? Ya te dije
el otro día: un guerrero se acepta con humildad así como es. ‑De la manera como usted lo dice,
me hace aparecer como si yo me confundiera a propósito ‑dije. -Pues eso es lo que hacemos, nos confundimos
a propósito –repuso-. Todos nosotros nos damos cuenta de lo que hacemos
y nuestra razón se convierte, a propósito, en el monstruo que se
imagina ser. Pero ese molde le queda demasiado grande. Le expliqué que mi dilema era quizá más
complejo que como él lo presentaba. Dije que mientras él y don Genaro
fuesen hombres como yo mismo, su dominio superior los convertía en
modelos para mi propia conducta. Pero si eran en esencia hombres
drásticamente distintos a mí, no me era ya posible concebirlos como
modelos, sino como rarezas que yo no podía aspirar a emular. -Genaro es un hombre ‑dijo don Juan
en tono confortante‑. Ya no es un hombre como tú, cierto. Pero
ésa es su hazaña, y no debería darte miedo. Si es distinto, mayor
razón para admirarlo. ‑Pero su diferencia no es una diferencia
humana ‑dije. ‑¿Y qué cosa crees que es? ¿La diferencia
entre un hombre y un caballo? ‑No sé. Pero no es como yo. ‑No obstante, lo fue una vez. ‑¿Pero puedo yo entender su cambio? ‑Claro. Tú mismo estás cambiando. ‑¿Quiere usted decir que me saldrá
un doble? ‑A nadie le sale un doble. Ése es
sólo un modo de hablar de eso. Pese a lo mucho que hablas, las palabras
te enredan. Te quedas atrapado en sus significados. Y ahora seguramente
has de creer que el doble le sale a uno por medios malignos. Todos
nosotros los seres luminosos tenemos un doble. ¡Todos! Un guerrero
aprende a darse cuenta de ello, eso es todo. Hay barreras que parecen
infranqueables, que protegen ese conocimiento. Pero eso es de esperarse;
de no ser por esas barreras, llegar a darse cuenta del doble no sería
el desafío único que es. ‑¿Por qué le temo yo tanto al doble,
don Juan? ‑Porque estás pensando que el doble
es lo que dice la palabra, un doble, otro tú. Yo escogí esas palabras
con el propósito de describirlo. El doble es uno mismo y no se puede
encararlo de otro modo. ‑¿Y si yo no quiero un doble? ‑El doble no es asunto de gusto personal.
Tampoco es asunto de gusto personal quien resulta seleccionado para
aprender el conocimiento de los brujos que nos llevan a darnos cuenta
del doble. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tú en particular? ‑Todo el tiempo. Cientos de veces
le he hecho esa pregunta, pero usted nunca ha respondido. ‑No quise decir que lo hicieras una
pregunta que busca respuesta, sino en el sentido de un guerrero que
se asombra en su gran fortuna, la fortuna de haber hallado un propósito. Convertirlo en pregunta común es el recurso
de un hombre ordinario y engreído que quiere que lo admiren o lo compadezcan
por lo que hace. Yo no tengo ningún interés en esa clase de pregunta,
porque no hay modo de responderla. La decisión de escogerte a ti
en particular fue un designio del poder; nadie puede penetrar los
designios del poder. Ahora que has sido seleccionado, no hay nada
que puedas hacer para que ese designio no se cumpla. ‑Pero usted mismo dice, don Juan,
que uno siempre puede fracasar. ‑Cierto. Uno siempre puede fracasar.
Pero yo creo que te refieres a otra cosa. Quieres hallar una salida.
Quieres tener la libertad de fracasar y salir corriendo cuando se
te dé la gana. Es demasiado tarde para eso. Un guerrero está en las
manos del poder y su única libertad es elegir una vida impecable.
No hay manera de fingir el triunfo o la derrota. Tu razón podrá querer
que fracases por completo, para así aniquilar la totalidad de tu
ser. Pero hay una contramedida que no te permitirá declarar una falsa
victoria o derrota. Si crees que puedes retirarte al refugio del fracaso,
estás loco. Tu cuerpo montará guardia y no te dejará ir a ninguno
de los dos lados. Empezó a reír para sí, suavemente. ‑¿Por qué ríe usted? ‑pregunté. ‑Estás metido en un pantano espantoso
-dijo‑. Es demasiado tarde para retirarte, pero demasiado pronto
para actuar. Lo único que puedes hacer es atestiguar. Estás en la
miserable posición de una criatura que no puede regresar al vientre
de la madre, pero tampoco puede corretear y actuar. Lo único que una
criatura puede hacer es atestiguar, y escuchar los estupendos cuentos
de acción que le cuentan. Tú estás ahora en ese punto preciso. No
puedes regresar al vientre de tu viejo mundo, pero tampoco puedes
actuar con poder. Para ti no hay más que atestiguar actos de poder
y escuchar cuentos, cuentos de poder. "El doble es uno de esos cuentos.
Lo sabes, y por eso cautiva tanto tu razón. Te estás golpeando la
cabeza contra un muro si pretendes entender. Todo lo que puedo decirte,
a manera de explicación, es que el doble, aunque se llega a él soñando, es de lo más real que hay." ‑Según lo que usted me ha contado,
don Juan, el doble puede realizar actos. ¿Puede entonces. . .? No me dejó proseguir mi línea de razonamiento.
Me recordó que era inadecuado decir que él me había contado del doble,
cuando podía decir que yo mismo lo había presenciado. ‑Por lo visto, el doble puede realizar
actos ‑dije. ‑¡Por lo visto! ‑repuso. -¿Pero puede el doble actuar como uno mismo? ‑Es uno mismo, ¡carajo! Me resultaba muy difícil darme a entender.
Tenía en mente que, sí un brujo podía ejecutar dos acciones a la vez
su capacidad para la producción utilitaria necesariamente se duplicaba.
Podía trabajar en dos empleos, estar en dos sitios, ver a dos personas,
y así sucesivamente, al mismo tiempo. Don Juan escuchó con paciencia. ‑Permítame poner un ejemplo ‑dije‑.
Como pura teoría, ¿puede don Genaro matar a alguien a cientos de kilómetros
de distancia, dejando que su doble lo haga? Don Juan me miró. Meneó la cabeza y apartó
los ojos. ‑Estás repleto de cuentos de violencia
‑dijo‑. Genaro no puede matar a nadie, sencillamente porque
ya no tiene ningún interés en sus semejantes. A la hora en que un
guerrero es capaz de conquistar el ver y el soñar y de darse cuenta
de su propia luminosidad, ya no le queda nada de ese interés. Señalé que, al principio de mi aprendizaje,
él había afirmado que un brujo, con la guía de su "aliado",
podía transportarse a cientos de kilómetros para descargar un golpe
mortal a sus enemigos. ‑Yo soy el responsable de esa confusión
‑dijo‑. Pero debes recordar que en otra ocasión te dije
que, contigo, yo no estaba siguiendo los pasos que mi propio maestro
me trazó. El era brujo, y propiamente yo debería haberte echado a
ese mundo. No lo hice, porque ya no me conciernen los quehaceres de
mis semejantes. Pero de todos modos, las palabras de mi maestro se
me quedaron pegadas. Muchas veces hablé contigo en la forma en que
él mismo hubiera hablado. "Genaro es un hombre de conocimiento.
El más puro de todos. Sus acciones son impecables. Está más allá de
los hombres comunes, y más allá de los brujos. Su doble es una expresión
de su alegría y su buen humor. Por eso, no puede de ningún modo usarlo
para crear o resolver situaciones ordinarias. Hasta donde yo sé, el
doble es el darse cuenta de nuestro estado como seres luminosos.
Puede hacer cualquier cosa, pero escoge ser gentil y no llamar la
atención. "Mi error fue extraviarte con palabras
prestadas. Mi maestro no era capaz de producir los efectos que Genaro
produce. Para mi maestro, desdichadamente, ciertas cosas eran, como
son para ti, sólo cuentos de poder.” Me vi compelido a defender mi premisa.
Dije que hablaba en un sentido de posibilidades hipotéticas. ‑No hay tal sentido cuando hablas
del mundo de los hombres de conocimiento ‑dijo‑. Un hombre
de conocimiento no puede de ninguna manera actuar hacia sus semejantes
en términos perjudiciales, hipotéticamente o no. ‑Pero ¿y si sus semejantes traman
algo contra su seguridad y su bienestar? ¿Puede entonces usar su doble
para protegerse? Chasqueó la lengua con reprobación. ‑Qué violencia increíble en tus pensamientos
‑dijo‑. Nadie puede tramar nada contra la seguridad y
el bienestar de un hombre de conocimiento. Él ve, de modo que tomaría medidas para evitar cualquier cosa por el
estilo. Genaro, por ejemplo, corre un riesgo calculado al juntarse
contigo. Pero no hay nada que podrías hacer tú para poner en peligro
su seguridad. Si algo hubiera,
su ver se lo haría saber. Ahora bien, si hay en ti algo que
sea desde el fondo perjudicial para él, y su ver no lo alcanza, entonces
es su destino, y ni Genaro ni nadie puede evitar eso. Conque, ya ves,
un hombre de conocimiento tiene el control sin controlar nada. Guardamos silencio. El sol estaba a punto
de alcanzar la copa de las densas matas altas al lado oeste de la
casa. Quedaban unas dos horas de luz diurna. ‑¿Por qué no llamas a Genaro? ‑dijo
don Juan en tono casual. Mi cuerpo dio un salto. Mi reacción inicial
fue abandonar todo y correr a mi coche. Don Juan estalló en una carcajada.
Le dije que yo no tenía nada que probarme a mí mismo, y que me hallaba
perfectamente satisfecho hablando con él. Don Juan no podía parar
de reír. Finalmente dijo que era una vergüenza que Genaro no estuviera
allí para disfrutar la escena. ‑Mira, si a ti no te interesa llamar
a Genaro, a mí sí ‑dijo en tono resuelto‑. Me gusta su
compañía. Había un terrible amargor en mi paladar.
El sudor goteaba de mis cejas y mi labio superior. Quise decir algo
pero en realidad no había qué decir. Don Juan me escudriñó con una larga mirada. ‑Ándale -dijo-. Un guerrero siempre
está listo. Ser guerrero no es el simple asunto de nomás querer serlo.
Es más bien una lucha interminable que seguirá hasta el último instante
de nuestras vidas. Nadie nace guerrero, exactamente igual que nadie
nace siendo un ser razonable. Nosotros nos hacemos lo uno o lo otro. "Siéntate bien. No quiero que Genaro
te vea temblando." Se puso en pie y recorrió de un lado a
otro el piso limpio de la ramada. No pude permanecer impasible. Mi
nerviosismo era tan intenso que, incapaz de escribir una línea más,
me levanté de un salto. Don Juan me hizo trotar marcando el paso,
cara al oeste. Me había puesto a realizar los mismos movimientos
en varias ocasiones anteriores. La idea era sacar "poder"
del crepúsculo inminente alzando los brazos al cielo con los dedos
extendidos en abanico, y cerrando los puños con fuerza cuando los
brazos estuvieran en el punto medio entre horizonte y cenit. El ejercicio surtió efecto y, casi de inmediato,
me llené de calma y sosiego. No pude, sin embargo, dejar de pensar
qué habría ocurrido con el antiguo "yo" que nunca se habría
relajado tan completamente ejecutando esos movimientos sencillos
e idiotas. Quería enfocar toda mi atención en el procedimiento
que don Juan seguiría para llamar a don Genaro. Anticipaba actos portentosos.
Don Juan se paró en el borde de la ramada, mirando al sureste, formó
una bocina con las manos, y gritó: ‑¡Genaro! ¡Ven aquí! Un momento después, don Genaro surgió del
chaparral. Ambos resplandecían de contento. Prácticamente bailaron
frente a mí. Don Genaro me saludó con abundantes efusiones
y tomó asiento en el cajón de leche. Algo espantoso me ocurría. Estaba calmado,
impávido. Un increíble estado de indiferencia y distanciamiento
dominaba todo mi ser. Casi me parecía estarme observando desde un
escondrijo. Con gran despreocupación, le platiqué a don Genaro que
durante mi última visita casi me había matado a sustos, y que ni
siquiera durante mis experiencias con plantas psicotrópicas me había
visto en un caos mayor. Ambos celebraron mis frases como si tuvieran
propósito de chiste. Reí con ellos. Obviamente estaban al tanto de mi estado
de insensibilidad emotiva. Me vigilaban y me seguían la corriente
como a un borracho. Dentro de mí, algo luchaba desesperadamente
por convertir la situación en cosa familiar. Quería sentirme preocupado
y temeroso. Al cabo de un rato, don Juan me salpicó
agua en la cara y me instó a sentarme y tomar notas. Dijo, como lo
había hecho antes, que de no tomar ‑notas me moriría. El mero
acto de poner por escrito algunas palabras hizo regresar mi ánimo
habitual. Fue como si algo se volviera de nuevo claro y cristalino,
algo que unos momentos antes era opaco e inerte. El advenimiento de mi personalidad acostumbrada
significó a la vez el de mis miedos habituales. Curiosamente, yo
tenía menos miedo de tener miedo que de no tenerlo. La familiaridad
de mis viejos hábitos, por desagradables que fuesen, era un respiro
deleitoso. Entonces me di plena cuenta de que don
Genaro acababa de surgir del chaparral. Mis procesos usuales empezaban
a funcionar. Comenzó rehusando a pensar o especular acerca del hecho.
Hice la decisión de no preguntarle nada. Esta vez, sería un testigo
silencioso. ‑Genaro ha venido de nuevo, exclusivamente
por u ‑dijo don Juan. Don Genaro estaba reclinado en la pared
de la casa, y reposaba la espalda, sentado en un cajón de leche puesto
en declive. Parecía un jinete. Tenía las manos enfrente, y daban la
impresión de que sostenía las riendas de un caballo. ‑Eso es cierto, Carlitos ‑dijo
bajando el cajón a la horizontal del piso. Desmontó, pasando la pierna derecha sobre
el imaginario cuello equino, y saltó a tierra. La destreza de sus
movimientos me hizo sentir sin lugar a dudas que había llegado cabalgando.
Vino y se sentó a mi izquierda. ‑Genaro vino porque quiere hablarte
del otro ‑dijo don Juan. Hizo ademán de ceder la palabra. Don Genaro
saludó al auditorio. Se volvió ligeramente para darme la cara. ‑¿Qué es lo que te gustaría saber,
Carlitos? ‑preguntó en voz aguda. ‑Bueno, si va usted a hablarme del
otro, cuéntemelo todo ‑dije, fingiendo despreocupación. Ambos menearon la cabeza y se miraron. ‑Genaro te va a hablar acerca del
soñador y el soñado ‑anunció don Juan. Como ya sabes, Carlitos ‑dijo don
Genaro con el aire de un orador que entra en materia‑, el doble
empieza en sueños. Me lanzó una larga mirada y sonrió. Sus
ojos se deslizaron de mi cara a mi cuaderno y mi lápiz. ‑El doble es un sueño ‑dijo,
rascándose los brazos, y luego se paró. Dejó la ramada y se metió en el chaparral.
Se detuvo frente a una mata, mostrándonos tres cuartos de perfil;
al parecer orinaba. Tras un momento vi que algo le ocurría. Parecía
tratar desesperadamente de orinar sin conseguirlo. La risa de don
Juan me indicó que don Genaro había vuelto a las andadas. Don Genaro contorsionaba su cuerpo en tan
cómica manera, que nos puso prácticamente histéricos. Don Genaro regresó a la ramada y tomó asiento.
Su sonrisa irradiaba una insólita calidez. ‑Si no se puede, pues no se puede
‑dijo alzando los hombros. Luego, tras una pausa momentánea, añadió,
suspirando: ‑Sí, Carlitos, el doble es un sueño. ‑¿Quiere usted decir que no es real?
‑pregunté. ‑No. Quiero decir que es un sueño
‑repuso. Don Juan intervino para explicar que don
Genaro se refería a la primera manifestación del hecho de darnos cuenta
de ser seres luminosos. -Cada uno de nosotros es distinto, y por
eso los detalles de nuestras luchas son distintos ‑dijo don
Juan‑. Pero los pasos que seguimos para llegar al doble son
los mismos. Sobre todo los primeros pasos, que son confusos e inciertos. Don Genaro estuvo de acuerdo, y comentó
la incertidumbre del brujo en esa etapa. ‑Cuando me pasó por primera vez,
no supe lo que había pasado ‑relató‑. Un día había estado
recogiendo plantas en los cerros y me había metido en un sitio que
les tocaba a otros yerberos. Junté dos costalotes y ya estaba listo
para irme a mi casa, cuando me dieron ganas de descansar un rato.
Me acosté junto al camino, a la sombra de un árbol, y me quedé dormido.
Después oí gente que bajaba del monte y desperté. Al momento me escurrí
y me escondí detrás de unas matas, al otro lado del camino muy cerca
del sitio donde me había echado a dormir. Estando allí se me dio
por pensar que me había olvidado algo. Miré a ver si tenía mis dos
costales de plantas. No los tenía conmigo. Miré para el otro lado
del camino, al lugar donde había estado durmiendo y casi me lleva
la chingada. ¡Yo seguía allí dormido! ¡Era yo mismo! Toqué mi cuerpo.
¡Yo era yo mismo! Ya para entonces, las gentes que bajaban del monte
iban llegando a mí que estaba dormido, mientras yo que estaba bien
despierto miraba desde mi escondite sin poder hacer nada. ¡Me lleva
la chingada! Me van a encontrar allí, pensé, y me van a quitar mis
costales. Pero las gentes pasaron junto a mí que dormía como si yo
no estuviera allí. "La visión fue tan vivida que me puse
como loco. Grité y entonces volví a despertar. ¡Carajo! ¡Había sido
un sueño!" Don Genaro cesó su recuento y me miró como
esperando una pregunta o un comentario. ‑Dile dónde despertaste la segunda
vez ‑dijo don Juan. ‑Desperté junto al camino ‑dijo
don Genaro-, donde me quedé dormido. Pero por un momento no supe bien
dónde me encontraba en realidad. Casi puedo decir que me estaba viendo
a mí mismo despertar cuando algo me jaló al otro lado del camino
cuando ya estaba a punto de abrir los ojos. Hubo una larga pausa. Yo no sabía qué decir. ‑¿Y qué hiciste después? ‑preguntó
don Juan. Me di cuenta, cuando ambos echaron a reír,
de que me hacía burla imitando mis preguntas. Don Genaro siguió hablando. Dijo que se
quedó atónito un momento v luego fue a verificar todo. ‑El sitio donde me escondí era tal
como lo había visto ‑dijo‑. Y las gentes que pasaron se
encontraban a corta distancia, bajando el cerro. Lo sé porque corrí
cuestabajo siguiéndolos. Eran los mismos que había visto. Los seguí
hasta que llegaron al pueblo. Han de haber creído que estaba yo loco.
