RELATOS DE PODER (Extracto)

 

 

Carlos Castaneda

 

 

Este libro es muy importante porque prácticamente en él desaparece Don Juan, el maestro de Carlos Castaneda......aunque aparece de vuelta en los ultimos libros.

 

 

 

 

 

 

 

¿Me tienes miedo? preguntó.
No a usted, sino a lo que usted representa.
Represento la libertad del guerrero. ¿Tienes miedo de eso?
No. Pero tengo miedo de su conocimiento. Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada.
Otra vez confundes las cosas. Descanso, refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner jamás en duda su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado contigo.
¿Quiénes son los brujos malignos, don Juan?
Todos nuestros prójimos son los brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres un brujo maligno. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que te han trazado? No. Tus ideas y tus acciones están fijadas para siempre en sus términos. Eso es esclavitud. Yo, en cambio, te traje libertad.
La libertad es muy cara, pero el precio no es imposible.
Ten miedo a tus carceleros, a tus amos. No desperdicies tu tiempo y tu poder en temerme a mí.
No te sobresaltes dijo calmadamente . No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón. Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensamientos son claros; a juzgar por sus actos o sus palabras, uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha presenciado todo.

 

 

Índice

 

 

INTRODUCCIÓN ....................................................

 

PRIMERA PARTE

UN TESTIGO DE ACTOS DE PODER

 

CITA CON EL CONOCIMIENTO ............................................

EL SOÑADOR Y EL SOÑADO ..............................................

EL SECRETO DE LOS SERES LUMINOSOS ......................

 

SEGUNDA PARTE

EL TONAL Y EL NAGUAL

 

TENER QUE CREER ...................................................

LA ISLA DEL TONAL ..................................................

EL DÍA DEL TONAL ......................................................

REDUCIR EL TONAL ...................................................

LA HORA DEL NAGUAL ..................................................

EL SUSURRO DEL NAGUAL ........................................

LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN ...............................

 

TERCERA PARTE

LA EXPLICACIÓN DE LOS BRUJOS

 

TRES TESTIGOS DEL NAGUAL ................................................

LA ESTRATEGIA DE UN BRUJO ................................................

LA BURBUJA DE LA PERCEPCIÓN .....................................

LA PREDILECCIÓN DE LOS GUERREROS ........................

 

 
Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.

 

SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y amor

 


PRIMERA PARTE

 

 

UN TESTIGO DE ACTOS DE PODER

 

CITA CON EL CONOCIMIENTO

 

Llevaba yo varios meses sin ver a don Juan. Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en casa de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a un impulso, me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en Sonora. Estacioné el coche y caminé una corta dis­tancia hasta la casa misma. Para mi sorpresa, lo en­contré allí.

‑¡Don Juan! No esperaba hallarlo aquí ‑dije.

Echó a reír, deleitado por mi asombro. Estaba sen­tado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta delantera. Al parecer me aguardaba. Había un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura con que me saludó. Quitándose el sombrero, lo agitó cómicamente en florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo militar. Se hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre una silla de montar.

‑Siéntate, siéntate ‑dijo en tono jovial‑. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí.

‑Ya me estaba yendo hasta Oaxaca a buscarlo, don Juan ‑dije‑. Y luego habría tenido que regresar a Los ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de manejar.

‑De todos modos me habrías encontrado ‑dijo él en tono misterioso‑, pero digamos que me debes los seis días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías emplear en algo más interesante que andar correteando en tu carro.

Había algo cautivante en la sonrisa de don Juan. Su calidez era contagiosa.

‑¿Y dónde están los instrumentos? ‑preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano.

Le dije que los había dejado en el coche; él res­pondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos.

‑Acabo de escribir un libro ‑dije.

Fijó en mí una mirada larga y peculiar que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si em­pujase mi parte media con un objeta suave. Sentí que me iba a poner mal, pero entonces don Juan miró para otro lado y recobré mi primera sensación de bienestar.