Les pregunté si habían visto a mi amigo durmiendo junto al camino.
Todos dijeron que no. ‑Ya ves -dijo don Juan‑, todos
pasamos por las mismas dudas. Nos da miedo volvernos locos, pero la
desgracia es que, de a tiro, ya todos nosotros estamos locos. ‑Pero tú eres un poquito más loco
que nosotros dos ‑me dijo don Genaro, e hizo un guiño‑.
Y eres, como buen loco, más sospechoso. Hicieron bromas sobre mi suspicacia. Luego,
don Genaro volvió a hablar. ‑Todos somos seres densos ‑dijo‑.
No eres el único, Carlitos. A mí el sueño me tuvo espantado unos días,
pero entonces tenía que ganarme la vida y me ocupaba de muchas cosas
y no me alcanzaba el tiempo para ponerme a pensar en el misterio de
mis sueños. Y se me olvidó la cosa. Yo era muy parecido a ti. "Pero un día, meses más tarde, después
de una mañana de mucho trabajo me quedé dormido como una piedra en
la media tarde. Acababa de empezar a llover y me despertó una gotera.
Salté de la cama y trepé al techo para arreglarla antes de que se
hiciera un chorro. Me sentía tan bien y con tanta fuerza, que acabé
en un minuto y ni siquiera me mojé mucho. Pensé que el sueñito que
había echado me hizo bien. Cuando terminé, volví a la casa para comer
algo, y me di cuenta de que no podía tragar. Pensé que estaba enfermo.
Junté unas hojas y raíces, las machuqué y me hice un emplasto en la
garganta y fui a acostarme. Y otra vez, al llegar a mi cama, casi
se me caen los calzones. ¡Yo estaba allí en la cama dormido! Quise
sacudirme y despertarme, pero yo sabía que no era eso lo que uno debía
hacer. Así que salí corriendo de la casa, despavorido. Anduve sin
rumbo por el monte. No tenía ni la menor idea a dónde iba, y aunque
había vivido allí toda mi vida, me perdí. Andaba en la lluvia y ni
la sentía. Parecía coipo si no pudiera pensar. Entonces el rayo y
el trueno se hicieron tan fuertes que desperté otra vez". Hizo una pausa. ‑¿Quieres saber dónde desperté? ‑me
preguntó. ‑Claro ‑contestó don Juan. ‑Desperté en el monte, en la lluvia
‑dijo él. ‑¿Pero cómo supo usted que había
despertado? ‑pregunté. ‑Mi cuerpo lo supo ‑respondió. ‑Esa pregunta fue idiota ‑terció
don Juan‑. Tú mismo sabes que algo en el guerrero se da cuenta
siempre de cada cambio. La meta del camino del guerrero es precisamente
cultivar y mantener ese sentido de darse cuenta. El guerrero lo limpia,
lo pule y lo tiene siempre funcionando. Tenía razón. Hube de admitir hallarme al
tanto de ese algo que en mí registraba y conocía todas mis acciones.
No tenía nada que ver con la habitual conciencia de mí mismo. Era
otra cosa que yo no podía precisar. Les dije que tal vez don Genaro
pudiera describirlo mejor. ‑Tú lo haces muy bien ‑dijo
don Genaro‑. Es la voz de adentro que te dice qué es lo qué
es. Y aquella vez me dijo que yo había despertado por segunda vez.
Claro, apenas desperté quedé convencido de que había estado soñando.
Por lo visto este no había sido un sueño ordinario, pero tampoco
había sido propiamente soñar. Me conformé con otra explicación: me
dije que había andado dormido o medio despierto, supongo. No había
para mí ningún otro modo de entenderlo. Don Genaro dijo que su benefactor le explicó
que no era un sueño lo experimentado, y que tampoco debía insistir
en creerlo sonambulismo. ‑¿Qué cosa le dijo que era? ‑pregunté. Cambiaron miradas. ‑Me dijo que era el coco ‑repuso
don Genaro, adoptando el tono de un niño pequeño. Les aclaré que deseaba saber si el benefactor
de don Genaro explicaba las cosas del mismo modo que ellos. ‑Claro que sí ‑dijo don Juan. ‑Mi benefactor me explicó que el
sueño en el que uno se veía durmiendo ‑prosiguió don Genaro‑
era la hora del doble. Me aconsejó que, en vez de malgastar mi poder
en dudas y preguntas, usara esa oportunidad para actuar, y que estuviera
preparado para cuando llegara otra ocasión. "La siguiente me tocó en la casa de
mi benefactor. Yo lo estaba ayudando con el trabajo de casa. Me había
acostado a descansar y, como de costumbre, me dormí profundamente.
Su casa era definitivamente un sitio de poder para mí, y me ayudó.
Un gran ruido me sacudió de pronto y me despertó. La casa de mi benefactor
era grande. Era un hombre muy rico y mucha gente trabajaba para él.
El ruido parecía ser el de una pala cavando grava. Me senté a escuchar
y luego me levanté. El ruido me inquietaba mucho, pero yo no sabía
la causa. Pensaba si salir a ver cuando me di cuenta de que estaba
dormido en el piso. Esta vez sabía qué esperar y qué hacer, y seguí
el ruido. Caminé por toda la casa hasta llegar a la parte de atrás.
Allí no había nadie. El ruido parecía venir de más lejos. Yo lo fui
siguiendo. Mientras más lo seguía, más rápido podía moverme. Fui
a dar muy lejos y vi cosas increíbles." Explicó que en la época de esos eventos
se hallaba aún en las etapas iniciales de su aprendizaje y había incursionado
muy poco en "soñar", pero tenía una facilidad extraña para
soñar que se miraba a sí mismo. ‑¿A dónde fue usted a dar, don Genaro?
‑pregunté. ‑Esa era realmente la primera vez
que me movía al soñar ‑dijo‑. Pero ya sabía lo suficiente
para portarme correctamente. No fijé la vista directamente en nada
y fui a parar a una cañada muy honda donde mi benefactor tenía sus
plantas de poder. ‑¿Cree usted que es mejor si uno
casi no sabe nada de soñar? ‑pregunté. ‑¡No! ‑intervino don Juan‑.
Cada uno de nosotros tiene facilidad para algo en particular. La
facilidad de Genaro es para soñar. ‑¿Qué vio usted en las cañada, don
Genaro? ‑pregunté. ‑Vi a mi benefactor haciendo maniobras
peligrosas con unas gentes. Pensé que yo estaba allí para ayudarlo
y me escondí detrás de unos árboles. Pero así como yo andaba en ese
entonces no habría podido ayudar a nadie. De todos modos, yo no era
tonto, y me di cuenta de que la escena esa era para mirarla de lejos
y no para actuar en ella. -¿Cuándo y cómo y dónde despertó usted? ‑No sé cuándo desperté. Han de haber
pasado horas enteras. Lo único que sé es que seguí a mi benefactor
y los otros hombres, y cuando iban llegando a la casa de mi benefactor
el ruido que hacían, porque andaban peleándose casi a puños, me despertó.
Estaba en el sitio donde me vi dormido. "Al despertar, me di cuenta de que
todo eso que había visto y hecho no era un sueño. En verdad me había
ido bastante lejos, guiado por el sonido." ‑¿Estaba su benefactor al tanto de
lo que usted hacía? ‑Seguro. Él fue el que estuvo haciendo
ruido con la pala para ayudarme a cumplir mi tarea. Cuando entró en
la casa me regañó de mentira por haberme dormido y por eso supe que
me había visto. Después, cuando se fueron sus amigos, me dijo que
había notado mi brillo oculto entre los árboles. Don Genaro dijo que esos tres casos lo
pusieron en el camino de "soñar", y que tardó quince años
en recibir la oportunidad siguiente. ‑La cuarta vez fue una visión más
rara y más completa ‑dijo‑. Me hallé dormido enmedio
de un sembrado. Me vi echado de costado, profundamente dormido. Supe
de inmediato que eso era soñar, porque me había propuesto hacerlo
cada noche que me iba a dormir. Por lo general, todas las veces que
yo me había visto a mí mismo dormido, estaba en el sitio donde me
había echado a dormir. Esta vez no estaba en mi cama, y sabia que
me había acostado en mi cama esa noche. En este soñar era de día.
Así que me puse a explorar. Me alejé del sitio donde estaba yo echado
y me orienté. Supe dónde me encontraba. Andaba en realidad no muy
lejos de mi casa, capaz a unos tres kilómetros. Caminé por allí, mirando
cada detalle del sitio. Me paré a la sombra de un gran árbol, a poca
distancia; con la vista, crucé una franja de llano y miré una milpa
en la ladera del cerro. En ese momento noté algo muy raro: los detalles
del paisaje no cambiaban ni desaparecían por más que les clavara la
vista. Me asusté y volví corriendo al sitio donde dormía. Yo seguía
allí, exactamente como había estado antes. Empecé a observarme. Sentía
una horrible indiferencia hacia ‑el cuerpo que miraba. "Entonces oí el sonido de risas de
gente que se acercaba. La gente siempre me anda encima. Subí corriendo
una lomita y observé cuidadosamente desde allí. Diez personas venían
al campo donde yo estaba. Todos eran muchachos jóvenes. Corrí al
sitio donde estaba dormido y pasé los momentos más angustiosos de
mi vida, mirándome allí tirado, roncando como cerdo. Sabía que tenía
que despertarme, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Sabía también
que era cosa de muerte despertarme yo mismo. Pero si aquellos muchachos
me encontraban allí, se iba a armar un gran pleito. Todas esas deliberaciones
que pasaban por mi mente no eran en realidad pensamientos. Más bien
eran escenas frente a mis ojos. Mi preocupación, por ejemplo, era
una escena en la cual yo me miraba a mí mismo mientras tenía la sensación
de estar encajonado. Llamo a eso preocuparse. Me ha pasado eso muchas
veces desde aquella primera vez. "Bueno, como no sabía qué hacer me
quedé mirándome a mí mismo, dormido, esperando lo peor. Un montón
de imágenes fugaces pasaron frente a mis ojos. Me agarré a una en
particular, la imagen de mi casa y mi cama. La imagen se hizo muy
clara. ¡Caramba, cómo quería yo estar de vuelta en mi cama! Algo
me dio un sacudón entonces; sentí como si alguien me golpeara y desperté.
¡Estaba en mi cama! Por lo visto esto había sido soñar. Me levanté
de un salto y corrí al sitio de mi soñar. Era tal como lo había visto.
Los muchachos estaban allí trabajando. Los observé por un largo rato.
Eran los mismos que había visto antes. "Regresé al mismo lugar al fin del
día, cuando ya todos se habían ido, y me paré en el sitio exacto donde
me vi dormido. Alguien se había echado allí. Las yerbas estaban aplastadas." Don Juan y don Genaro me observaban. Parecían
dos extraños animales. Sentí un escalofrío en la espalda. Estaba
a punto de entregarme al muy racional miedo de que no eran en realidad
hombres como yo, pero don Genaro echó a reír. ‑En aquellos días ‑dijo‑
yo era igual que tú, Carlitos. Quería confirmarlo todo. Era tan desconfiado
como tú. Hizo una pausa, alzó el dedo y lo sacudió
en mi dirección. Luego encaró a don Juan. ‑¿A poco no eras tú tan desconfiado
como este sujeto? ‑preguntó. ‑Ni modo ‑dijo don Juan‑.
Éste es el campeón. Don Genaro se volvió hacia mí e hizo un
gesto de disculpa. ‑Creo que me equivocaba ‑dijo‑.
Yo tampoco era tan desconfiado como tú. Rieron suavemente, como si no quisieran
hacer ruido. El cuerpo de don Juan se convulsionaba de risa contenida. ‑Éste es un sitio de poder para ti
‑dijo don Genaro en un susurro‑. Te has roto los dedos
escribiendo ahí donde estás sentado. ¿Has hecho alguna vez la prueba
de echarte a soñar a toda máquina aquí? -No, nunca lo ha hecho -dijo don Juan en
voz baja‑. Aquí él nomás ha escrito a toda máquina. Se doblaron de risa. Parecía que no quisieran
reír abiertamente. Sus cuerpos se sacudían. La risa suave era como
un cacareo rítmico. Don Genaro enderezó la espalda y se deslizó
sentado acercándose a mí. Me dio repetidas palmadas en el hombro,
llamándome bribón, luego, con gran fuerza, jaló hacia sí mi brazo
izquierdo. Perdí el equilibrio y caí de bruces. Casi me golpeo la
cabeza en el piso. Automáticamente adelanté el brazo derecho y amortigüé
la caída. Uno de ellos presionó mi cuello para impedir que me levantara.
No supe a ciencia cierta quién. La mano que me detenía parecía la
de don Genaro. Tuve un momento de pánico devastador Sentía desmayarme;
quizá me desmayé. La presión en mi estómago era tan intensa que vomité.
Mi siguiente percepción clara fue la de que alguien me ayudaba a
enderezarme. Don Genaro estaba en cuclillas frente a mí. Volví la
cara en busca de don Juan. No se veía en ninguna parte. Don Genaro
lucía una sonrisa resplandeciente. Sus ojos brillaban. Miraban fijamente
los míos. Le pregunté qué me había hecho y respondió que yo estaba
en pedazos. Su tono era de reproche, y parecía molesto o insatisfecho
conmigo. Repitió varias veces que me hallaba hecho pedazos y tenía
que juntarme de nuevo. Trataba de asumir un tono severo, pero rió
a mitad de su arenga. Me decía cuán terrible era verme desparramado
por todo el suelo, y que él necesitaría una escoba para reunir mis
pedazos. Añadió que tal vez los trozos iban a quedar fuera de lugar
y yo terminaría con el dedo gordo del pie en lugar del pene. La risa
le ganó en ese punto. Quise reír también y experimenté una sensación
insólita. ¡Mi cuerpo se deshizo! Fue como si yo hubiera sido un juguete
mecánico que se desarmara así como así. No tenía sensaciones físicas,
ni tampoco miedo o cuidado. Desmoronarme era una escena que yo presenciaba
desde la perspectiva del perceptor, y sin embargo no percibía nada
desde un punto sensorial de referencia. La siguiente cosa de que me apercibí fue
que don Genaro manipulaba mi cuerpo. Tuve entonces una sensación física,
una vibración tan intensa que me hizo perder de vista todo cuanto
me rodeaba. Una vez más sentí que alguien me ayudaba
a enderezarme. Vi de nuevo a don Genaro acuclillado frente a mí.
Me empujó de los sobacos y me ayudó a caminar. Yo no podía determinar
dónde estaba. Tenía la sensación de estar en un sueño, pero asimismo
tenía un sentido completo de secuencia temporal. Me hallaba agudamente
consciente de que acababa de estar con don Genaro y don Juan en la
ramada de la casa del segundo. Don Genaro caminaba conmigo; me apoyaba
sosteniendo mi sobaco izquierdo. El paisaje que yo contemplaba cambiaba
de continuo. Yo no podía, sin embargo, determinar la naturaleza de
lo que observaba. Lo que había frente¡ a mis ojos era más bien un
sentimiento o un estado de ánimo, y el centro de donde irradiaban
todos esos cambios estaba definitivamente en mi estómago. Establecí
esa relación no como una idea o un darme cuenta, sino como una sensación
corpórea que de pronto se hizo fija y predominante. Las fluctuaciones
en torno mío salían de mi estómago. Yo creaba un mundo, una corriente
interminable de sentimientos e imágenes. Todo cuanto conocía estaba
allí. Eso mismo era una sensación, no un pensamiento ni una evaluación
consciente. Traté de llevar la cuenta durante un momento,
a causa de mi hábito casi invencible de evaluarlo todo, pero en determinado
instante mis procesos de contaduría cesaron y un algo sin nombre
me envolvió, sentimientos e imágenes de todo tipo. En cierto punto, algo en mí inició de nuevo
la tabulación y noté que una imagen se repetía constantemente: don
Juan y don Genaro que trataban de alcanzarme. La imagen era fugaz;
pasaba rápida frente a mí. Era algo comparable a verlos desde la ventana
de un vehículo en marcha veloz. Parecían tratar de agarrarme a la
pasada. A fuerza de recurrir, la imagen se hizo más clara y perdurable.
En algún momento tuve conciencia de estarla aislando deliberadamente
de toda una miríada de imágenes. Pasaba las otras por alto para llegar
a esa escena particular. Finalmente pude sostenerla pensando en ella.
Una vez que empecé a pensar, mis procesos ordinarios tomaron las riendas.
No eran tan definidos como en mis actividades ordinarias, pero sí
lo bastante claros para saber que había aislado la escena o sentimiento
de que don Juan y don Genaro estaban en la ramada de la casa del segundo
y me detenían por los sobacos. Quise seguir huyendo a través de otras
imágenes y sensaciones, pero ellos no me dejaron. Me debatí un instante.
Me sentía ágil y contento. Sabía que ambos me caían muy bien, y también
que no les tenía miedo. Quería bromear con ellos; no sabía cómo, y
reía y les daba palmadas en los hombros. Tuve otra peculiar toma de
conciencia, la certidumbre de que estaba "soñando". Cuando
enfocaba los ojos en alguna cosa, inmediatamente se deshacía. Don Juan y don Genaro me hablaban. Yo no
podía seguir el hilo de sus palabras ni distinguir quién de ellos
las decía. Entonces don Juan dio vuelta a mi cuerpo y señaló un bulto
en el piso. Don Genaro me acercó al objeto y me hizo circundarlo.
Era un hombre y yacía bocabajo, el rostro vuelto a la derecha. Al
hablarme, señalaban al hombre. Me jalaban y me torean en torno a él.
Yo no podía enfocarlo con los ojos, pero finalmente tuve una sensación
de quietud y sobriedad y miré al hombre. Desperté con lentitud en
la conciencia de que el hombre tirado en el suelo era yo. El reconocimiento
no produjo terror ni sufrimiento. Simplemente lo acepté sin emoción.
En ese instante no me hallaba totalmente dormido, pero tampoco totalmente
despierto y sereno. También empecé a sentir más a don Juan y don Genaro,
y podía distinguirlos cuando me hablaban. Don Juan dijo que íbamos
a ir al sitio redondo de poder en el chaparral. Apenas pronunció las
palabras, la imagen del sitio brotó en mi mente. Vi las masas oscuras
de los arbustos en torno. Me volví a la derecha; don Juan y don Genaro
estaban también allí. Experimenté una sacudida y la sensación de tenerles
miedo. Acaso porque parecían dos sombras amenazantes. Se acercaron.
Al mirar sus facciones, mis temores desaparecieron. Mi efecto retornó. Era como si me hallase
borracho y no tuviera asidero firme en ninguna parte. Me agarraron
por los hombros y me sacudieron al unísono. Me ordenaban despertar.
Yo oía sus voces clara y separadamente. Tuve entonces un momento
único. Mi mente contenía dos imágenes, dos sueños. Sentí que algo
de mi ser estaba profundamente dormido y empezaba a despertar y me
hallé en el piso de la ramada, con don Juan y don Genaro que me sacudían.
Pero también me encontraba en el sitio de poder y don Juan y don Genaro
seguían sacudiéndome. Durante un instante crucial, no estuve en un
lugar ni en el otro, sino más bien en ambos, como un observador que
ve dos escenas al mismo tiempo. Tuve la increíble sensación de que
en dicho instante habría podido tomar cualquier derrotero. Todo cuanto
tenía que hacer en ese momento era cambiar de perspectiva y, más que
observar cualquiera de ambas escenas desde el exterior, sentirla desde
el punto de vista del sujeto. Había algo muy cálido en la casa de don
Juan. De modo que preferí esa escena. Tuve entonces un ataque aterrador, tan
brusco que recobré de golpe toda mi conciencia ordinaria. Don Juan
y don Genaro me vertían encima baldes de agua. Estábamos en la ramada
de la casa de don Juan. Horas más tarde, tomamos asiento en la
cocina. Don Juan insistía en que yo procediera como si nada hubiese
ocurrido. Me dio comida y dijo que debía comer mucho para compensar
mi gasto de energía. Pasaban de las nueve de la noche cuando
miré mi reloj después de que nos sentamos a comer. Mi experiencia
había durado varias horas. Sin embargo, desde mi perspectiva de recuerdo,
parecía que sólo me había dormido un corto rato. Aunque ya era totalmente el de siempre,
seguía atontado. No recobré mi conciencia habitual hasta que empecé
a escribir en mi cuaderno. Me sorprendió que el tomar notas pudiera
producir sobriedad instantánea. Apenas me recobré, un torrente de
pensamientos razonables se desató en mi mente; me proponía explicar
el fenómeno que había experimentado. "Supe" en el acto que
don Genaro me había hipnotizado en el momento en que me detuvo contra
el piso, pero no intenté figurarme cómo lo había hecho. Ambos rieron histéricamente cuando expresé
mis ideas. Don Genaro examinó mi lápiz y dijo que ésa era la llave
que me daba cuerda. Me puse belicoso. Estaba cansado e irritable.
Me descubrí prácticamente gritándoles, mientras sus cuerpos se sacudían
de risa. Don Juan dijo que estaba bien el caerse
al dar un salto, pero que no estaba bien el saltar de cara contra
la pared, y que don Genaro había venido exclusivamente para ayudarme
y enseñarme el misterio del Soñador y el soñado. Mi irritabilidad culminó. Don Juan hizo
a don Genaro una seña con la cabeza. Ambos se levantaron y me llevaron
a un lado de la casa. Allí don Genaro demostró su gran repertorio
de gruñidos y gritos animales. Me sugirió que eligiera el rebuzno
de un burro y luego me enseñó a reproducirlo. Tras horas de práctica, llegué al punto
de poderlo imitar bastante bien. El resultado final fue que ellos
habían disfrutado mis torpes intentos y reído hasta lloras, y yo había
liberado mi tensión reproduciendo ese clamor. Les dije que había algo
aterrador en mi imitación. El relajamiento de mi cuerpo era incomparable.
Don Juan dijo que, si perfeccionaba yo el rebuzno, podía convertirlo
en cosa de poder, o simplemente usarlo para aliviar mi tensión cuando
fuera necesario. Me sugirió dormir. Pero yo temía dormirme. Me senté
con ellos un largo rato, ante el fuego de la cocina, y después, sin
querer, caí en un hondo sueño. Desperté al amanecer. Don Genaro dormía
junto a la puerta. Pareció despertar al mismo tiempo que yo. Me habían
tapado y pusieron mi chaqueta doblada a modo de almohada. Me sentía
muy tranquilo y descansado. Le comenté a don Genaro que había estado
exhausto la noche anterior. Dijo que él también. Susurró, como si
me hiciera una confidencia, que don Juan estaba todavía más cansado
por ser más viejo. ‑Tú y yo somos jóvenes ‑dijo
con un brillo en los ojos‑. Pero él ya está muy viejo. Ya debe
andar por los trescientos. Me senté apresuradamente. Don Genaro se
tapó la cara con su cobija y soltó una carcajada. Don Juan entró en
ese momento. Tuve un sentimiento de plenitud y paz.
Por una vez, nada importaba realmente. Estaba tan a gusto que quería
llorar. Don Juan dijo que la noche anterior yo
había empezado a tener presente mi luminosidad. Me advirtió no entregarme
a la sensación de bienestar que atravesaba, porque se convertiría
en complacencia. ‑En este momento ‑dije‑,
no quiero explicar nada. No importa lo que don Genaro me haya hecho
anoche. ‑Yo no te hice nada ‑repuso
don Genaro‑. Mira, soy yo, Genaro. ¡Tu Genaro! ¡Tócame! Abracé a don Genaro y ambos reímos como
niños. Preguntó si me parecía extraño poder abrazarlo
entonces, cuando la última vez que nos vimos allí me resultó imposible
tocarlo. Le aseguré que esas cuestiones ya no tenían pertinencia
para mí. El comentario de don Juan fue que yo me
estaba entregando a ser tolerante y bueno. ‑¡Cuidado! ‑dijo‑. Un
guerrero jamás baja la guardia. Si sigues así de feliz, vas a agotar
el poco poder que te queda. ‑¿Qué debo hacer? ‑pregunté. ‑Ponte de nuevo como eres ‑dijo‑.
Duda de todo. Desconfía. ‑Pero no me gusta ser así, don Juan. ‑No es cosa de que te guste o no.
Lo importante es ¿qué puedes usar ahora a manera de escudo? Un guerrero
debe usar todo lo que está a su alcance para cerrar su abertura mortal
una vez que ésta se abre. Por eso no importa que en realidad no te
guste ser desconfiado o hacer preguntas. Eso es ahora tu único escudo. "Escribe, escribe. O te mueres. Morir
de contento es muerte de imbécil." ‑¿Cómo debe entonces morir un guerrero?
‑preguntó don Genaro exactamente en mi tono de voz. ‑Un guerrero muere a la mala ‑dijo
don Juan-. Su muerte debe luchar para llevárselo. El guerrero no
se entrega ni aún a la muerte. Don Genaro abrió desmesuradamente los ojos
y luego parpadeó. ‑Lo que Genaro te enseñó ayer es
de suma importancia ‑prosiguió don Juan‑. No te lo puedes
sacudir haciéndote el piadoso. Ayer me dijiste que la idea del doble
te volvía loco. Pero mírate ahora. Ya no te importa. Eso es lo malo
de la gente que se vuelve loca; se vuelve loca para uno y otro lado.
Ayer eras todo preguntas, hoy eres todo resignación. Señalé que él siempre encontraba una falta
en lo que yo hacía, sin importar cómo lo hiciera. ‑¡Eso no es verdad! -exclamó‑.
No hay falla en el camino del guerrero. Síguelo y nadie podrá criticar
tus actos. Toma como ejemplo lo que pasó ayer, el camino del guerrero
habría sido, primero, hacer preguntas sin miedo y sin sospechas,
y luego dejar que Genaro te enseñara el misterio del soñador, sin
oponerle resistencia y sin agotarte. Hoy, el camino del guerrero
sería juntar lo que aprendiste, sin presumir nada y sin hacerte el
piadoso. Hazlo así y nadie podrá encontrar fallas en lo que haces. Pensé, por el tono, que don Juan estaba
muy disgustado con mis errores. Pero me sonrió y luego soltó una
risita que parecía motivada por sus propias palabras. Le dije que simplemente me estaba conteniendo,
pues no deseaba agobiarlos con mis inquisiciones. A mí me abrumaba
en verdad lo que don Genaro había hecho. Yo estuve convencido ‑aunque
eso ya no importaba‑ de que don Genaro esperó entre las matas
que don Juan lo llamase. Más tarde, aprovechó mi susto para atontarme.
Tenido a la fuerza en el suelo, debo haberme desmayado, y entonces
don Genaro me hipnotizó. Don Juan arguyó que yo era demasiado fuerte
para que me dominaran con tal facilidad. -¿Qué ocurrió entonces? ‑le pregunté. ‑Genaro vino a verte para decirte
una cosa muy exclusiva ‑dijo‑. Cuando salió de las matas,
era Genaro el doble. Hay otro modo de hablar de todo esto que lo
explicaría mejor, pero no puedo usarlo ahora. ‑¿Por qué no, don Juan? ‑Porque todavía no estás listo para
hablar de la totalidad de uno mismo. Por lo pronto, sólo puedo decirte
que este Genaro que está aquí no es el doble. Señaló a don Genaro con un movimiento de
cabeza. Don Genaro parpadeó repetidas veces. ‑El Genaro de anoche era el doble.
Y cono ya te lo he dicho, el doble tiene un poder inconcebible. Te
enseñó un asunto de lo más importante. Para hacerlo, tenía que tocarte.
El doble simplemente te tocó en el pescuezo, en el mismo sitio que
el aliado te pisó hace años. Naturalmente, te apagaste como vela.
Y, naturalmente también, te entregaste como hijo de puta. Nos costó
horas acorralarte de nuevo. Así disipaste tu poder y, cuando te tocó
la hora de cumplir una hazaña de guerrero, te faltó el jugo. ‑¿Cuál era esa hazaña de guerrero,
don Juan? ‑Ya dije que Genaro sólo vino a enseñarte
una cosa: el misterio de los seres luminosos soñadores. Tú querías
saber del doble. Empieza en los sueños. Pero luego preguntaste. "¿Qué
es el doble?" Y yo te dije que el doble es uno mismo. Uno mismo
sueña el doble. Eso debería ser sencillo, pero no tenemos nada de
sencillos. Quizá los sueños comunes que uno tiene sean sencillos,
pero eso no significa que uno sea sencillo. Una vez que uno aprende
a soñar el doble, se llega a esta encrucijada extraña, y en un momento
dado uno se da cuenta de que el doble es quien lo sueña a uno mismo. Yo había anotado todas sus palabras. También
les había prestado atención, pero no las comprendía. Don Juan repitió sus aseveraciones. ‑La lección de anoche, como te dije,
trataba del soñador y el soñado, o quién sueña a quién. ‑Perdone usted ‑dije. Ambos echaron a reír. -Anoche ‑prosiguió don Juan‑
casi, casi escoges despertar en el sitio de poder. ‑¿Qué quiere usted decir, don Juan? -Ésa habría sido la hazaña. Si no te hubieras
entregado a tus hábitos de imbécil, habrías tenido poder suficiente
para inclinar la balanza y, sin duda alguna, eso te habría matado
de miedo. Por fortuna o por desgracia, como sea el caso, no tuviste
poder suficiente. De hecho, malgastaste tu poder en confusiones hasta
el punto que casi no te quedó lo bastante para salvar tu vida. "Así pues, como puedes entender muy
bien, entregarte a tus caprichitos no es sólo estúpido y un desperdicio
total, sino que también es perjudicial. Un guerrero que se agota no
puede vivir. El cuerpo no es cosa indestructible. Habrías podido enfermarte
de gravedad. No sucedió así, simplemente porque Genaro y yo desviamos
parte de tu imbecilidad." El pleno impacto de sus palabras empezaba
a hacerse sentir en mí. ‑Anoche, Genaro te guió por los laberintos
del doble ‑prosiguió don Juan‑. Sólo él es capaz de hacer
eso por ti. Y no fue visión ni alucinación cuando te viste tirado
en el piso. Podrías haberte dado cuenta de ello con infinita claridad
si no te hubieras perdido en tu vicio de hacerte el niñito, y podrías
haber sabido entonces que tú mismo eres un sueño, que tu doble te
está soñando, de la misma manera en que tú lo soñaste anoche. ‑¿Pero cómo puede ser eso posible,
don Juan? ‑Nadie sabe cómo sucede. Sólo sabemos
que sí sucede. Ése es nuestro misterio como seres luminosos. Anoche
tenías dos sueños y pudiste despertar en cualquiera, pero tú no tenías
ni siquiera suficiente poder para entender eso. Me miraron fijamente unos momentos. ‑Yo creo que sí entiende ‑dijo
don Genaro. EL SECRETO DE LOS SERES LUMINOSOS
Don Genaro me deleitó durante horas con
algunas instrucciones absurdas para manejar mi mundo cotidiano. Don
Juan dijo que yo debía tener mucho cuidado y seriedad con las recomendaciones
de don Genaro, pues aunque eran chistosas no eran un chiste. A eso del mediodía, don Genaro se puso
en pie y sin decir palabra se metió al matorral. Yo iba también a
levantarme, pero don Juan me retuvo gentilmente y, en tono solemne,
anunció que don Genaro iba a hacer otra prueba conmigo. ‑¿Qué se trae? ‑pregunté‑.
¿Qué me va a hacer? Don Juan me aseguró que no necesitaba preocuparme. ‑Te acercas a una encrucijada ‑dijo‑.
Cierta encrucijada a la que todo guerrero llega. Tuve la idea de que hablaba de mi muerte.
Pareció anticipar mi pregunta y me hizo seña de callar. ‑No vamos a discutir este asunto
‑dijo‑. Basta decir que la encrucijada a la cual me refiero
es la explicación de los brujos. Genaro cree que ya estás listo para
recibirla. ‑¿Cuándo me la va usted a dar? ‑No sé cuándo. Tú eres el que la
va a recibir; por lo tanto, depende de ti. Tú decidirás cuándo. ‑¿Qué tal ahora mismo? ‑Decidir no significa escoger un
momento arbitrario ‑dijo‑. Decidir significa que has
puesto tu espíritu en orden impecable, y que has hecho todo lo posible
por ser digno del conocimiento y el poder. "Pero hoy debes resolverle a Genaro
una adivinanza que te va a altar Se nos ha adelantado y nos va a
esperar por ahí en el matorral. Nadie sabe el sitio donde estará,
ni la hora específica de ir a verlo. Si eres capaz de determinar la
hora correcta para salir de la casa, también podrás llegar al sitio
donde está." Dije a don Juan que no imaginaba a nadie
capaz de resolver tal acertijo. ‑¿Cómo puede el hecho de salir de
la casa a fina hora especifica, guiarme a donde está don Genaro? ‑pregunté. Don Juan sonrió y se puso a tararear una
melodía. Parecía disfrutar mi agitación. ‑Ése es et problema que Genaro te
ha puesto ‑dijo‑. Si tienes bastante poder personal, decidirás
con certeza absoluta la hora justa para salir de la casa. Cómo te
guiará el salir a la hora precisa es algo que nadie sabe. Y sin embargo,
si tienes poder suficiente, tú mismo atestiguarás que, es así. ‑¿Pero cómo voy a ser guiado, don
Juan? ‑Nadie sabe eso tampoco. ‑Yo creo que don Genaro me está tomando
el pelo. ‑Entonces ten cuidado ‑dijo‑.
Si Genaro te toma el pelo, lo más probable es que te lo arranque. Don Juan rió de su propio chiste. No pude
secundarlo. Mi temor al peligro inherente en las manipulaciones
de don Genaro era demasiado real. ‑¿Puede usted darme alguna pista?
‑pregunté. ‑¡No hay pistas! ‑dijo, cortante. ‑¿Por qué quiere hacer esto don Genaro? ‑Quiere probarte ‑repuso‑.
Digamos que le importa mucho saber si ya estás listo para recibir
la explicación de los brujos. Si resuelves la adivinanza, querrá
decir que has juntado suficiente poder personal y estás listo. Pero
si lo echas a perder, será porque no tienes poder suficiente, y en
ese caso la explicación de los brujos no tendría sentido para ti.
Yo pienso que deberíamos darte la explicación sin cuidarnos de que
la entiendas o no; ésa es mi idea. Genaro es un guerrero más conservador;
quiere las cosas en el orden debido y no cederá hasta pensar que estás
listo. ‑¿Por qué usted no me habla por su
cuenta de la explicación de los brujos? ‑Porque Genaro debe ser quien te
ayude. ‑¿Por qué es así, don Juan? ‑Genaro no quiere que te diga por
qué ‑dijo-. Todavía no. ‑¿Me perjudicaría conocer la explicación
de los brujos? ‑pregunté. ‑Yo creo que no. ‑Entonces, don Juan, dígamela, por
favor. ‑¡No le hagas! Genaro tiene ideas
precisas sobre este asunto, y debemos observarlas y respetarlas. Hizo un gesto imperativo para callarme. Tras una pausa larga y desesperante, aventuré
una pregunta: ‑¿Pero cómo puedo resolver esta adivinanza,
don Juan? ‑De veras no lo sé, por eso no puedo
aconsejarte ‑dijo‑. Genaro es muy eficaz. Planeó la adivinanza
nada más para ti. Puesto que lo está haciendo para beneficiarte, él
está entonado sólo contigo; por lo tanto, sólo tú puedes escoger la
hora justa para salir de la casa. Él mismo te llamará y te guiará
por me dio de su llamada. ‑¿Cómo será su llamada? ‑Eso yo no lo sé. Su llamada es para
ti, no para mí. Te topará directamente en tu voluntad. En otras palabras, debes usar tu voluntad
para saber cuál es su llamada. "Genaro siente la necesidad de asegurarse
de que el poder personal que has juntado hasta hoy en día es lo suficiente
para convertir tu voluntad en una unidad que funcione." "Voluntad" era otro concepto
que don Juan había delineado con gran cuidado, pero sin aclararlo.
Yo había entendido a través de sus explicaciones que la "voluntad"
era una fuerza emanada de la región umbilical a través de una abertura
invisible debajo del ombligo, abertura a la cual llamaba "boquete".
Se alegaba que sólo los brujos cultivaban la "voluntad".
Les llegaba envuelta en el misterio y les daba la capacidad de realizar
prodigios extraordinarios. Comenté a don Juan que no había posibilidad
de que algo tan vago pudiera ser una unidad funcional en mi vida. ‑Allí es donde te equivocas ‑dijo‑.
La voluntad se desarrolla en un guerrero pese a toda la oposición
de la razón. ‑¿No puede acaso don Genaro, siendo
brujo, saber, sin ponerme a prueba, si estoy listo o no? ‑pregunté. ‑Por supuesto que puede ‑dijo‑.