Quise hablar de mi libro, pero él indicó con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió. Desbordaba ligereza y encanto, e inmediatamente me envolvió en una larga conversación acerca de perso­nas y de sucesos actuales. Al cabo de un buen rato logré por fin desviar la conversación hacia el tópico de mi interés. Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas, me di cuenta de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra asociación, una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio el papel de las plantas alu­cinógenas.

‑¿Por qué me hizo usted tomar tantas veces esas plantas de poder? ‑pregunté.

Rió y musitó, en voz muy suave:

‑Porque eres un idiota.

Lo oí perfectamente, pero quise cerciorarme y fin­gí no haber entendido.

‑¿Cómo dijo? ‑inquirí.

‑Tú sabes lo que dije ‑replicó, y se puso en pie.

Al pasar junto a mí me golpeó la cabeza con un dedo.

‑Eres un poco lento ‑dijo‑. Y no había otra for­ma de sacudirte.

‑¿De modo que nada de eso era absolutamente ne­cesario? ‑pregunté.

‑Lo era, en tu caso. Pero hay otros tipos de gente que no parecen necesitarlas.

Se quedó parado junto a mí, la vista fija en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego volvió a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje, pero no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo.

-Tener sensibilidad es una condición natural de cierta gente ‑dijo‑. Tú no la tienes. Pero tampoco yo. A fin de cuentas, la sensibilidad importa muy poco.

‑¿Qué es entonces lo que importa? ‑pregunté.

Pareció buscar una respuesta adecuada.

‑Lo que importa es que un guerrero sea impeca­ble ‑dijo al fin‑. Pero eso es sólo una manera de decir las cosas, un modo de andarse por las ramas. Tú ya has terminado algunas tareas de brujería y creo que ya es hora de mencionar la fuente de todo lo que importa. Así pues, diré que lo importante para un guerrero es llegar a la totalidad de uno mismo.

‑¿Qué es la totalidad de uno mismo, don Juan?

‑Dije que nada más iba a mencionarla. Todavía quedan en tu vida muchos cabos sueltos que debes atar antes de que podamos hablar de la totalidad de uno mismo.

Con eso puso fin a la conversación. Hizo un ade­mán para callarme. Al parecer, había algo o alguien en la cercanía. Ladeó la cabeza hacia un lado, como para escuchar. Pude ver el blanco de sus ojos mien­tras enfocaban los arbustos más allá de la casa, hacia la izquierda. Escuchó atentamente unos momentos y luego se puso en pie, se acercó y me susurró al oído que debíamos dejar la casa y salir a un paseo.

‑¿Algo anda mal? ‑pregunté, también en un susurro.

‑No. Nada anda mal ‑dijo‑. Todo anda bastan­te bien.

Me guió al chaparral desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo, señas de que el espacio hubiera sido desmontado y apla­nado con maquinaria. Don Juan se sentó en el cen­tro, mirando al sureste. Señaló un sitio como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dán­dole la cara.

‑¿Qué vamos a hacer aquí? ‑pregunté.

Tenemos una cita aquí esta noche ‑respondió.

Escudriñó los alrededores con rápida mirada, giran­do sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste.

Sus movimientos me alarmaron. Le pregunté con quién teníamos cita.

‑Con el conocimiento ‑repuso‑. Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.

No me dio oportunidad de pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jo­vial me instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como hubiéramos hecho en su casa.

Lo que más presionaba mi mente en esos instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de "hablar" con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz de visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad, la des­cripción mágica del mundo: una descripción en que la comunicación a través de palabras con los animales era asunto rutinario.

‑No vamos a ponernos a revivir ninguna expe­riencia de tal naturaleza ‑dijo don Juan al oír mi pregunta‑. No es dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos tocarlos, pero sólo como referencia.

‑¿Por qué motivo, don Juan?

‑Todavía no tienes suficiente poder personal para buscar la explicación de los brujos.

‑¡Entonces hay una explicación de brujos!

‑Claro. Los brujos son hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.

‑Yo tenía la impresión de que mi gran falla era buscar explicaciones.

‑No. Tu falla es buscar explicaciones convenien­tes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú.