Pero ese conocimiento no te será de valor ni consecuencia alguna,
porque nada tiene que ver contigo. Tú, y no Genaro, eres el que está
aprendiendo; y por lo tanto, tú mismo debes reclamar el conocimiento
como poder. A Genaro no le interesa un comino saber que él sabe, pero
sí le interesa saber que tú sabes. Tú debes descubrir si tu voluntad
trabaja o no. Éste es un asunto muy difícil de aclarar. Pese a lo
que Genaro o yo sepamos de ti, tú debes comprobar por ti mismo que
estás en la posición de reclamar el conocimiento como poder. En otras
palabras, tú mismo debes convencerte de que puedes ejercer tu voluntad. Si no estás convencido, hoy te convencerás.
Pero si no puedes llevar a cabo esta tarea, Genaro sabrá que a pesar
de todo lo que él ve en ti, tú no estás listo todavía. Experimenté una aprensión abrumadora. ‑¿Es necesario todo esto? ‑pregunté. ‑Esto es lo que Genaro pide, y esto
es lo que se debe obedecer ‑dijo en tono firme pero amistoso. ‑¿Pero qué tiene don Genaro que ver
conmigo? ‑Puede que a lo mejor hoy lo sepas
‑dijo sonriendo. Imploré a don Juan sacarme de esa situación
intolerable y explicar toda la misteriosa conversación. Riendo, me
dio palmadas en el pecho e hizo un chiste sobre un levantador de
pesas mexicano que tenía enormes músculos pectorales pero no podía
hacer trabajos físicos pesados porque tenía la espalda débil. ‑Cuida esos músculos ‑dijo‑.
No deben ser nada más para lucir. ‑Mis músculos no tienen nada que
ver con lo que estaba usted diciendo ‑respondí, belicoso. ‑Cómo no ‑dijo‑. El cuerpo
tiene que estar perfecto antes de que la voluntad funcione como una
unidad. Don Juan había desviado
una vez más la dirección de mis averiguaciones. Me sentí inquieto
y frustrado. Me levanté y fui a la cocina a beber agua.
Don Juan me siguió y sugirió que practicase el rebuzno que don Genaro
me había enseñado. Fuimos a un lado de la casa; me senté en una pila
de leña y me di a reproducirlo. Don Juan hizo algunas correcciones
y me dio instrucciones sobre mi respiración: el resultado fue una
relajación física completa. Regresamos a la ramada y tomamos asiento
nuevamente. Le dije que a veces me irritaba conmigo mismo por ser
tan indefenso. ‑No hay nada malo en sentirse indefenso
‑dijo‑. Todos nosotros nos sentimos así. Acuérdate que
hemos pasado una eternidad como niños indefensos. Como ya te lo he
dicho, en estos momentos eres como un niño que no puede salirse solo
de la cuna, y mucho menos actuar por su cuenta. Genaro te saca de
tu cuna, pues digamos, levantándote de los sobacos. Un niño quiere
actuar y, como no puede, se queja. No hay nada malo en eso; pero darse
por entero a lamentos y protestas es otro asunto. Me exigió conservar la calma; sugirió que
le hiciera preguntas un rato, mientras pasaba a un mejor estado
mental. Durante un momento perdí el hilo y no supe
qué preguntar. Don Juan desenrolló un petate y me indicó
sentarme en él. Luego llenó de agua un guaje grande y lo puso en
una red portadora. Parecía prepararse para un viaje. Volvió a sentarse
y, con un movimiento de cejas, me instó a iniciar el interrogatorio. Le pedí que me hablara más de la polilla. Me escudriñó con una larga mirada y chasqueó
la lengua. ‑Eso era un aliado ‑dijo‑.
Tú lo sabes. ‑¿Pero qué es en realidad un aliado,
don Juan? ‑No hay manera de saber lo que es
exactamente un aliado, así como no hay tampoco manera de saber lo
que es exactamente un árbol. ‑Un árbol es un organismo viviente
‑dije. ‑Eso no me dice mucho ‑respondió‑.
Yo también puedo decir que un aliado es una fuerza, una tensión.
Eso ya te lo he dicho, pero eso no dice mucho sobre un aliado. "Igual que en el caso de un árbol,
el único modo de saber lo que es un aliado es experimentándolo. Por
años enteros he luchado por prepararte para el interesantísimo encuentro
con un aliado. A lo mejor no te has dado ni cuenta, pero te demoraste
años preparándote para presentarte con el árbol. Presentarte con
el aliado no es distinto. Un maestro debe familiarizar a su discípulo
poco a poco con el aliado, pedazo por pedazo. En el curso de los
años, has guardado una gran cantidad de conocimiento al respecto
y ahora eres capaz de armar todo ese conocimiento para vivir al aliado
del mismo modo en que vives al árbol." ‑No tengo idea de estar haciendo
eso, don Juan. ‑Tu razón no se da cuenta, porque
para empezar no acepta la posibilidad del aliado. Por fortuna, no
es la razón lo que arma al aliado. Es el cuerpo. Tú has percibido
al aliado en muchos estados y en muchas ocasiones. Cada una de esas
percepciones fue guardada en tu cuerpo. La suma de todos esos pedazos
es el aliado. Yo no conozco otra manera de describirlo. Dije no concebir que mi cuerpo actuara
por sí solo, como una entidad separada de la razón. ‑No hay separación, pero hemos hecho
una ‑dijo‑. Nuestra razón es mezquina y siempre anda
luchando al cuerpo. Esto, desde luego, es sólo un decir, pero el
triunfo de un hombre de conocimiento es que ha rejuntado a los dos.
Como tú no eres hombre de conocimiento, tu cuerpo hace ahora cosas
que tu razón no puede comprender. El aliado es una de esas cosas.
No estabas loco, ni tampoco soñabas cuando percibiste al aliado aquella
noche, aquí mismo. Le pedí que me explicara más acerca de
la pava rosa idea, que él y don Genaro me implantaron, de que el aliado
era una entidad que me estaba esperando al filo de un pequeño valle
encajonado en las montañas del norte de México. Me hablan dicho que
tarde o temprano yo tenía que cumplir esa cita con el aliado y luchar
con él. ‑esas son maneras de hablar de misterios
para los cuales no hay palabras ‑dijo don Juan‑. Genaro
y yo dijimos que al borde de esa planicie te esperaba el aliado. Eso
era cierto, pero no tiene el sentido que tú quieres darle. El aliado
te espera, seguro, pero no al borde de ninguna planicie. Está aquí
mismo, o allí, o en cualquier otro sitio. El aliado te espera, igual
que la muerte te espera, en todas partes y en ninguna en particular. ‑¿Por qué me espera el aliado a mí? -Por la misma razón que la muerte te espera
‑dijo‑, porque naciste. No hay posibilidad de explicar
en este momento lo que eso significa. Primero debes vivir al aliado.
Debes percibirlo en toda su fuerza, y acaso entonces la explicación
de los brujos pueda darte luz. Por ahora has tenido poder suficiente
para aclarar por lo menos un punto: que el aliado es una polilla. "Hace unos años, tú y yo fuimos a
las montañas y tú te encontraste con algo. Yo no tenía manera de aclararte
lo que estaba ocurriendo: viste una sombra extraña volando de un lado
a otro frente al fuego. Tú mismo dijiste que parecía una polilla;
y aunque ni sabias lo que estabas diciendo, estabas absolutamente
en lo cierto: la sombra era una polilla. Luego, en otra ocasión, y
de nuevo frente a un fuego, algo casi te mata del susto después de
que te dormiste frente a una hoguera. Te había advertido que no te
durmieras, pero no me hiciste caso; eso te dejó a merced del aliado
y la polilla te pisó la nuca. Por qué sobreviviste será siempre un
misterio para mí. Tú lo supiste entonces, y yo tampoco te lo dije,
pero va te había dado por muerto. Esa noche anduviste a ciegas. "De allí en adelante, cada vez que
hemos andado en las montañas o en el desierto, aunque no lo hayas
notado, la polilla siempre nos ha seguido. Si tomamos todo esto en
cuenta, podemos decir que para ti el aliado es una polilla. Pero no
puedo decir que sea realmente una polilla como son todas las polillas
que conocemos. Llamar polilla al aliado es, nuevamente, sólo una manera
de decir las cosas, una manera de hacer entender esa inmensidad que
está allí afuera." ‑¿Para usted también es una polilla
el aliado? ‑pregunté. ‑No. La manera que uno entiende al
aliado es asunto personal ‑dijo. Mencioné que habíamos vuelto al punto de
partida; no me había dicho lo que en realidad era un aliado. ‑No hay necesidad de confundirse
‑dijo‑. La confusión es un sentimiento en el que uno se
mete, pero también uno puede salirse de él. En este momento no hay
modo de dar aclaraciones. A lo mejor hoy, más tarde, podremos considerar
en detalle estos asuntos: depende de ti. O más bien, depende de tu
poder personal. Rehusó decir una palabra más. Me preocupé
mucho con el temor dé fallar en la prueba. Don Juan me llevó atrás
de su casa y me hizo sentarme en un petate al borde de una zanja de
riego. El agua se movía tan despacio que casi parecía estancada. Me
ordenó estarme quieto, cesar mi diálogo interno y mirar el agua. Dijo
haber descubierto, años antes, que yo tenía cierta afinidad con las
masas de agua, un sentimiento de lo más conveniente para las empresas
en que me hallaba envuelto. Argüí que yo no tenía particular afición
a las masas acuáticas, pero tampoco me disgustaban. Dije que precisamente
por eso el agua era benéfica para mí: me es indiferente. En situaciones
tensas que requerían esfuerzo máximo, el agua no podía atraparme,
pero tampoco rechazarme. Se sentó un poco atrás de mí, a mi derecha,
y me aconsejó dejarme ir sin miedo, porque él estaba allí para ayudarme
si había necesidad. Tuve un momento de temor. Lo miré, esperando
otras instrucciones. Tomó mi cabeza y la volvió hacia el agua, ordenándome
proceder. Yo no tenía idea de qué debía hacer, de modo que simplemente
me relajé. Al mirar el agua, percibí los juncos en la otra orilla.
Inconscientemente, posé en ellos mis ojos sin enfocar. La corriente
despaciosa los hacía vibrar. El agua tenía el color de la tierra del
desierto. Las ondulaciones en torno a los juncos me parecieron surcos
o grietas sobre una superficie lisa. En cierto instante los juncos
se agigantaron, el agua era una planicie ocre pulida, y luego, en
cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido, o acaso entré
en un estado perceptual que carecía de paralelo. Lo que más se acercaría
a describirlo sería decir que me dormí y tuve un sueño portentoso. Sentí que podía seguir en él indefinidamente
si así lo deseaba, pero deliberadamente le puse fin entrando en un
diálogo interno consciente. Abrí los ojos. Yacía en el petate. Don
Juan estaba a unos metros. Mi sueño había sido de tal magnificencia
que empecé a contárselo. Me hizo seña de callar. Con una larga vara,
señaló dos sombras que unas ramas secas de matorral proyectaban sobre
el suelo. La punta de su vara siguió el perímetro de una de las sombras
‑como si la estuviera dibujando; luego saltó a la otra e hizo
lo mismo con ella. Las sombras tenían unos treinta centímetros de
largo y unos tres de ancho; distaban entre sí doce o quince. El movimiento
de la vara me hizo desenfocar los ojos y me hallé mirando, a lo bizco,
cuatro sombras largas; de repente las dos de enmedio se juntaron en
una y crearon una extraordinaria percepción de profundidad. Había
cierta inexplicable redondez y volumen en la sombra así formada. Era
casi un tubo transparente, una barra redonda de alguna sustancia desconocida.
Sabía que tenía los ojos cruzados, y sin embargo parecía enfocar
un solo sitio; la imagen era allí clara como el cristal. Pude mover
los ojos sin disiparla. Continué observando, pero sin bajar la
guardia. Experimentaba una curiosa compulsión de soltarme y sumergirme
en la escena. Algo en lo que observaba parecía jalarme; pero algo
dentro de mí salió a la superficie e inicié un diálogo semiconsciente;
casi en el acto tomé conciencia de mi entorno en el mundo de la vida
cotidiana. Don Juan me observaba. Parecía intrigado.
Le pregunté si pasaba algo. No respondió. Me ayudó a sentarme. Sólo
entonces advertí que yo había estado de espaldas, mirando el cielo,
y que, don Juan había estado inclinado casi sobre mi rostro. Mi primer impulso fue decirle que había
visto las sombras en el piso mientras miraba el cielo, pero me puso
la mano en la boca. Estuvimos un rato en silencio. Yo no tenía pensamientos.
Experimentaba una exquisita sensación de paz, y luego, abruptamente,
tuve un impulso irrefrenable de pararme e ir al chaparral en busca
de don Genaro. Hice un intento de hablar a don Juan: él
sacó la barbilla y torció los labios en un mandato mudo de callar.
Traté de evaluar mi predicamento en forma racional; sin embargo, disfrutaba
tanto mi silencio que no quería molestarme con consideraciones lógicas. Tras una pausa momentánea, sentí de nuevo
el deseo imperioso de adentrarme en el matorral. Seguí una vereda.
Don Juan iba a la zaga, como si yo fuera el guía. Caminamos cosa de una hora. Logré permanecer
sin pensamientos. Luego llegamos a un cerro. Don Genaro estaba allí,
sentado cerca de la cima de un farallón. Me saludó efusivamente,
a gritos, pues se hallaba a unos quince metros del suelo. Don Juan
me hizo tomar asiento y se sentó junto a mí. Don Genaro explicó que yo había hallado
el sitio donde me esperaba porque él me guió con un sonido que hizo.
Apenas pronunció esas palabras, me di cuenta de que en verdad había
estado oyendo un sonido peculiar que creí ser zumbido en mis oídos;
había parecido más bien un asunto interno, una condición corporal,
un sentimiento de sonido que por indeterminado escapaba a la evaluación
y la interpretación conscientes. Creí que don Genaro tenía un pequeño instrumento
en la mano izquierda. Desde el lugar donde me hallaba, no lo distinguía
claramente. Parecía un birimbao; con él producía un sonido suave
y extraño que era prácticamente indiscernible. Siguió tocándolo un
momento, como dándome tiempo para enterarme por completo de lo que
me había dicho. Luego me mostró la mano izquierda. Estaba vacía; no
tenía en ella ningún instrumento. Yo había tenido la impresión de
que tocaba algo por la forma en que se llevó la mano a la boca; de
hecho, producía el sonido con los labios y con el borde de la mano
izquierda, entre el pulgar y el índice. Me volví hacia don Juan para explicarle
que me habían engañado los movimientos de don Genaro. Él hizo un ademán
rápido y me dijo que no hablara y que prestase mucha atención a lo
que don Genaro hacía. Me volvía mirar a don Genaro, pero ya no estaba
allí. Pensé que había descendido. Esperé unos momentos a que emergiera
entre las matas. La roca donde había estado era una formación peculiar,
algo así como un gran reborde en la cara del farallón. No le quité
la vista de encima más que algunos segundos. Si hubiera ascendido,
lo habría visto antes de que llegara a la cima del farallón, y si
hubiera bajado también hubiera sido visible desde donde me hallaba. Pregunté a don Juan dónde estaba don Genaro.
Repuso que seguía de pie en el reborde. Hasta donde yo podía juzgar,
no había nadie allí, pero don Juan insistió una y otra vez en que
don Genaro seguía en la roca. No parecía bromear. Sus ojos eran fijos
y fieros. Dijo en tono cortante que mis sentidos no eran la avenida
correcta para apreciar lo que don Genaro hacía. Me ordenó parar mi
diálogo interno. Pugné un momento y empecé a cerrar los ojos: Don
Juan se lanzó hacia mí y me sacudió por los hombros. Susurró que
yo debía mantener la vista en el reborde. Me sentía soñoliento y oía las palabras
de don Juan como si llegasen de muy lejos. Automáticamente miré el
reborde. Don Genaro estaba allí de nuevo. Eso no me interesaba. Noté,
a media conciencia, que me resultaba muy difícil respirar, pero antes
de que pudiese pensar algo al respecto, don Genaro saltó a tierra.
Eso tampoco captó mi interés. Se acercó y me ayudó a levantarme, sosteniéndome
el brazo; don Juan me asió el otro. Entre los dos me levantaron. Luego,
sólo don Genaro me ayudaba a caminar. Me susurró al oído algo que
no entendí, y de pronto sentí que había jalado mi cuerpo de alguna
manera extraña; me agarró, por así decirlo, de la piel del estómago,
y me subió al reborde, o quizás a otra roca. Yo podría haber jurado
que era el reborde; sin embargo, la fugacidad de la imagen me impidió
evaluarla en detalle. Luego sentí que algo en mí desfallecía y caí
hacia atrás. Tuve una leve sensación de angustia, o acaso incomodidad
física. Lo siguiente que supe fue que don Juan me hablaba. No le entendía.
Concentré mi atención en sus labios. Tenía la sensación de que experimentaba
un sueño; yo trataba de romper desde adentro una tela membranosa que
me envolvía, mientras don Juan hacía por rasgarla desde afuera. Por
fin se reventó; las palabras de don Juan se hicieron audibles, y
su significado nítido. Me ordenaba salir por mí mismo a la superficie.
Luché desesperadamente por cobrar sobriedad; no tuve éxito. Me pregunté,
en un plano bien consciente, por qué pasaba tantos apuros. Pugné
por hablar conmigo mismo. Don Juan parecía al tanto de mi dificultad.
Me instó a un mayor esfuerzo. Algo allá afuera me impedía establecer
mi diálogo interno habitual. Era como si una fuerza extraña me volviera
soñoliento e indiferente. Le opuse resistencia hasta quedarme sin
aliento. Oí a don Juan hablarme. Mi cuerpo se contrajo involuntariamente
por la tensión. Me sentía trabado en mortal combate con algo que me
impedía respirar. No temía; antes bien, una furia incontrolable me
dominaba. Mi ira llegaba a tal extremo que gruñía y gritaba como
una bestia. Luego, una convulsión se apoderó de mi cuerpo; recibí
una sacudida que me paró de inmediato. Nuevamente pude respirar en
forma normal, y entonces me di cuenta de que don Juan había vaciado
un guaje de agua en mi estómago y mi cuello, empapándome. Me ayudó a sentarme. Don Genaro estaba
en el reborde. Me llamó por mi nombre y saltó a tierra. Lo vi desplomarse
desde una altura de quince metros o algo así, y experimenté una sensación
insoportable en torno a la región umbilical; he sentido lo mismo
en sueños de caída. Don Genaro se acercó y me preguntó, sonriendo,
si me había gustado su salto. Traté sin éxito de responder. Don Genaro
volvió a gritar mi nombre. ‑¡Carlitos! ¡Fíjate! ‑dijo. Agitó los brazos a los lados cuatro o cinco
veces, como para ganar impulso, y luego desapareció de un salto, o
eso creí. Tal vez hizo otra cosa para la cual yo carecía de descripción.
Estaba a menos de dos metros de distancia, y de pronto se desvaneció
como chupado por una fuerza incontrolable. Me sentía ajeno, fatigado. Tenía un sentimiento
de indiferencia y no quería pensar ni hablar conmigo mismo. No sentía
miedo, sino una tristeza inexplicable. Tenía ganas de llorar. Don
Juan me dio varios coscorrones y rió como si todo lo ocurrido fuera
un chiste. Me exigió hablar conmigo mismo porque en esa hora se necesitaba
desesperadamente el diálogo interno. Oí que me ordenaba: ‑¡Habla! ¡Habla! Tuve un espasmo involuntario en los músculos
labiales. Mi boca se movió sin sonido. Recordé a don Genaro moviendo
la boca en forma similar cuando estaba payaseando, y quise haber podido
decir, como él: "Mi boca no quiere hablar." Traté de pronunciar
las palabras y mis labios se contrajeron dolorosamente. Don Juan
parecía a punto de desmembrarse de risa. Su regocijo era contagioso
y reí a mi vez. Finalmente, me ayudó a ponerme en pie. Le pregunté
si don Genaro iba a regresar. Dijo que Genaro ya se había hartado
de mí por ese día. ‑Casi te sale bien ‑dijo don
Juan. Estábamos sentados cerca de la estufa de
tierra, donde ardía un fuego. Él había insistido en que yo comiera.
Yo no tenía hambre ni cansancio. Una melancolía insólita me saturaba;
me sentía distante de todos los eventos del día. Don Juan me dio
mi cuaderno. Hice un intento supremo por recapturar mi estado habitual.
Anoté algunos comentarios. Poco a poco, entré de nuevo en mis viejos
patrones. Fue como si un velo se alzara; de pronto me vi de nuevo
envuelto en mi actitud familiar de interés y desconcierto. ‑¡Qué bueno! ‑dijo don Juan,
dándome palmaditas en la cabeza‑. Te he dicho que el verdadero
arte de un guerrero consiste en equilibrar el terror y la maravilla. Don Juan estaba de un humor insólito. Se
veía casi nervioso, angustiado. Parecía dispuesto a hablar por iniciativa
propia. Creí que me preparaba para la explicación de los brujos, y
yo mismo me llené de ansiedad. Sus ojos tenían un brillo extraño
que yo sólo había visto unas cuantas veces antes. Al decirle lo que
pensaba de su extraña actitud, él respondió que se sentía dichoso
en mi nombre; que, como guerrero podía regocijarme en los triunfos
de sus semejantes, si eran triunfos del espíritu. Desdichadamente,
agregó, yo no me hallaba todavía listo para la explicación de los
brujos, pese a haber resuelto la adivinanza de don Genaro. Su argumento
era que, cuando me vació encima el guaje de agua, yo había estado
al borde de la muerte, y que toda mi hazaña se vio cancelada por mi
incapacidad de rechazar la última embestida de don Genaro. ‑El poder de Genaro era como la marea
y así te cubrió ‑dijo. -¿Quería hacerme daño don Genaro? ‑pregunté. ‑No ‑repuso‑. Genaro
quiere ayudarte. Pero al poder sólo se lo puede enfrentar con poder.
Te estaba probando y fallaste. ‑Pero resolví su adivinanza, ¿o no? ‑Lo hiciste muy bien ‑dijo‑.
Tan bien que Genaro te creyó capaz de una hazaña completa de guerrero.
Y eso también casi te sale. Pero lo que te tiró al suelo esta vez
no fue tu vicio de hacerte el chamaquito. ‑¿Qué fue entonces? ‑Eres demasiado impaciente y violento;
en vez de dejarte ir y seguir a Genaro te pusiste a pelear con él.
No puedes ganarle; es más fuerte que tú. A continuación, don Juan cambió el tema
y me ofreció consejo y sugerencias acerca de mis relaciones personales
con la gente. Sus observaciones eran la contraparte seria de lo que
don Genaro me había dicho antes en broma. Estaba locuaz, y sin ruegos
por mi parte comenzó a explicar lo que había ocurrido en las dos últimas
ocasiones que estuve allí. ‑Como sabes ‑dijo‑, la
clave de la brujería es el diálogo interno; ésa es la llave que abre
todo. Cuando un guerrero aprende a pararlo, todo se hace posible;
se logran los planes más descabellados. La entrada a todas las experiencias
extrañas y pavorosas que has tenido últimamente fue el hecho de que
pudiste dejar de hablar contigo mismo. Has atestiguado, en sobriedad
completa, al aliado, al doble de Genaro, al soñador y al soñado,
y hoy estuviste a punto de toparte con la totalidad de ti mismo; ésa
era la hazaña de guerrero que Genaro esperaba de ti. Todo esto ha
sido posible por la cantidad de poder personal que has juntado. Empezó
la vez pasada que estuviste aquí; yo vislumbré entonces una señal
muy propicia. Cuando llegaste, oí al aliado merodeando; primero oí
sus pasos y luego vi que la polilla te miraba bajar de tu coche. El
aliado estaba inmóvil, observándote. Eso fue para mí la mejor de
las señales. Si el aliado se hubiera movido o si se hubiera agitado
como si tu presencia lo disgustara, como siempre lo ha hecho, el curso
de los eventos habría sido distinto. Muchas veces he visto al aliado
en un estado de enojo contigo, pero esta vez la señal era buena y
supe que el aliado te aguardaba para darte algún conocimiento. Ésa
fue la razón por la que yo dije que tenías una cita con el conocimiento,
una cita con una polilla, concertada hace mucho tiempo. Por razones
inconcebibles para nosotros, el aliado escogió la forma de una polilla
para manifestarse ante ti. ‑Pero usted me ha dicho muchas veces
que el aliado carecía de forma, y que uno sólo podía juzgar sus efectos
‑dije. -Cierto ‑dijo él‑. Pero el
aliado es una polilla para los espectadores relacionados contigo:
Genaro y yo. Para ti, el aliado es sólo un efecto, una sensación en
tu cuerpo, o un sonido, o el polvo dorado del conocimiento. Sigue,
sin embargo, siendo un hecho que, al escoger la forma de una polilla,
el aliado nos dice, a Genaro y a mí, algo de gran importancia. Las
polillas son las portadoras del conocimiento, y las ayudantes y amigas
de los brujos. Debido a que el aliado escogió ser eso contigo, es
que Genaro te da tanta importancia. "La noche esa que te encontraste con
la polilla, como yo anticipaba, fue para ti una verdadera cita con
el conocimiento. Aprendiste su llamado, sentiste el polvo de oro de
sus alas, pero, sobre todo, esa noche, por primera vez, te diste
cuenta de que veías y tu cuerpo aprendió que somos seres luminosos.
Todavía no has tasado correctamente ese evento monumental en tu vida.
Genaro te demostró, con tremenda fuerza y claridad, que somos un sentir;
lo que llamamos nuestro cuerpo es un manojo de fibras luminosas que
se dan cuenta. "Anoche estabas de nuevo bajo el buen
amparo del aliado. Vino a mirarte cuando llegaste y así supe que debería
llamar a Genaro para que te explicara el misterio del soñador y el
soñado. Tú creíste entonces, como siempre lo haces, que yo te engañaba,
pero Genaro no estaba escondido entre las matas, como pensaste. Vino
por ti, aunque tu razón se niegue a creerlo." Esa parte de las elucidaciones de don Juan
fue, en verdad, la más difícil de aceptar en su valor evidente. Yo
no podía admitirla. Dije que don Genaro había sido real y de este
mundo. ‑Todo cuanto has atestiguado hasta
ahora ha sido real y de este mundo ‑dijo don Juan‑. No
hay otro mundo. Lo que te hace tropezar es una peculiar insistencia
por parte tuya, y esa peculiaridad no se te va a curar con explicaciones.
De manera que, hoy, Genaro se dirigió directamente a tu cuerpo. Un
examen cuidadoso de lo que hiciste hoy te revelará que tu cuerpo supo
juntar las cosas en una forma digna de alabanza. De algún modo, te
moderaste y no te diste a tus visiones junto a la zanja. Mantuviste
un control muy raro y un dominio de ti mismo como debe ser para un
guerrero; no creías nada, y sin embargo actuaste con eficacia y pudiste
así seguir el llamado de Genaro. Lo encontraste sin más ni más y sin
que yo te ayudara en nada. "Cuando llegamos a la roca, estabas
llenito de poder y viste a Genaro parado donde otros brujos han estado
parados, por razones similares. Se acercó a ti después de que saltó
al suelo. Él era todo poder. De haber procedido como antes, junto
a la zanja, lo habrías visto como es en realidad, un ser luminoso.
En vez de eso te asustaste, sobre todo cuando Genaro te hizo saltar.
Ese salto debería haber bastado para transportarte más allá de tus
limites. Pero no tuviste fuerza y volviste a caer en el mundo de tu
razón. Entonces, claro, te trabaste en combate mortal contigo mismo.
Algo en ti, tu voluntad,
quería ir con Genaro, mientras tu razón se le oponía. De no
ser por mi ayuda, estarías muerto y sepultado en ese sitio de poder.
Pero, aún con mi ayuda, el resultado estuvo en duda por un momento." Quedamos callados algunos minutos. Esperé
que él hablara. Por fin pregunté: ‑¿Me hizo don Genaro saltar hasta
la cima de la roca? ‑No tomes ese salto en el sentido
en que entiendes un salto -dijo‑. Una vez más, ésta es sólo
una manera de decir las cosas. Mientras pienses que eres un cuerpo
sólido, no podrás concebir de qué cosa hablo. Derramó entonces cenizas en el piso, junto
a la linterna, cubriendo una zona cuadrangular de medio metro por
fiado, y trazó con los dedos un diagrama que tenía ocho puntos interconectados
por medio de líneas. Era una figura geométrica. Había dibujado una semejante años atrás,
al tratar de explicarme que no era ilusión el observar la misma hoja
cayendo cuatro veces del mismo árbol. El diagrama en las cenizas tenía dos epicentros;
don Juan llamó a uno "la razón", y al otro "la voluntad".
"Razón se conectaba directamente con un punto que él llamó "el
habla". A través de "el habla", "la razón"
se relacionaba indirectamente con otros tres puntos, "el sentir",
"el soñar" y "el ver". El otro epicentro, "la
voluntad", se conectaba directamente con "el sentir"
"el soñar" y "el ver", pero sólo en forma indirecta
con "la razón" y "el habla". Comenté que el diagrama era distinto del
que copié años antes. ‑La forma de afuera no tiene importancia
‑dijo‑. Estos puntos representan a un ser humano y puedes
dibujarlos como se te dé la gana. ‑¿Representan el cuerpo de un ser
humano? ‑pregunté. ‑No lo llames el cuerpo -dijo-. Ésos
son ocho puntos en las fibras de un ser luminoso. Un brujo dice, como
puedes ver en este dibujo, que el ser humano es, primero que nada,
voluntad, porque la voluntad se relaciona con tres puntos: el sentir, el soñar y el ver: después, el ser
humano es razón. Este
es propiamente un centro más pequeño que la voluntad; sólo está conectado
con el habla. ‑¿Qué son los otros dos puntos, don
Juan? Se me quedó mirando y sonrió. ‑Ahora eres ya mucho más fuerte que
la primera vez que hablamos de este diagrama ‑dijo‑. Pero
todavía no eres lo bastante fuerte para conocer todos los ocho puntos.
Genaro te hablará algún día de los otros dos. ‑¿Tiene todo el mundo esos ocho puntos,
o sólo los brujos? ‑Podríamos decir que cada uno de
nosotros trae al mundo ocho puntos. Dos de ellos, la razón y el habla, los conocen todos. El sentir es siempre vago, pero de algún modo familiar. Pero sólo
en el mundo de los brujos llega uno a conocer por completo el soñar,
el ver y la voluntad. Y
finalmente, en el último borde de ese mundo, encuentra uno los otros
dos. Los ocho puntos componen la totalidad de uno mismo. Me mostró sobre el diagrama que, en esencia,
todos los puntos podían conectarse indirectamente. Volví a preguntar acerca de los dos misteriosos
puntos restantes. Me enseñó que solo estaban conectados a "la
voluntad": se hallaban aparte de "el sentir", "el
soñar" y "el ver", y mucho más lejos de "el habla"
y "la razón”. Señaló con el dedo cómo estaban aislados de los
demás, y el uno del otro. ‑Estos dos puntos jamás se someten
al habla ni a la razón ‑dijo‑.
Sólo la voluntad puede con ellos. La
razón está tan lejos de ellos que es completamente inútil tratar
de figurárselos. Ésta es una de las cosas más difíciles de aceptar;
después de todo, el fuerte de la razón
es razonarlo todo. Pregunté si los ocho puntos
correspondían a zonas, o a ciertos órganos, del ser humano. ‑Pues sí ‑repuso con sequedad
y borró el diagrama. Me tocó la cabeza y dijo que ése era el
centro de "la razón” y "el habla". La punta de mi esternón
era él centro de "el sentir". La zona debajo del ombligo
era "la voluntad". "El soñar" estaba en el lado
derecho, contra las costillas. "El ver" en el izquierdo.
Dijo que a veces, en algunos guerreros, "el ver" y "el
sonar" estaban del lado derecho. ‑¿Dónde están los otros dos puntos?
‑pregunté. Me dio una respuesta sumamente obscena
y lanzó la carcajada. ‑Qué vivo eres ‑dijo‑.
Crees que soy un viejo cabrón que anda medio dormido, ¿verdad? Le expliqué que mis preguntas creaban su
propio impulso. ‑No andes tan de prisa ‑dijo‑.
Ya lo sabrás a su debido tiempo, y después que lo sepas estarás por
tu cuenta, tú solo. ‑¿Quiere usted decir que ya no volveré
a verlo, don Juan? ‑Nunca jamás ‑dijo‑.
Genaro y yo seremos entonces lo que siempre hemos sido, polvo en
el camino. Sentí una sacudida en la boca del estómago. ‑¿Qué dice usted, don Juan? ‑Digo que todos somos seres sin principio
ni fin, luminosos y sin límites. Tú, Genaro y yo estamos pegados,
unidos por un propósito que no es decisión nuestra. ‑¿De qué propósito habla usted? ‑El de aprender el camino del guerrero.
No puedes salirte de él, pero nosotros tampoco. Mientras nuestra
misión esté pendiente, nos encontrarás a mí o a Genaro, pero una vez
cumplida, volarás libremente y nadie sabe a dónde te llevará la fuerza
de tu vida. ‑¿Que hace en esto don Genaro? ‑Ese tema no está aún en tu esfera
‑dijo‑. Hoy debo clavar el clavo que Genaro puso, el hecho,
de que somos seres luminosos. Somos perceptores. Nos damos cuenta;
no somos objetos; no tenemos solidez. No tenemos límites. El mundo
de los objetos y la solidez es una manera de hacer nuestro paso por
la tierra más conveniente. Es sólo una descripción creada para ayudarnos.
Nosotros, o mejor dicho nuestra razón, olvida que la descripción es
solamente una descripción y así atrapamos la totalidad de nosotros
mismos en un círculo vicioso del que rara vez salimos en vida. "En este momento, por ejemplo, estás
enredado en liberarte de los ganchos de la razón. Para ti es una cosa absurda que ni siquiera se puede imaginar
el que Genaro apareciera así nomás al borde del matorral, y sin embargo
no puedes negar que tú mismo lo atestiguaste. Tú percibiste que así
fue." Dos Juan chasqueó la lengua. Dibujó cuidadosamente
otro diagrama en las cenizas y lo cubrió con su sombrero sin darme
tiempo a copiarlo. -Somos perceptores ‑prosiguió‑.
Pero el mundo que percibimos es una ilusión. Fue creado por una descripción
que nos dijeron desde el momento en que nacimos. "Nosotros, los seres luminosos, nacemos
con dos anillos de poder, pero sólo usamos uno para crear el mundo.
Ese anillo, que se engancha al muy poco tiempo que nacemos, es la
razón, y su compañera es el habla. Entre las dos urden y mantienen el
mundo. "Así pues, en esencia, el mundo que
tu razón quiere sostener es el mundo creado por una descripción y
sus reglas dogmáticas e inviolables, que la razón aprende a aceptar
y defender, "El secreto de los seres luminosos
es que tienen otro anillo de poder que nunca se usa, la voluntad. El truco del brujo es el mismo truco
del hombre común. Ambos tienen una descripción: uno, el hombre común,
la sostiene con su
razón; el otro, el brujo, la sostiene con
su voluntad. Ambas
descripciones tienen sus regias y las reglas se perciben, pero la
ventaja del brujo es que la voluntad abarca más que la razón. "Lo que quiero sugerirte a estas alturas
es que, de ahora en adelante, te esfuerces por percibir si lo que
sostiene la descripción es tu razón o tu voluntad. Yo siento, por cierto, que esa es la única manera de usar tu
mundo diario como un desafío y como un vehículo para acumular suficiente
poder personal, a fin de llegar a la totalidad de ti mismo. "A lo mejor la próxima vez que vengas
tendrás lo bastante. De todos modos, espera hasta que sientas, como
sentiste hoy junto a la zanja, que una voz interna te dice que lo
hagas. Si vienes con cualquier otro espíritu, será una pérdida de
tiempo y un peligro para ti." Observé que, de esperar aquella voz interna,
nunca volvería a verlos. ‑Vieras lo bien que puede uno actuar
cuando tiene la espalda contra el paredón -dijo. Se puso en pie y recogió un atado de leña.
Puso algunas varas secas en la estufa de tierra. Las llamas lanzaban
un resplandor amarillento sobre el piso. Apagó la linterna y se acuclilló
frente a su sombrero, que cubría el dibujo en las cenizas. Me ordenó estar en calma, cesar mi diálogo
interno, y mantener los ojos en el sombrero. Me esforcé unos momentos
y luego tuve la sensación de flotar, de caer desde un acantilado.
Era como si nada me soportase, como si no me hallara sentado ni tuviese
cuerpo. Don Juan levantó el sombrero. Debajo había
espirales de ceniza. Las observé sin pensar. Sentí moverse las espirales.