‑¿Cómo puedo llegar a la explicación de los brujos?

‑Acumulando poder personal. El poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una explicación; sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y tus ideas.

Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mi. Cada vez que entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas.

Don Juan rió cuando planteé mi pregunta.

-Genaro es estupendo -dijo‑. Pero no tiene sen­tido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tam­poco tienes suficiente poder personal para desenvol­ver ese tema. Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.

‑¿Y si nunca lo tengo?

-Si nunca lo tienes, nunca hablaremos.

‑Al paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficien­te? ‑pregunté.

‑De ti depende ‑respondió‑. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabili­dad tuya ganar suficiente poder personal para incli­nar la balanza.

‑Habla usted en metáforas -dije‑. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.

Don Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.

-Tú sabes exactamente lo que necesitas ‑dijo.

Respondí que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo.

‑Me temo que confundes las cosas ‑dijo‑. La confianza de un guerrero no es la confianza del hom­bre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mis­mo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo impo­sible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impe­cable en los propias actos y sentimientos.

‑He tratado de vivir de acuerdo con sus consejos ‑dije‑. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?

‑No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte siem­pre más allá de tus límites.

‑Pero eso sería una locura, don Juan. Nadie pue­de hacer eso.

‑Muchas cosas que haces ahora te habrían pareci­do una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora perfectamente posi­ble, y a lo mejor el que logres cambiarte por comple­to es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres.

Comprendí a qué se refería.

‑¿Cree usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? ‑pregunté‑. ¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?

No contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.

Le conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como pre­cedente el hecho de qué los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.

‑Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maes­tros ‑dijo don Juan sin mirarme‑. Yo no soy maes­tro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.

‑Pero quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.

‑No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda ‑dijo‑. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tene­mos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.

Luego bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.

‑Voy a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz ‑dijo‑. A ver qué haces can ella.

"¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eterni­dad, si así lo deseas?"

Tras una larga pausa, durante la cual un sutil mo­vimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna for­mulación, dije no entender de qué hablaba.

‑¡Allí! ¡La eternidad está allí! ‑dijo, señalando el horizonte.

Luego apuntó hacia el cenit.

‑O allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.

Extendió los brazos para señalar al este y al oeste.

Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta.

‑¿Y qué me dices de esto? ‑inquirió, animándo­me a meditar sus palabras.

No supe qué responder.

‑¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado? ‑prosiguió‑. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.

Se me quedó mirando.

‑Antes no tenías este conocimiento ‑dijo, son­riendo‑. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin embar­go no importa nada, porque no tienes suficiente po­der personal para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la par­te que manda, de estos límites que la contienen.

Vino a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.

‑Estos son los límites de los que hablo ‑dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.

Me palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; lue­go rió.

Le pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.

‑Somos seres luminosos -dijo, meneando rítmica­mente la cabeza‑. Y para un ser luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me pregun­tas qué cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.

Don Juan miró el horizonte occidental y dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna.

‑Tenemos que estarnos aquí mucho rato ‑expli­có‑. Así pues; o nos sentarnos en silencio o habla­mos. Para ti no es natural estar callado, de modo que sigamos hablando. Este lugar es un sitio de poder y debe acostumbrarse a nosotros antes de que caiga la noche. Debes quedarte sentado, lo más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia. Parece que es más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que escribe cuanto se te dé la gana.

"Y ahora, a ver si me cuentas de tu soñar."

La súbita transición me tomó desprevenido. Don Juan repitió su petición. Había mucho que decir al respecto. "Soñar" implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impac­to del "soñar", los criterios ordinarios para diferen­ciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes.

La praxis del "solar" era, para don Juan, un ejer­cicio que consistía en hallar las propias manos duran­te un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos.

Después de años de intentos infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospec­tivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido cierto grado de dominio so­bre el mundo de mi vida cotidiana.