Las sentí en el estómago. Las cenizas parecieron apilarse. Luego,
algo las agitó y esponjó, y de pronto don Genaro estaba sentado frente
a mí. La imagen me forzó instantáneamente a reanudar
el diálogo interno. Pensé que me había dormido. Empecé a respirar
en boqueadas cortas y quise abrir los ojos, pero estaban abiertos. Oí a don Juan decirme que me parara y me
moviera. Me levanté de un salto y corrí a la ramada. Don Juan y don
Genaro me siguieron. Don Juan trajo la linterna. Yo no podía recuperar
el aliento. Traté de calmarme como antes, trotando sin avanzar mientras
miraba al oeste. Alcé los brazos y comencé a respirar. Don Juan vino
a mi lado y dijo que esos movimientos sólo se hacían en el crepúsculo. Don Genaro gritó que para mí era el crepúsculo
y ambos soltaron la risa. Don Genaro corrió al borde del matorral
y luego regresó de un rebote a la ramada, como si una liga gigantesca
lo hubiera hecho volver. Repitió los mismos movimientos tres o cuatro
veces, y luego se me acercó. Don Juan me miraba con fijeza, riendo
risitas de niño. Cruzaron una mirada furtiva. Don Juan dijo
a don Genaro, en voz alta, que mi razón era peligrosa, y que podía
matarme si no le daban la razón. ‑¡Por Dios santo! ‑exclamó
don Genaro con voz rugiente‑. ¡Dale la razón a su razón! Dieron de saltos riendo, como dos niños. Don Juan me hizo sentar bajo la linterna
y me dio mi cuaderno. ‑Hoy si que te estábamos tomando
el pelo ‑dijo en tono conciliador‑. No tengas miedo. Genaro
estaba escondido ahí debajo de mi sombrero.
LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN
Don Juan y yo pasamos todo el día en las
montañas. Salimos al amanecer. Me llevó a cuatro sitios de poder,
y en cada uno de ellos me dio instrucciones específicas sobre cómo
proceder al cumplimiento de la tarea particular que años antes me
había bosquejado como situación de por vida. Regresamos al atardecer.
Después de comer, don Juan dejó la casa de don Genaro. Me dijo que
esperara a Pablito, el cual llevaría combustible para la lámpara,
y que hablara con él. Me puse a trabajar en mis notas y, absorto,
no oí llegar a Pablito sino hasta tenerlo a mi lado. Él comentó que
había estado practicando el "paso de poder", y que debido
a eso yo no hubiera podido oírlo de ningún modo, á menos que fuera
capaz de "ver". Pablito siempre me había simpatizado. Sin
embargo, aunque éramos buenos amigos, las oportunidades de charlar
a solas con él habían sido escasas. Pablito me parecía una persona
sumamente encantadora. Su nombre, por supuesto, era Pablo, pero el
diminutivo le sentaba mejor. Era pequeño de huesos, pero duro. Como
don Genaro, era magro de carnes, insospechadamente musculoso y fuerte.
Andaría quizá pisando los treinta años, pero parecía tener dieciocho.
Era moreno y de estatura media. Tenía ojos cafés, claros y brillantes,
y ‑de nuevo como don Genaro‑ una sonrisa cautivante, con
cierto toque de malicia. Le pregunté por su amigo Néstor, el otro
aprendiz de don Genaro. Anteriormente siempre los había visto juntos,
y me daban la impresión de tener una excelente relación mutua; sin
embargo, eran opuestos en apariencia física y en carácter. Mientras
Pablito era jovial y franco, Néstor era sombrío y reservado. También
era más alto, más pesado, más moreno y mucho mayor. Pablito dijo que Néstor se había involucrado
finalmente en su trabajo con don Genaro, y que se había vuelto una
persona totalmente distinta desde la última vez que lo vi. No quiso
detallar el trabajo de Néstor ni su cambio de personalidad, y cambió
abruptamente el tema. ‑Entiendo que el nagual te anda pisando
los talones ‑dijo. Me sorprendió que lo supiera y le pregunté
cómo lo averiguó. ‑Genaro me cuenta todo ‑repuso. Noté que no hablaba de don Genaro con el
formalismo que yo usaba. Simplemente le decía Genaro, en tono familiar.
Dijo que don Genaro era como su hermano, y que entre ambos existía
una confianza de verdaderos parientes. Profesó abiertamente su gran
cariño por don Genaro. Su sencillez y su candor me conmovieron en
lo profundo. Hablándome, me di cuenta de la gran semejanza de temperamento
entre don Juan y yo; debido a ella, nuestra relación era formal y
estricta en comparación con la de don Genaro y Pablito. Pregunté a Pablito por qué tenía miedo
de don Juan. Hubo un titubeo en su mirada. Era como si la sola idea
de don Juan lo hiciera retraerse. No respondió. Parecía evaluarme
en alguna forma misteriosa. ‑¿A poco tú no le tienes miedo? –preguntó. Le dije que tenía miedo de don Genaro,
y rió como si hubiera esperado oír todo menos eso. Dijo que la diferencia
entre don Juan y don Genaro era como la diferencia entre el día y
la noche. Don Genaro era el día; don Juan era la noche y, como tal,
el ser más atemorizante del mundo. De la descripción de su temor
hacia don Juan, Pablito pasó a comentar su propia condición como
aprendiz. ‑Estoy que me lleva la chingada ‑dijo‑.
Si vieras lo que hay en mi casa, te darías cuenta de que sé demasiado
para ser un hombre común, pero si me vieras con el nagual, te darías
cuenta de que no sé lo suficiente. Rápidamente cambió el tema y rió de que
yo tomara notas. Dijo que don Genaro los había divertido horas enteras
imitándome. Añadió que don Genaro me quería mucho, con todo y mis
rarezas, y que se declaraba encantado de que yo fuera su "protegido". Era la primera vez que yo escuchaba ese
término. Guardaba coherencia con otro que don Juan introdujo en el
comienzo de nuestra asociación. Me había dicho que yo era su "escogido". Pregunté a Pablito por sus encuentros con
el nagual y me contó el primero de ellos. Dijo que cierta vez don
Juan le dio una canasta, que él consideró un regalo de buena voluntad.
La puso en un gancho sobre la puerta de su cuarto, y como en ese momento
no podía hallarle ningún uso, la olvidó todo el día. Pensaba, dijo,
que la canasta era un regalo de poder y debía utilizarse para algo
muy especial. Al anochecer ‑ésa era, también para
él, la hora mortífera‑, Pablito fue a su cuarto por su chamarra.
Estaba solo en la casa y se disponía a ir de visita. La habitación
se hallaba a oscuras. Tomó la chamarra y, cuando estaba por llegar
a la puerta, la canasta cayó frente a él y rodó cerca de sus pies.
Pablito rió de su propio sobresalto al ver que sólo había sido la
canasta, caída del gancho. Se inclinó para recogerla y se llevó el
susto de su vida. La canasta saltó fuera de su alcance y empezó a
sacudirse y a rechinar, como si alguien la aplastara y la torciera.
Pablito dijo que de la cocina entraba luz suficiente para discernir
con claridad cuanto había en el cuarto. Por un momento se quedó mirando
la canasta, aunque sentía que no debía Hacerlo. La canasta empezó
a convulsionarse en medio de una ardua respiración, pesada y rasposa.
Al narrar su experiencia, Pablito aseveró que vio y oyó respirar a
la canasta; que estaba viva y lo persiguió por el aposento, cortándole
la salida. Dijo que luego la canasta empezó a hincharse; las tiras
de carrizo se destramaron para formar una pelota gigantesca, como
un amaranto seco que rodara hacia él. Cayó de espaldas en el piso
y la bola empezó a reptar por sus pies. Pablito dijo que para entonces
se hallaba fuera de quicio y gritaba como histérico. La bola lo tenía
atrapado y se movía sobre sus piernas como alfileres que lo atravesaran.
Trató de apartarla y entonces vio que la bola era el rostro de don
Juan, con la boca abierta para devorarlo. Incapaz de soportar más
tiempo el terror, perdió el conocimiento. En forma muy franca y abierta, Pablito
me relató una serie de encuentros aterradores que él y otros miembros
de su familia habían tenido con el nagual. Pasamos horas hablando.
El brete en el cual se hallaba parecía ser muy similar al mío, pero
Pablito poseía sin duda mayor sensibilidad para conducirse dentro
del marco de referencia proporcionado por la brujería. En determinado momento se levantó y dijo
que sentía venir a don Juan y no deseaba que lo hallara allí. Se marchó
con rapidez increíble. Fue como si algo lo jalara sacándolo del cuarto.
Me dejó con el adiós en la boca. Don Juan y don Genaro no tardaron en volver.
Reían. ‑Pablito corría por el camino como
alma que lleva el diablo ‑dijo don Juan‑. ¿Pero qué tendrá? ‑Yo creo que se asustó de ver a Carlitos
gastarse los dedos hasta el hueso ‑dijo don Genaro, burlándose
de mi escritura. Se me acercó. ‑¡Oye! Tengo una idea ‑dijo,
casi en un susurro‑. Ya que tanto te gusta escribir, ¿por qué
no aprendes a escribir sin lápiz, con el puro dedo? Eso sería lo mejor. Don Juan y don Genaro tomaron asiento junto
a mí y especularon, entre risas, sobre la posibilidad de escribir
con el dedo. Don Juan, en tono serio, hizo un comentario extraño.
Dijo: ‑No hay duda de que podría escribir
con el dedo, ¿pero sería capaz de leerlo? Don Genaro se dobló de risa y repuso: ‑Estoy seguro de que puede leer cualquier
cosa. Luego empezó a narrar una historia muy
desconcertante acerca de un patán campesino que se convirtió en funcionario
de importancia durante una época de trastornos políticos. Don Genaro
dijo que el héroe de su cuento fue nombrado ministro, o gobernador,
quizás incluso presidente, porque no había modo de saber lo que la
gente haría en su locura. A causa de este nombramiento, llegó a creer
que en verdad era importante y aprendió a actuar en consecuencia. Don Genaro hizo una pausa y me examinó
con el aire de un cómico sobreactuado. Me guiñó los ojos y movió las
cejas de arriba a abajo. Dijo que el héroe de la historia era muy
bueno en las apariciones públicas y podía improvisar discursos sin
la menor dificultad, pero su posición requería que leyera sus discursos
y el hombre era analfabeto. De modo que usó el ingenio para salvar
las apariencias. Tenía una hoja de papel con algo escrito, y la blandía
cada vez que pronunciaba un discurso. Así, su eficiencia y sus otras
cualidades eran innegables para todos los campesinos. Pero cierto
día, un fuereño con alguna preparación llegó por allí y advirtió que,
al leer su discurso, el héroe sostenía la hoja al revés. Se echó a
reír y señaló el engaño a todo el mundo. Don Genaro hizo una nueva pausa; me miró,
achicando los ojos, y preguntó: ‑¿Crees que el héroe quedó atrapado?
Ni modo. Miró a la gente con toda calma y dijo: "¿Al revés? Eso
no le hace al que sabe leer." Y los campesinos estuvieron de
acuerdo. Don Juan y don Genaro estallaron en carcajadas.
Don Genaro me dio suaves palmadas en la espalda. Era como si yo fuese
el héroe del cuento. Me sentí apenado y reí con nerviosismo. Pensé
que acaso la historia tenía algún sentido oculto, pero no me atreví
a preguntar. Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose,
susurró en mi oído derecho: ‑¿No te parece chistoso? Don Genaro se inclinó también hacia mí
y susurró en mi oído izquierdo: ‑¿Qué cosa dijo? Tuve una reacción automática a ambas preguntas
y realicé una síntesis involuntaria. -Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso?
‑dije. Obviamente advertían el efecto de sus maniobras;
ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de costumbre, don Genaro
exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar
a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y
giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y
su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre. Don Juan se agarraba los costados. Reía
muy duro y al parecer le dolía el estómago. Tras un rato, ambos volvieron a hablarme
al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras
un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas. Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente
tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior,
me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía
todo en forma directa. Es decir, yo "conocía" las cosas.
No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en contacto
con una sensación suave, esponjosa, elástica, exterior a mí y sin
embargo parte mía, "supe" que era un árbol. Lo percibí por
su olor. No olía como ningún árbol específico que yo recordara, pero
algo en mí "sabía" que ese olor peculiar era la "esencia"
del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba
mi conocimiento, ni barajaba datos. Simplemente sabía que había algo
en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable,
apremiante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un
indefinido algo más, que yo "sabía" que era un árbol. Sentí
que al "saber" en esa forma calaba yo su esencia. No me
repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo
lo abarcaba. Había entre nosotros un lazo que no era exquisito ni
desagradable. La siguiente sensación que pude recordar
con claridad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser
vibraba. Era como si me atravesaran cargas de electricidad. No dolían.
Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo
de categorizarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba
en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza
y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté
de discernir la infinitud de percepciones directas que experimentaba,
perdí toda capacidad de diferenciarlas. Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo.
Pensaba. La transición fue tan abrupta que creí haber despertado.
Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío.
Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos.
Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna visión. Sin
embargo, mis procesos mentales no sólo funcionaban intactos, sino
con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me
cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi estado
onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto
de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó
a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme. Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual
yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar
un sentimiento de pavor y maravilla. No concebía de qué pudiera estar
hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido
colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto
juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas
y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres
de presión volvían en el acto a su posición original. Quise incorporarme y me vi poseído por
una grotesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo;
de hecho, no parecía pertenecerme. Se hallaba inerte; yo no tenía
conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no
pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estómago,
rodé hasta quedar de costado. El impulso del balanceo casi me hizo
dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas,
extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición
pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados
que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una
túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimentaba una
escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole.
Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover
a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo
profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono
amarillo más oscuro, y un número interminable de protuberancias que
colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo increíble
era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes.
También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo,
que descubrí al mover la cabeza de lado a lado. Entonces algo más atrajo mi atención: un
sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza,
un sol tibio ‑a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de
frente‑ que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme. Antes de que pudiese ponderar todas estas
visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi cabeza oscilaba
hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda,
riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer
descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro estaba
cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me
levantó y me llevó hasta sus hombros como si fuera yo un muñeco.
Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda.
Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal.
Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente
bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de
sus pies dejaba en él. Me colocó bocabajo frente a una estructura,
una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción
de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño.
Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer,
ajusté mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron. La muchacha gigante se sentó junto a mí
haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce
o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura,
decía que yo iba a vivir allí. Mi habilidad de observador parecía aumentar
conforme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté
que el edificio tenía cuatro exquisitas columnas no funcionales.
No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez
misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían tenderse
hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de
esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque
de éxtasis estético. Las columnas parecían hechas de una pieza;
yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de enfrente estaban
unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé,
podía ser un barandal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada. La muchacha gigante me deslizó bocarriba
al interior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de
agujeros simétricos que dejaban pasar el resplandor amarillento del
sol, creando intrincados diseños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla
belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mostraban
a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos
de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura
era cuadrada, Y más allá de su punzante belleza, incomprensible para
mí. Mi exaltación era en ese momento tan intensa
que quise llorar, o quedarme allí para siempre. Pero alguna fuerza
o tensión, o algo indefinible, empezó a jalarme. De pronto me hallé
fuera de la estructura; aún yacía bocarriba. La muchacha gigante seguía
allí, pero con ella había otro ser, una mujer tan grande que casi
llegaba al cielo y eclipsaba el sol. Comparada con ella, la muchacha
era sólo una niñita. La mujer estaba enojada; asió la estructura por
una de sus columnas, la alzó, la volteó al revés y la puso en el
suelo. ¡Era una silla! Esa realización fue como un catalizador;
dio rienda suelta a percepciones avasalladoras. Atravesé una serie
de imágenes que, pese a su inconexión, podían ordenarse en una secuencia.
En destellos sucesivos vi o supe que el suelo magnífico e incomprensible
era una estera de paja; el cielo amarillo, era el techo estucado de
una habitación; el gol, un foco eléctrico; la estructura que tanto
me extasió, una silla puesta de cabeza por una niña que jugaba a la
casita. Tuve aún otra visión coherente y secuencial
de una misteriosa estructura arquitectónica de proporciones monumentales.
Se erguía aislada. Casi parecía la concha puntiaguda de un caracol
parado de cabeza. Las paredes constaban de placas cóncavas y convexas
de algún extraño material violeta; cada placa tenía surcos que parecían
más funcionales que ornamentales. Examiné la estructura meticulosa y detalladamente,
y hallé que, como la anterior, era incomprensible por completo. Esperaba
ajustar de pronto mi percepción para captar la "verdadera"
naturaleza de la estructura. Pero no ocurrió nada por el estilo.
Experimenté luego un conglomerado de "tomas de conciencia"
o "hallazgos", ajenos e inextricables, acerca del edificio
y su función; no tenían sentido, pues yo carecía de un marco de referencia
donde colocarlos. De un momento a otro recobré mi conciencia
normal. Don Juan y don Genaro estaban junto a mí. Me hallaba cansado.
Buqué mi reloj; había desaparecido. Don Juan ‑y don Genaro soltaron
risitas unísonas. Don Juan dijo que no me preocupara por
el tiempo y que me concentrara en seguir ciertas recomendaciones
que don Genaro me había hecho. Miré a don Genaro y él hizo un chiste.
La recomendación más importante, dijo, era que aprendiese a escribir
con el dedo, para ahorrar lápices y para presumir. Bromearon un rato más acerca de mis notas
y luego me quedé dormido. Don Juan y don Genaro escucharon el detallado
recuento de mi experiencia, que a petición de don Juan hice al despertar
al día siguiente. ‑Genaro cree que ya tuviste suficiente
por el momento -dijo don Juan cuando hube terminado. Don Genaro asintió con la cabeza. ‑¿Qué significa lo que experimenté
anoche? -inquirí. ‑Le echaste un vistazo al asunto
más importante de la brujería ‑dijo don Juan‑. Anoche
te asomaste a la totalidad de ti mismo. Pero éstas palabras, desde
luego, no tienen sentido para ti en este momento. Por lo que queda
dicho, ya sabes que llegar a la totalidad de uno mismo no es cosa
de que uno quiera aceptar, o de que uno esté dispuesto a aprender.
Genaro piensa que tu cuerpo necesita tiempo para que el susurro del
nagual te penetre. Don Genaro volvió a asentir. ‑Bastante tiempo ‑dijo, meneando
la cabeza de arriba a abajo‑. Unos veinte o treinta años. No supe cómo reaccionar. Miré a don Juan
en busca de una guía. Ambos tenían expresiones serias. ‑¿De veras me faltan veinte o treinta
años? ‑pregunté. ‑¡Claro que no! ‑gritó don
Genaro, y ambos soltaron la risa. Don Juan me dijo que volviera cuando mi
voz interna así lo indicase, y que mientras tanto intentara ordenar
todas las sugerencias que me hicieron cuando estaba partido. ‑¿Cómo lo hago? ‑pregunté. ‑Cerrando tu diálogo interno y dejando
que algo en ti fluya y se expanda ‑repuso don Juan‑. Ese
algo es tu percepción, pero no trates de razonar de lo que te digo.