Don Juan quiso saber los puntos salientes. Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden de mirarme las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había advertido que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba "ar­mar los sueños", consistía en un juego mortal que la mente jugaba consigo misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer todo lo posible por impedir el cumplimiento de mi tarea. Eso podía incluir, dijo don Juan, el arrojarme a una pérdida de significado, a la melancolía, o incluso a una depresión suicida. Sin embargo, no llegué tan lejos. Mi experiencia se quedó más bien en el lado ligero, cómico; no obstan­te, la frustración era igual. Cada vez que, en un sue­ño, estaba a punto de mirarme las manos, algo extra­ordinario sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o simplemente se transformaba en una placentera experiencia de excitación corporal; todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo "normal" en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente en extremo. La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a la luz de la nueva situación.

Una noche, inesperadamente, hallé mis manos en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad extranjera y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como si algo en mí cedie­ra para permitirme observar el dorso de mis manos.

Las instrucciones de don Juan estipulaban que, ape­nas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse, yo debía trasladar la mirada a cual­quier otro elemento en el ámbito del sueño. En aque­lla ocasión particular, la trasladé a un edificio en el extremo de la calle. Cuando la apariencia del edifi­cio empezó a disiparse, presté atención a otros ele­mentos ambientales. El resultado final fue la imagen increíblemente clara, de una calle desierta en alguna ciudad extranjera.

Don Juan me hizo contar otras experiencias en el "soñar". Hablamos largo rato.

Al acabar mi reporte, él se levantó y fue al mato­rral. Me incorporé también. Estaba nervioso. Era una sensación injustificada, pues nada había que invocara miedo o cuidado. Don Juan no tardó en volver. Ad­virtió mi agitación.

‑Sosiégate ‑dijo, mientras asía con suavidad mi brazo.

Me hizo tomar asiento y me puso el cuaderno en el regazo. Me animó a escribir. Argumentaba que yo no debía inquietar el sitio de poder con innecesa­rios sentimientos de miedo o vacilación.

‑¿Por qué me pongo tan nervioso? ‑pregunté.

‑Es natural ‑dijo‑. Algo en ti se ve amenazado por tus quehaceres en el soñar. Mientras no pensabas en ellos, anduviste bien. Pero ahora que me revelaste tus acciones estás a punto de desmayarte:

"Cada guerrero tiene su propio modo de soñar. To­dos son distintos. Lo único que tenemos en común es que algo en nosotros tiende trampas para obligarnos a abandonar la empresa. El remedio es persistir a pesar de todas las barreras y desilusiones."

Luego me preguntó si era yo capaz de elegir temas para "soñar". Dije no tener la menor idea de cómo hacerlo.

‑La explicación de los brujos acerca de cómo esco­ger un tema para soñar ‑dijo él‑ es que el guerrero escoge el tema manteniendo a fuerza una imagen en la mente mientras para su diálogo interior. En otras palabras, si es capaz de no hablar consigo mismo por un momento, y luego evoca la imagen o el pensamien­to de lo que quiere soñar, aunque sólo sea por un instante, lo deseado vendrá a él. Estoy seguro de que esto es lo que has hecho, aunque sin darte cuenta.

Hubo una larga pausa y después don Juan empezó a husmear el aire. Parecía limpiarse la nariz; exha­ló por ella tres o cuatro veces, con gran fuerza. Los músculos de su abdomen se contraían en espasmos que él controlaba aspirando breves bocanadas de aire.

‑Ya no vamos a hablar más de soñar ‑dijo‑. Podrías obsesionarte. Para lograr éxito en cualquier empresa se debe ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión ni obsesiones.

Se puso en pie y caminó hasta el borde del matorral. Agachándose, escrutó el follaje. Parecía examinar algo en las hojas, sin acercarse a ellas demasiado.

‑¿Qué hace usted? -pregunté, incapaz de conte­ner la curiosidad.

Me encaró, sonriendo y alzando las cejas.

-Los matorrales están llenos de cosas extrañas ‑dijo al sentarse de nuevo.

De tan casual, su tono me asustó más que si hubie­ra lanzado un alarido súbito. Lápiz y cuaderno caye­ron de mis manos. Me remedó entre risas y dijo que mis reacciones exageradas eran uno de los cabos suel­tos que aún existían en mi vida.

Quise hacer una observación, pero no me dejó hablar.

‑Todavía queda un poco de luz del día ‑dijo‑. Hay otras cosas que deberíamos tocar antes de que caiga el crepúsculo.

Añadió entonces que, juzgando por los resultados de mi "soñar" yo debía de haber aprendido a inte­rrumpir voluntariamente mi diálogo interno. Le dije que así era.

En el principio de nuestra relación, don Juan ha­bía delineado otro procedimiento: caminar largos tre­chos sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar nada directamente sino, cruzan­do levemente los ojos, mantener una visión periféri­ca de cuanto se presentaba a la vista. Recalcó, aunque entonces no entendí, que conservando los ojos sin en­focar en un punto justamente arriba del horizonte, era posible percibir, en forma simultánea, cada ele­mento en el panorama total de casi 180 grados frente a los ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única manera de suspender el diálogo interno. Solía pedir reportes sobre mi progreso, pero luego dejó de preguntar por él.

Dije a don Juan que practiqué la técnica años en­teros sin advertir cambio alguno, pero de todos mo­dos no lo esperaba. Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de que acababa de caminar du­rante unos diez minutos sin haberme dicho una sola palabra.

Mencioné también que en esa ocasión cobré con­ciencia de que suspender el diálogo interno implicaba algo más que sólo reprimir las palabras que me decía a mí mismo. Todos mis procesos intelectuales se de­tuvieron, y me sentí como suspendido, flotando. Una sensación de pánico surgió de esa vivencia, y tuve que reanudar mi diálogo interno como antídoto.

‑Te he dicho que el diálogo interno es lo que nos hace arrastrar ‑dijo don Juan‑. El mundo es así como es sólo porque hablamos con nosotros mismos acerca de que es así como es.

Don Juan explicó que el pasaje al mundo de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender el diálogo interno.

‑Cambiar nuestra idea del mundo es la clave de la brujería ‑dijo‑. Y la única manera de lograrlo es parar el diálogo interno. Lo demás sólo es arreglo. Ahora estás en la posición de saber que nada de lo que has visto o hecho, con la excepción de parar el diálogo interno, habría podido de por sí cambiar nada en ti, o en tu idea del mundo. El asunto, por supues­to, es que ese cambio no sea un trastorno. Ahora en­tenderás por qué un maestro no presiona a su apren­diz. Eso nada más fomentaría obsesión y morbidez.

Pidió detalles de otras experiencias que yo hubiera ­tenido al suspender el diálogo interno. Hice un re­cuento de cuanto pude recordar.

Hablamos hasta que oscureció y ya no pude tomar notas cómodamente; debía atender a la escritura y eso alteraba mi concentración. Don Juan se dio cuenta y se echó a reír. Señaló que yo había propiamente logrado otra tarea de brujo: escribir sin concentrarme. Apenas lo dijo, advertí que yo, en verdad, no prestaba atención al acto de tomar notas. Parecía ser una actividad separada con la cual yo no tenía que ver.. Me sentí raro. Don Juan me, pidió sentarme junto a él en el centro del círculo. Dijo que había dema­siada oscuridad y que ya no me hallaba ‑seguro sen­tado tan al filo del matorral. Un escalofrío ascendió por mi espalda; salté a su lado.

Me hizo mirar al sureste y me pidió que interrum­piera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos. Al principio fui incapaz y tuve un mo­mento de impaciencia. Don Juan me dio la espalda y dijo que me apoyara en su hombro, y que una vez que aquietara mis pensamientos, debía mantener los ojos abiertos, mirando el matorral al sureste. En tono misterioso, agregó que me estaba planteando un pro­blema, y que, de resolverlo, me hallaría preparado para otra faceta del mundo de los brujos.