Nada más déjate guiar por el susurro del nagual. Luego dijo que la noche anterior yo había
tenido dos perspectivas intrínsecamente distintas. Una era inexplicable;
la otra, perfectamente natural, y el orden en que ocurrieron indicaba
una condición inmanente en todos nosotros. ‑Una vista era él nagual, la otra
el tonal ‑añadió don Genaro. Le pedí explicar su frase. Me miró y me
palmeó la espalda. Don Juan terció para decir que las dos
primeras visiones eran el nagual, y que don Genaro había elegido
un árbol y el suelo como puntos de énfasis. Las otras dos eran visiones
del tonal seleccionadas por él mismo; una de ellas fue mi percepción
del mundo cuando niño. ‑Te parecía un mundo extraño porque
tu percepción todavía no había sido cortada para ajustarla al molde
deseado ‑dijo. ‑¿Era así como yo veía realmente
el mundo? ‑pregunté. ‑Claro ‑dijo‑. Eso fue
tu memoria. Pregunté a don Juan si el sentimiento de
apreciación estética que me había extasiado era también parte de
mi recuerdo. ‑Entramos en esas vistas tal como
somos hoy -dijo‑. Veías la escena como la verías ahora. Pero
el ejercicio era de percepción. Ésa era la escena de la época en que
el mundo se volvió para ti lo que es ahora. Una época en que una silla
se hizo una silla. No quiso discutir la otra escena. ‑Eso no era un recuerdo de mi niñez
‑dije. ‑Pues claro que no ‑repuso‑.
Eso era otra cosa. ‑¿Era algo que veré en el futuro?
‑pregunté. ‑¡No hay futuro! ‑exclamó,
cortante‑. El futuro no es más que una manera de hablar. Para
un brujo sólo existe el aquí y el ahora. Dijo que esencialmente no había nada que
decir al respecto porque el propósito del ejercicio fue abrir las
alas de mi percepción, y que, si bien no volé con esas alas, toqué
sin embargo cuatro puntos inconcebibles de alcanzar desde el punto
de vista de mi percepción ordinaria. Empecé a reunir mis cosas para marcharme.
Don Genaro me ayudó a empacar mi cuaderno; lo puso en el fondo de
mi portafolios. ‑Allí estará calientito y tranquilo
‑dijo, guiñando un ojo‑. Puedes tener la seguridad de
que no se resfriará. En esos momentos don Juan pareció cambiar
de idea con respecto a mi partida y empezó a hablar de mi experiencia.
Automáticamente quise tomar mi portafolios de manos de don Genaro,
pero él lo dejó caer antes de que yo lo tocara. Don Juan hablaba de
espaldas a mí. Recogí el portafolios y busqué presuroso mi cuaderno.
Dan Genaro lo había empacado tan apretadamente que sacarlo me costó
un trabajo infernal; finalmente lo tuve en mis manos y empecé a escribir.
Don Juan y don Genaro me observaban. ‑Pero que mal andas ‑dijo don
Juan, riendo-. Buscas tu cuaderno como un borracho la botella. ‑Como una madre amorosa busca a su
niño ‑replicó don Genaro. ‑Como un cura busca su crucifijo
‑añadió don Juan. -Como una mujer busca sus calzones ‑gritó
don Genaro. Siguieron acumulando símiles y aullando
de risa mientras me acompañaban hasta mi coche. TERCERA PARTE LA EXPLICACIÓN DE LOS BRUJOS
TRES TESTIGOS DEL NAGUAL
Al volver a casa me vi una vez más ante
la tarea de organizar mis notas de campo. Lo que don Juan y don Genaro
me hicieron experimentar ganaba aun más en poder de conmoción conforme
yo recapitulaba los sucesos. Noté, sin embargo, que mi acostumbrada
reacción de entregarme meses enteros al desconcierto o al pavor por
lo que había atravesado, no era tan intensa como antes. Varias veces
intenté deliberadamente concentrar mis sentimientos, como otrora,
en especulaciones e incluso en autocompasión; pero algo faltaba. Tuve
asimismo la intención de anotar cierto número de preguntas que haría
a don Juan, a don Genaro y hasta a Pablito. El proyecto fracasó antes
de iniciado. Había en mí algo que me impedía entrar en un estado de
inquisición o perplejidad. No me propuse
volver con don Juan y don Genaro, pero tampoco rehuía la posibilidad.
Un buen día, sin premeditación alguna por mi parte, sentí simplemente
que era tiempo de verlos. En el pasado, cada vez que me disponía
a salir rumbo a México, tenía la sensación de que había miles de
Preguntas importantes y urgentes que deseaba plantear a don Juan;
esta vez mi mente se hallaba en blanco. Era como si, después de trabajar
en mis notas, me hubiera deshecho del pasado y estuviese listo Para
el aquí y el ahora del mundo de don Juan y don Genaro. Sólo tuve que esperar unas cuantas horas
antes de que don Juan me "encontrara" en el mercado de un
pequeño pueblo, en las montañas de México central. Me saludó con gran
afecto e hizo una sugerencia casual. Dijo que antes de llegar a casa
de don Genaro le gustaría visitar a los aprendices de éste, Pablito
y Néstor: Guando dejamos la carretera me dijo que vigilara con atención
por si había algo fuera de lo común al lado del camino o en el camino
mismo. Le pedí darme pistas más precisas al respecto. ‑No puedo ‑respondió‑.
El nagual no necesita pistas precisas. Disminuí la velocidad en reacción automática
a su réplica. Rió y con un ademán me instó a seguir manejando. Al acercarnos al pueblo donde Pablito y
Néstor vivían, don Juan me hizo detener el coche. Movió imperceptiblemente
la barbilla, señalando un grupo dé peñascos no muy grandes al lado
izquierdo del camino. ‑Ahí está el nagual ‑dijo en
un susurro. No había nadie en las cercanías. Yo había
esperado ver a don Genaro. Miré de nuevo los peñascos y luego escudriñé
el área circundante. Nada a la vista. Esforcé los ojos por discernir
cualquier cosa: un animal pequeño, un insecto, una sombra, una configuración
extraña en las rocas, cualquier cosa fuera de lo común. Tras un momento
desistí y me volví a encarara a don Juan. Él sostuvo sin sonreír mi
mirada interrogante y luego empujó suavemente mi brazo con el dorso
de su mano para hacerme mirar de nuevo los peñascos. Obedecí; luego
don Juan bajó del coche y me dijo que lo siguiera para examinarlos. Ascendimos lentamente una pendiente suave
durante sesenta o setenta metros, hasta llegar a la base de las rocas.
Don Juan se detuvo allí un momento y me susurró en el oído derecho
que el nagual me esperaba en ese mismo sitio. Le dije que, por más
que me esforzaba, no podía discernir sino las rocas y unos mechones
de hierba y algunos cactos. Insistió, sin embargo, en que el nagual
se hallaba allí, esperándome. Me ordenó tomar asiento, suspender mi diálogo
interno y mantener los ojos sin enfocar, en la cima de los peñascos.
Sentado junto a mí, acercó la boca a mi oído derecho y susurró que
el nagual me había visto, que estaba allí aunque yo no pudiera visualizarlo,
y que mi problema era simplemente la incapacidad de suspender por
entero el diálogo interno. Oí cada una de sus palabras en un estado
de silencio interior. Entendía todo y sin embargo no podía responder;
el esfuerzo necesario para pensar y hablar excedía lo posible. Mis
reacciones a sus comentarios no fueron pensamientos propiamente dichos
sino más bien unidades completas de sentimiento, las cuales tenían
todas las implicaciones de significado que suelo asociar con el pensamiento. Susurró que era muy difícil emprender por
uno mismo el camino hacia el nagual, y que yo había tenido en verdad
una gran suerte al ser iniciado por la polilla y su canción. Dijo
que, manteniendo el recuerdo del "llamado de la polilla",
yo podía hacerlo volver en mi ayuda. Tal vez sus palabras eran una sugerencia
avasalladora, o bien rememoré aquel fenómeno perceptual que él llamaba
el "llamado de la polilla", pues apenas hubo susurrado esas
palabras, el extraordinario borboteo se hizo audible. Su riqueza tonal
me hizo sentir dentro de una cámara de ecos. Al crecer el ruido en
volumen o proximidad, detecté también, en un estado de entresueño,
que algo se movía encima de los peñascos. El movimiento me produjo
un susto tan intenso que de inmediato recobré mi claridad de conciencia.
Mis ojos se enfocaron en
los peñascos. ¡Don Genaro estaba sentado en uno de ellos! Sus
pies pendían, y con los talones martillaba la roca, produciendo un
sonido rítmico que parecía sincronizado con el "llamado de la
polilla". Sonrió y agitó la mano saludándome. Quise pensar racionalmente,
Tuve la sensación, el deseo de averiguar cómo
llegó él allí, o cómo lo vi en ese sitio, pero no podía convocar
a mi razón en modo alguno. Lo único posible, bajo las circunstancias,
era mirarlo ahí sentado, sonriente, agitando la mano. Tras un instante pareció disponerse a bajar
deslizándose por el redondeado peñasco. Lo vi tensar las piernas,
preparar los pies para aterrizar en el duro suelo, y arquear la espalda,
hasta casi tocar la superficie de la roca, con el fin de ganar impulso
de deslizamiento. Pero a medio descenso su cuerpo se detuvo. Tuve
la impresión de que se había atorado. Pataleó dos o tres veces con
ambas piernas como si flotara en el agua. Parecía querer soltarse
de algo que lo tenía asido por el asiento‑de sus pantalones.
Frenéticamente se frotó con ambas manos las caderas. Me daba la impresión
de hallarse dolorosamente atrapado. Quise correr a ayudarlo, pero
don Juan me retuvo por el brazo y lo oí decir, medio ahogado de risa: ‑¡Obsérvalo! ¡Obsérvalo! Don Genaro pataleó, contrajo el cuerpo
y se retorció de lado a lado como si aflojara un clavo; luego oí
un fuerte tronido y se deslizó, o fue arrojado, hasta donde don Juan
y yo nos hallábamos. Aterrizó de pie, a metro y medio de mí. Se frotó
las nalgas y saltó repetidas veces en una danza de dolor, gritando
obscenidades. ‑La piedra no quería dejarme ir y
me agarró por el culo ‑me dijo en tono de mansedumbre. Experimenté una sensación de alegría sin
igual. Reí con fuerza. Noté que mi regocijo era equiparable a mi claridad
mental. Me hallaba sumergido en un estado de gran perceptividad.
Todo cuanto me rodeaba era claro y cristalino. Antes había estado
soñoliento o distraído a causa de mi silencio interno. Pero luego,
algo en la súbita aparición de don Genaro había creado un estado de
suma lucidez. Don Genaro continuó frotándose las nalgas
y saltando durante un rato más; luego cojeó hasta mi coche, abrió
la puerta y subió con dificultad al asiento trasero. Automáticamente me volví para hablar con
don Juan. No lo vi en ninguna parte. Empecé a llamarlo en voz alta.
Don Genaro salió del coche y se puso a correr en círculos, gritando
también el nombre de don Juan en un tono chillón y frenético. Sólo
entonces, al observarlo, me di cuenta de que me remedaba. Yo había
tenido tal ataque de miedo al verme a solas con don Genaro, que inconscientemente
corrí tres o cuatro veces en torno al coche, gritando el nombre de
don Juan. Don Genaro dijo que teníamos que recoger
a Pablito y Néstor, y que don Juan nos estaría esperando en algún
punto del camino. Habiendo superado mi susto inicial, le
dije que me alegraba de verlo. Hizo bromas sobre mi reacción. Dijo
que don Juan no era como un padre para mí, sino más bien como una
madre. Hilvanó graciosas observaciones y juegos de palabras sobre
"madres". Yo reía tanto que no me había dado cuenta de que
habíamos llegado a casa de Pablito. Don Genaro me indicó parar y bajó
del coche. Pablito estaba parado junto a la puerta de su casa. Vino
corriendo y subió en el coche para sentarse a mi lado. ‑Vamos por Néstor ‑dijo como
si tuviera prisa. Me volví en busca de don Genaro. No estaba.
Pablito, en tono suplicante, me instó a apresurarme. Fuimos a casa de Néstor. También él esperaba
junto a la puerta. Bajamos del coche. Sentí que los dos sabían qué
cosa pasaba. ‑¿A dónde vamos? ‑pregunté. ‑¿No te dijo Genaro? ‑preguntó
a su vez Pablito, incrédulo. Les aseguré que ni don Juan ni don Genaro
me habían mencionado nada. ‑Vamos a un sitio de poder ‑dijo
Pablito. ‑¿Qué vamos a hacer allí? ‑pregunté. Ambos dijeron al unísono que no sabían.
Néstor añadió que don Genaro le había dicho que me guiara al sitio. ‑¿Veniste de casa de Genaro? ‑preguntó
Pablito. Repuse que había estado con don Juan y
que hallamos a don Genaro en el camino y don Juan me dejó con él. ‑¿A dónde fue don Genaro? ‑pregunté
a Pablito. Pero Pablito no supo de qué hablaba yo.
No había visto a don Genaro en mi coche. ‑Fue conmigo a tu casa -dijo. ‑Creo que traías al nagual en tu
coche ‑dijo Néstor, asustado. No quiso ir en la parte trasera y se hizo
caber junto a Pablito y a mí en el asiento de adelante. Viajamos en silencio, a excepción de las
breves órdenes que Néstor daba para indicar el camino. Quise pensar en los sucesos de esa mañana,
pero de algún modo sabía que cualquier intento de explicarlos era
una infructuosa entrega de mi parte. Traté de trabar conversación
con Néstor y Pablito; dijeron que dentro del coche iban demasiado
nerviosos y no podían hablar. Disfruté su cándida respuesta y no los
presioné ya. Más de una hora después, dejamos el coche
en un ramal y ascendimos la ladera de una abrupta montaña. Caminamos
en silencio otra hora o algo así, con Néstor a la cabeza, y nos detuvimos
al pie de un enorme acantilado, casi vertical, de unos sesenta metros
de altura. Con ojos entrecerrados, Néstor escudriñó el suelo, buscando
un sitio adecuado donde sentarnos. Tuve la penosa conciencia de que
se conducía con torpeza. Pablito, que se hallaba junto a mí, pareció
varias veces a punto de adelantarse y corregirlo, pero se contenía
y se relajaba. Finalmente, tras un titubeo momentáneo, Néstor eligió
un sitio. Pablito suspiró aliviado. Supe que el sitio elegido por
Néstor era el correcto, pero ignoraba cómo lo supe. Me envolví en
el seudoproblema de imaginar qué sitio habría yo escogido de haber
ido guiándolos. Pablito, obviamente, se daba cuenta de lo que yo
hacía. ‑No puedes hacer eso ‑me susurró. Reí apenado, como si me hubiera sorprendido
en algún acto ilícito. Riendo, Pablito dijo que don Genaro siempre
caminaba con ellos dos por las montañas y los turnaba en el papel
de guía; así, él sabía que no había manera de imaginar cuál habría
sido la propia elección. ‑Genaro dice que la razón por la
que uno no puede hacer eso, es porque sólo hay decisiones bien hechas
o decisiones mal hechas. Si es una decisión mal hecha tu cuerpo lo
sabe, y también el cuerpo de los demás; pero si es una decisión bien
hecha, el cuerpo lo sabe y descansa y se olvida rapidísimo de que
hubo una decisión. Vuelves a cargar tu cuerpo, ves, como una escopeta,
para la siguiente decisión. Si quieres usar otra vez tu cuerpo para
hacer la misma decisión, no funciona. Néstor me miró; aparentemente le daba curiosidad
el que yo tomase notas. Asintió como para secundar a Pablito y luego
sonrió por vez primera. Dos de sus dientes superiores estaban chuecos.
Pablito explicó que Néstor no era malo ni sombrío; sus dientes lo
apenaban y ésa era la razón de que nunca sonriera. Néstor rió, tapándose
la boca. Le dije que podía mandarlo con un dentista para que le enderezara
los dientes. Creyeron que mi sugerencia era un chiste y rieron como
niños. ‑Genaro dice que él solo tiene que
vencer la vergüenza dijo Pablito‑. Además, Genaro dice que
tiene suerte; mientras que todo el mundo muerde del mismo modo, Néstor
puede partir un hueso a lo largo con sus dientotes chuecos, y si te
muerde un dedo te puede hacer un agujero, como un clavo. Néstor abrió la boca y me enseñó los dientes.
El incisivo y el canino izquierdos habían crecido de lado. Entrechocó
los dientes, haciéndolos sonar, y gruñó como un perro. Fingió dos
o tres tarascadas en mi dirección. Pablito rió. Yo nunca había visto a Néstor tan contento.
Las pocas veces que estuve antes con él, me daba la impresión de
ser un hombre de edad madura. Mirándolo allí sentado, sonriendo con
sus dientes chuecos, me maravilló su apariencia juvenil. Parecía tener
poco más de veinte años. Pablito nuevamente leyó a la perfección
mis pensamientos. ‑Está perdiendo la importancia ‑dijo‑.
Por eso se ve más joven. Néstor asintió y, sin decir palabra, soltó
un sonoro pedo. Sobresaltado, dejé caer mi lápiz. Pablito y Néstor casi se mueren de risa.
Cuando se hubieron calmado, Néstor vino a mi lado y me mostró un
aparato hecho en casa, que producía un sonido peculiar al ser aplastado
con la mano. Explicó que don Genaro le había enseñado a hacerlo. Tenía
un fuelle diminuto, y el vibrador podía ser cualquier clase de hoja
que se colocara en una ranura entre las dos piezas de madera que eran
los compresores. Néstor dijo que el tipo de sonido producido dependía
de la hoja que se usara como vibrador. Quiso que lo probara y me
mostró cómo aplastar los compresores para producir cierto sonido,
y cómo abrirlos para producir otro. ‑¿Para qué te sirve? ‑pregunté. Ambos cruzaron una mirada. ‑Es su cazador de espíritus, pendejo
‑dijo Pablito, cortante. Su tono era malhumorado, pero sonreía amistosamente.