Planteé una débil pregunta acerca de la naturaleza del problema. Él rió suavemente. Esperé su respues­ta, y de pronto algo en mí se desconectó. Me sentí suspendido. Como si mis orejas se hubieran destapa­do, miríadas de ruidos en el chaparral se hicieron audibles. Había tantos que no me era posible distin­guirlos individualmente. Sentí que me quedaba dormido y entonces, de pronto, algo captó mi atención. No era algo que involucrara mis procesos mentales; no era una visión, ni un aspecto del ámbito, pero de algún modo mi percepción participaba. Estaba com­pletamente despierto. Tenía los ojos enfocados en un sitio al borde del matorral, pero no miraba, ni pensa­ba, ni hablaba conmigo mismo. Mis sentimientos eran claras sensaciones corpóreas; no requerían pala­bras. Sentía que me precipitaba hacia algo indefini­do. Acaso se precipitaba lo que de ordinario habrían sido mis pensamientos; fuera como fuese, tuve la sen­sación de haber sido atrapado en un derrumbe y de que algo se desplomaba en avalancha, conmigo en la cima. Sentía la caída en el estómago. Algo me jalaba al chaparral. Discernía la masa oscura de las matas frente a mí. No era, sin embargo, una tiniebla indi­ferenciada como lo sería ordinariamente. Veía cada arbusto individual como si los mirara en un crepúscu­lo oscuro. Parecían moverse; la masa de su follaje semejaba faldas negras ondeando en mi dirección como si las agitara el viento, pero no había viento. Quedé absorto en sus hipnóticos movimientos; era un escarceo pulsante que parecía acercármelas más y más. Y entonces noté una silueta más clara, como super­puesta en las formas oscuras de las matas. Enfoqué los ojos en un sitio al lado de la silueta y pude perci­bir en ella un resplandor verdoso pálido. Luego la miré sin enfocar y tuve la certeza de que se trataba de un hombre oculto entre las matas.

Me hallaba, en ese momento, en un estado muy peculiar de conciencia. Tenía conocimiento del en­torno y de los procesos mentales que el entorno engen­draba en mí, pero no pensaba como pienso de ordinario. Por ejemplo, al darme cuenta de que la silueta superpuesta en las matas era un hombre, rememora otra ocasión en el desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y yo caminábamos, de noche, por el chaparral, noté que un hombre se ocultaba entre los arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté de explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí llevar la ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante un momento tuve la impresión de que podía retener al hombre y forzarlo a permanecer donde se hallaba. En­tonces experimenté un extraño dolor en la boca del estómago. Algo pareció desgarrarse dentro de mí y ya no pude conservar en tensión los músculos de mi abdomen. En el preciso instante en que cedí, la forma oscura de un enorme pájaro, o alguna clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó enci­ma. Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado, en la de un ave. Tuve la clara percep­ción consciente del miedo. Di una boqueada, y luego un fuerte grito, y caí de espaldas.

Don Juan me ayudó a incorporarme. Su rostro es­taba muy cerca del mío. Reía.

‑¿Qué fue eso? ‑vociferé.

Me silenció, cubriéndome la boca con la mano. Acercó los labios a mi oírlo y susurró que debíamos abandonar el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido.

Laminamos lado a lado. Su paso era sereno y pare­jo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité, y en las dos ocasiones pude ver una masa oscu­ra que parecía seguirnos. Oí a mis espaldas un chilli­do escalofriante. Experimenté un momento de terror puro; un movimiento ondulatorio recorrió en espas­mos los músculos de mi estómago, creciendo en in­tensidad hasta que, sencillamente, forzó a mi cuerpo a correr.

Para hablar de mi reacción, es ‑Imprescindible usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo, a causa del susto experimentado, fue ca­paz de ejecutar lo que él llamaba "la marcha de poder", una técnica que me había enseñado años antes para correr en la oscuridad sin tropezar ni las­timarse en forma alguna.

No tuve conciencia clara de qué había hecho ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de don Juan. Al parecer él había corrido tam­bién y llegamos al mismo tiempo. Encendió su lám­para de kerosén, la colgó de una viga en el techo v, con toda naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme.