Ambos eran una mezcla extraña e inquietante de don Genaro y don Juan. Me absorbió un horrible pensamiento. ¿Estaban
don Juan y don Genaro jugándome una treta? Tuve un momento de supremo
terror. Pero algo cedió dentro de mi estómago e inmediatamente me
calmé de nuevo. Supe que Pablito y Néstor usaban a don Genaro y don
Juan como modelos de conducta. Yo mismo había descubierto que cada
vez me portaba más como ellos. Pablito dijo que Néstor era afortunado
por tener un cazador de espíritus y que él mismo carecía de uno. ‑¿Qué vamos a hacer aquí? ‑pregunté
a Pablito. Néstor respondió como si me hubiera dirigido
a él. ‑Genaro me dijo que esperáramos aquí,
y que mientras esperamos debemos reírnos y divertirnos ‑dijo. ‑¿Cuánto crees que tendremos que
esperar? ‑pregunté. No respondió; meneó la cabeza y miró a
Pablito como preguntándole a él. ‑Yo tampoco sé ‑dijo Pablito. Iniciamos entonces una animada conversación
sobre las hermanas de Pablito, que duró hasta que Néstor, bromeando,
dijo que la mayor tenía una mirada tan maligna que mataba los piojos
con sólo verlos. Pablito, añadió, le tenía miedo porque era tan fuerte
que una vez, en un arrebato de ira, le arrancó un puñado de cabellos
como quien despluma a un pollo. Pablito concedió que su hermana mayor había
sido una bestia, pero que el nagual la había metido en cintura. Cuando
me contó la historia, me di cuenta de que Pablito y Néstor nunca mencionaban
el nombre de don Juan, sino que se referían a él como el nagual.
Al parecer, don Juan había intervenido en la vida de Pablito para
obligar a todas sus hermanas a llevar una vida más armoniosa. Pablito
dijo que, cuando el nagual acabó con ellas, quedaron hechas unas santas. La conversación duró hasta después que
se había puesto el sol. Néstor la interrumpió súbitamente y quiso
saber qué hacía yo con mis notas. Les expliqué mi trabajo. Tuve la
extraña sensación de que se interesaban verdaderamente en lo que
yo decía, y terminé hablando de antropología y filosofía. Me sentí
ridículo y quise parar, pero me hallaba inmerso en mi explicación
e incapaz de interrumpirla. Tuve la sensación inquietante de que
los dos, como equipo, me forzaban de alguna manera a ese largo discurso.
Tenían los ojos fijos en mí. No parecían aburridos ni, cansados. Me encontraba a la mitad de un comentario
cuando oí el leve sonido del "llamado de la polilla". Mi
cuerpo se tensó y mi frase quedó inconclusa. ‑El nagual está aquí ‑dije
maquinalmente. Néstor y Pablito cruzaron una mirada que
me pareció de terror puro y, saltando a mi lado, me flanquearon.
Tenían la boca abierta. Parecían niños asustados. Tuve entonces una inconcebible experiencia
sensorial. Mi oreja izquierda empezó amoverse. Sentí como si se agitara
por sí sola. Prácticamente volteó mi cabeza en un semicírculo, hasta
que me hallé encarando lo que creía el oriente. Mi cabeza se inclinó
levemente a la derecha; en esa posición me era posible detectar el
rico sonido barbotante del "llamado de la polilla". Sonaba
lejano, hacia el noreste. Una vez que establecí la dirección, mi oído
registró una increíble cantidad de sonidos. Sin embargo, yo no tenía
manera de saber si eran recuerdos de sonidos escuchados antes, o sonidos
reales que se producían en esos momentos. El sitio en que nos hallábamos era la áspera
ladera occidental de una cordillera. Hacia el noreste había arboledas
y conglomerados de arbustos montañeses. Mi oído pareció captar el
sonido de algo pesado que se movía sobre las rocas, procedente de
esa dirección. Néstor y Pablito respondían a mis acciones,
o bien escuchaban los mismos sonidos. Me habría gustado preguntárselos,
pero no me atrevía; o tal vez me era imposible interrumpir mi concentración. Cuando el sonido se hizo más fuerte y más
próximo, Néstor y Pablito se acurrucaron contra mis flancos. Néstor
parecía el más afectado; su cuerpo temblaba fuera de control. En determinado
momento, mi brazo izquierdo empezó a sacudirse; se alzó sin volición
mía hasta que estuvo casi al nivel de mi rostro, y luego señaló un
área de arbustos. Oí un sonido vibratorio o un rugido; era un sonido
familiar para mí. Lo había oído años antes bajo la influencia de una
planta psicotrópica. Discerní en los arbustos una gigantesca figura
negra. Era como si los arbustos mismos se hubieran oscurecido gradualmente
hasta producir una ominosa negrura. No tenía forma definida pero se
movía. Parecía alentar. Oí un chillido escalofriante, que se mezcló
a los gritos aterrados de Néstor y Pablito; y los arbustos, o la masa
negra en la que se habían trocado, volaron hacia nosotros. No pude mantener la ecuanimidad. De algún
modo, algo en mí cedió. La masa se cirnió sobre nosotros, y luego
nos tragó. La luz en torno se hizo opaca. Era como si el sol se hubiese
ocultado. O como si de pronto llegara el crepúsculo. Serio las cabezas
de Néstor y Pablito bajo mis axilas; hice bajar los brazos ‑en
un inconsciente movimiento protector y caí, girando hacia atrás. Pero no llegué a tocar el suelo rocoso,
pues un instante después me hallé de pie flanqueado por Pablito y
Néstor. Ambos, aunque más altos que yo, parecían haberse encogido;
con las piernas y la espalda arqueadas, disminuían su estatura al
grado de caber bajo mis brazos. Don Juan y don Genaro estaban de pie frente
a nosotros. Los ojos de don Genaro brillaban como los de un felino
en la noche. Los ojos de don Juan tenían el mismo brillo. Yo nunca
había visto así n don Juan. Era en verdad imponente. Más aun que don
Genaro. Se veía más joven y más fuerte que de costumbre. Mirando
a los dos, tuve el sentimiento enloquecedor de que no eran hombres
como yo. Pablito y Néstor gemían quedamente. Entonces
don Genaro dijo que éramos la imagen de la Trinidad. Yo era el Padre,
Pablito el Hijo y Néstor el Espíritu Santo. Don Juan y don Genaro
rieron en tono resonante. Pablito y Néstor sonrieron mansamente. Don Genaro dijo que debíamos desenredarnos,
porque los abrazos sólo eran permisibles entre hombres Y mujeres,
o entre un hombre y su burro. Noté entonces que me hallaba en el mismo
sitio que antes; obviamente, no había girado hacia atrás, como me
pareció. De hecho, Néstor y Pablito estaban también en los mismos
sitios. Don Genaro hizo un seña con la cabeza a
Pablito y Néstor. Don Juan me indicó seguirlos. Néstor tomó la guía
y me señaló un sitio donde sentarme, y otro para Pablito. Formamos
una línea recta, a unos cincuenta metros del sitio donde don Juan
y don Genaro se erguían inmóviles al pie del acantilado. Mis ojos,
fijos en ellos, se desenfocaron involuntariamente. Supe que bizqueaba,
pues veía cuatro personas. Luego la imagen de don Juan en el ojo izquierdo
se superpuso a la de don Genaro en el derecho; el resultado de la
fusión fue un ser iridiscente parado entre don Juan y don Genaro.
N o era un hombre como suelo verlos. Más bien era una bola de fuego
blanco, cubierta por algo como fibras de luz. Sacudí la cabeza; se
disipó la doble imagen, y sin embargo persistió la visión de don Juan
y don Genaro como seres luminosos. Yo veía dos extraños objetos alargados,
hechos de luz. Parecían balones blancos, iridiscentes, con fibras,
y las fibras tenían luz propia. Los dos seres luminosos se estremecieron;
vi temblar sus fibras, y luego desaparecieron como una exhalación.
Los jaló un largo filamento, un hilo de araña que parecía surgido
de la cima del acantilado. La sensación que tuve fue la de que un
largo rayo de luz, o una línea luminosa, había bajado de la roca para
alzarlos. Percibí la secuencia con los ojos y con el cuerpo. También podía advertir enormes disparidades
en mi modo de percepción, pero me resultaba imposible especular sobre
ellas como ordinariamente habría hecho. Así, tenía conciencia de estar
mirando directamente hacia la base del acantilado, y sin embargo
veía a don Juan y don Genaro en la cima, como si hubiese alzado la
cara en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Quise tener miedo, acaso cubrirme el rostro
y llorar, o hacer cualquier otra cosa dentro de mi gama normal de
reacciones. Pero parecía hallarme trabado. Mis deseos no eran pensamientos,
tal como los conozco; por tanto, no podían evocar la respuesta emocional
que yo estaba acostumbrado a despertar en mí mismo. Don Juan y don Genaro se desplomaron al
suelo. Sentí que lo habían hecho a juzgar por la consumante sensación
de caída que experimenté en el estómago. Don Genaro permaneció donde había aterrizado,
pero don Juan vino a nosotros y tomó asiento detrás de mí, a mi derecha.
Néstor se agazapaba con las piernas contra el estómago; reposaba la
barbilla en las palmas dé las manos; sus antebrazos, apoyados contra
los muslos, servían de soportes. Pablito estaba sentado con el cuerpo
ligeramente hacia adelante y las manos contra el estómago. Advertí
entonces que yo había cruzado los antebrazos sobre la región umbilical,
y que asía la piel de mis flancos. Me había agarrado con tal fuerza
que tenía los flancos adoloridos. Don Juan habló en un murmullo seco, dirigiéndose
a todos nosotros. ‑Deben fijar la vista en el nagual
‑dijo‑. Todos los pensamientos y las palabras deben borrarse. Lo repitió cinco o seis veces. Su voz era
extraña, desconocida para mí; me daba la sensación concreta de las
escamas en la piel de una lagartija. Este símil era un sentimiento,
no un pensamiento consciente. Cada una de sus palabras se desprendía
como una escama; tenían un ritmo extraño; eran ahogadas, secas, como
una tos suave; un murmullo rítmico hecho mando. Don Genaro estaba inmóvil. Al mirarlo no
pude mantener mi conversión de imagen, y crucé los ojos involuntariamente.
Entonces volví a notar una extraña luminosidad en el cuerpo de don
Genaro. Mis ojos empezaban a cerrarse, o a rasgarse. Don Juan acudió
a mi rescate. Lo oí dar la orden de no cruzar los ojos. Sentí un golpe
suave en la cabeza. Al parecer me había pegado con una piedrecilla.
Vi la piedra rebotar un par de veces sobre las rocas cercanas. También
debe haber golpeado a Néstor y a Pablito; oí el rebote de otras piedras
en las rocas. Don Genaro adoptó una extraña postura de
danza. Dobló las rodillas, extendió los brazos a los lados, estiró
los dedos. Parecía a punto de girar; ‑de hecho, dio una media
vuelta y luego fue jalado hacia arriba. Tuve la clara percepción de
que el hilo de una oruga gigante había alzado su cuerpo hasta la cima
del acantilado. Mi percepción del movimiento ascendente fue una extraña
mezcla de sensaciones visuales y corpóreas. Medio vi, medio sentí
su vuelo vertical. Había algo que se veía o se sentía como una línea
o un hilo casi imperceptible de luz, y que lo jalaba. No presencié
su vuelo en el sentido en el que seguiría con los ojos a un ave. No
hubo secuencia lineal en el movimiento. No tuve que alzar la cabeza
para mantenerlo dentro de mi campo visual. Vi la línea jalarlo,
luego sentí su movimiento en mi cuerpo, o con mi cuerpo; y en el instante
siguiente se hallaba encima del acantilado, a decenas de metros de
altura. Tras unos minutos se desplomó. Sentí su
Caída y gruñí involuntariamente. Don Genaro repitió su hazaña tres veces
más. En cada ocasión, mi percepción se entonó. Durante su último salto,
pude claramente distinguir, una serie de líneas que emanaban de su
parte media, y supe cuándo estaba a punto de ascender y descender,
juzgando por la forma en que las líneas de su cuerpo se movían. Cuando
estaba a punto de saltar hacia arriba, las líneas se tendían en esa
dirección; al contrario, cuando se disponía a saltar hacia abajo,
las líneas se tendían hacia afuera y en descenso. Después de su cuarto salto, don Genaro
vino a nosotros y tomó asiento detrás de Pablito y Néstor. Luego
don Juan pasó al frente y se paró donde don Genaro estuvo. Quedó inmóvil
un rato. Don Genaro dio breves instrucciones a Pablito y Néstor. No
entendí lo que había dicho. Mirándolos, vi que cada uno recogía una
piedra y la colocaba contra su región umbilical. Me preguntaba si
yo también debía hacerlo, cuando don Genaro me dijo que la precaución
no se aplicaba en mi caso, pero que sin embargo tuviera una piedra
a la mano, por si me enfermaba. Echó hacia adelante la quijada para
indicarme mirar a don Juan Y luego dijo algo ininteligible; lo repitió
y, aunque no comprendí las palabras, supe qué era más o menos la misma
fórmula que don Juan había pronunciado. Las palabras no importaban
en realidad; era, el ritmo, la sequedad del tono, la cualidad de
tosido. Tuve la certeza de que el lenguaje empleado por don Genaro,
fuera el que fuese, resultaba más adecuado que el español para el
ritmo en staccato. Don Juan hizo exactamente lo que don Genaro había
hecho en un principio, pero luego, en vez de saltar hacia arriba,
giró como un gimnasta sobre su propio eje. En mi semiconciencia, esperé
que aterrizara de nuevo sobre sus pies. Nunca lo hizo. Su cuerpo
siguió dando vueltas a poca distancia del suelo. Los círculos eran
muy rápidos al principio, luego se hicieron más lentos. Desde donde
me hallaba, pude ver que el cuerpo de don Juan colgaba, como el de
don Genaro, de un hilo de luz. Giraba despacio como para permitirnos
verlo con detenimiento. Luego empezó a ascender; ganó altura hasta
alcanzar la cima del acantilado. Flotaba como carente de peso. Sus
vueltas despaciosas evocaban la imagen de un astronauta en el espacio,
en estado de ingravidez. Me mareé de observarlo. Mi sensación de
malestar pareció darle impulso; empezó a girar con mayor rapidez.
Se apartó del acantilado y, conforme ganaba velocidad, me enfermé
verdaderamente. Cogí la piedra y la puse sobre mi estómago. La apreté
contra mi cuerpo lo más que pude. Su contacto me calmó un poco. La
acción de tomar la piedra y apretarla me había permitido un descanso
momentáneo. Aunque no aparté los ojos de don Juan, mi concentración
se interrumpió. Antes de procurar la piedra sentía que la velocidad
ganada por el cuerpo flotante emborronaba su forma; parecía un disco
giratorio y luego una luz en rotación. Cuando tuve la roca contra
el cuerpo, su velocidad menguó; parecía un sombrero flotando en el
aire, un volador que oscilaba hacia adelante y hacia atrás. El movimiento del volador fue todavía más
perturbador. Mi malestar se hizo incontrolable. Oí un aletear de pájaro,
y tras un momento de incertidumbre supe que el acontecimiento había
concluido. Me sentía tan enfermo y exhausto que me
tendí a dormir. Debo haber dormitado un rato. Abrí los ojos cuando
alguien sacudió mi brazo. Era Pablito. En tono frenético, me decía
que no podía dormirme, pues si lo hacía todos moriríamos. Insistió
en que debíamos irnos en el acto, aunque fuera a gatas. También él
parecía físicamente exhausto. De hecho, tuve la idea de que pasáramos
allí la noche. El prospecto de caminara oscuras hasta el coche me
parecía espantable. Traté de convencer a Pablito, cuyo frenesí crecía.
Néstor se hallaba tan mal que la indiferencia lo dominaba. Pablito se sentó, desesperado por entero.
Hice un esfuerzo por organizar mis ideas. Ya había oscurecido, aunque
todavía había suficiente luz para discernir las rocas en torno. La
quietud era exquisita y confortante. Yo disfrutaba sin reservas el
momento, pero de pronto mi cuerpo saltó; oí el sonido distante de
una rama quebrada. Maquinalmente encaré a Pablito. Él parecía saber
lo que me ocurría. Tomamos a Néstor por los sobacos y lo levantamos.
Corrimos, arrastrándolo. Al parecer sólo él conocía el camino. Nos
daba breves órdenes de tiempo en tiempo. Yo no me preocupaba por lo que hacíamos:
Enfocaba mi atención en mi oído izquierdo, que parecía ser una unidad
independiente del resto de mi persona. Algún sentimiento me forzaba
a detenerme cada determinado tramo para reconocer el entorno con mi
oído. Sabia que algo iba siguiéndonos. Era algo masivo; aplastaba
las piedras al avanzar. Néstor recobró en cierta medida la compostura
y caminó por sí mismo, asiendo ocasionalmente el brazo de Pablito. Llegamos a una arboleda. La oscuridad era
ya total. Oí un sonido repentino y extremadamente fuerte. Era como
el chasquido de un látigo monstruoso que azotara la copa de los árboles.
Sentí sobre nuestras cabezas el escarceo de una ola de alguna especie. Pablito y Néstor gritaron y salieron de
allí a toda velocidad. Quise detenerlos. No estaba seguro de poder
correr en las tinieblas. Pero en aquel instante oí y sentí una serie
de pesadas exhalaciones justamente atrás de mí. El susto fue indescriptible. Los tres corrimos juntos hasta llegar al
coche. Néstor nos guió en alguna forma desconocida. Pensé dejarlos en sus casas e irme a un
hotel en el pueblo. No habría ido a casa de don Genaro por nada del
mundo. Pero Néstor no quería dejar el coche, ni Pablito ni yo tampoco.
Terminamos en casa de Pablito. Mandó a Néstor a comprar cerveza y
refrescos de cola mientras su madre y sus hermanas nos preparaban
de comer. Néstor, bromeando; preguntó si la hermana mayor no lo acompañaría,
por si acaso lo atacaran perros o borrachos. Pablito rió y me dijo
que le habían confiado a Néstor. ‑¿Quién te lo confió? ‑pregunté. ‑¡El poder, por supuesto! ‑repuso‑.
En otro tiempo Néstor era mayor que yo, pero Genaro le hizo algo y
ahora es mucho más joven. Tú te diste cuenta, ¿no? ‑¿Qué le hizo don Genaro? ‑pregunté. ‑Ya sabes, lo volvió niño otra vez.
Era demasiado importante y pesado. Ya se habría muerto si no lo vuelven
más joven. Había en Pablito algo verdaderamente cándido
y encantador. La sencillez de su explicación me avasallaba. Néstor
había en verdad rejuvenecido; no sólo se veía más joven, sino que
actuaba como un niño inocente. Supe sin la menor duda que así se sentía. ‑Yo lo cuido ‑prosiguió Pablito‑.
Genaro dice que es un honor cuidar a un guerrero. Néstor es un magnífico
guerrero. Sus ojos brillaban, como los de don Genaro.
Me dio vigorosas palmadas en la espalda y rió. ‑Deséale el bien, Carlitos ‑dijo‑.
Deséale el bien. Me sentía muy fatigado. Tuve un extraño
brote de tristeza alegre. Le dije que venía de un sitio donde rara
vez, si acaso, se deseaba el bien. ‑Yo lo sé ‑dijo‑. Lo
mismo me pasaba a mí. Pero ahora soy un guerrero y ya puedo desear
el bien.
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