Troté marcando el paso durante un rato, hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones mane­jables. Luego me senté. Enfáticamente, me ordenó actuar como si nada hubiera pasado y me entregó mi cuaderno. Yo no había advertido que, en mi prisa por salir del matorral, lo dejé caer.

‑¿Qué es lo que pasó, don Juan? ‑pregunté por fin.

‑Tenías una cita con el conocimiento ‑repuso, señalando con un movimiento de barbilla el borde oscuro del chaparral desértico‑. Te llevé allá por­que encontré al conocimiento ahí dando vueltas alre­dedor de la casa, cuando llegaste. Podrías decir que el conocimiento sabía de tu venida y te esperaba. En lugar de enfrentarlo aquí, me pareció propio enfrentarlo en un sitio de poder. Entonces preparé una prueba para ver si tenías suficiente poder personal para separarlo del resto de las cosas en torno nuestro. Lo hiciste muy bien.

‑¡No se vaya tan de prisa! ‑protesté‑. Vi la silueta de un hombre escondido detrás de una mata, y luego vi un enorme pájaro.

‑¡No viste un hombre! ‑dijo con énfasis‑. Tampoco viste un pájaro. La silueta en las matas, y lo que voló hacia nosotros, era una polilla. Si quieres ser exacto en términos de brujo, pero muy ridículo en tus propios términos, puedes decir que esta noche tenías cita con una polilla. El conocimiento es una polilla.

Me dirigió una mirada penetrante. La luz de la linterna creaba sombras extrañas en su cara. Aparté los ojos.

‑A lo mejor tendrás bastante poder personal para deshilvanar hoy ese misterio ‑dijo‑. Si no es hoy, será mañana; recuerda, todavía me debes seis días.

Don Juan se puso en pie y fue a la cocina en la parte trasera de la casa. Tomó la linterna y la puso contra la pared, sobre el tocón bajo y redondo que usaba como banco. Nos sentamos en el suelo, uno frente al otro, y nos servimos frijoles y carne de una olla que él había colocado frente a nosotros. Comimos en silencio.

De vez en cuando me echaba vistazos furtivos, y parecía a punto de reír. Sus ojos semejaban dos ra­nuras. Al mirarme los abría un poco y la humedad de la córnea reflejaba la luz de la linterna. Parecía estar usando la luz para crear un reflejo. Jugaba con el reflejo, sacudiendo la cabeza en forma casi imperceptible, cada vez que enfocaba en mí los ojos. El efecto era un fascinante estremecimiento luminoso. Tomé conciencia de sus maniobras después de que las hubo ejecutado un par de veces. Me sentí conven­cido de que actuaba con un propósito definido. No pude menos que preguntarle al respecto.

-Tengo un motivo ulterior ‑dijo empleando una voz tranquilizadora‑. Te estoy calmando con mis ojos. No parece que te estés poniendo más nervioso, ¿verdad?

Tuve que admitir que me sentía bastante a mis anchas. El cintilar constante de sus ojos no era omi­noso, ni me había asustado o molestado en forma al­guna.

‑¿Cómo hace usted para calmarme con los ojos? ‑pregunté.

Repitió el imperceptible oscilar de cabeza. Las córneas de sus ojos reflejaban en verdad la luz de la linterna de kerosén.

‑Haz tú la prueba ‑dijo en tono casual, mien­tras se servía otro plato de comida‑. Puedes calmar­te solo.

Intenté menear la cabeza; mis movimientos eran torpes.

‑Si sacudes así la cabeza, no vas a calmarte ‑dijo, riendo‑. Nada más te va a doler. El secreto no está en el meneo dé cabeza sino en la sensación que viene a los ojos desde la parte abajo del estómago. Esto es lo que mueve la cabeza.

Se frotó la región umbilical.

Habiendo terminado de comer, me recliné en una pila de leña donde había algunos costales. Traté de imitar su movimiento de cabeza. Don Juan parecía divertirse inmensamente. Lanzaba risitas y se golpeaba los muslos.

Un ruido súbito interrumpió su regocijo. Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente del chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome seña de permanecer alerta.

‑Esa es la polilla que te llama ‑dijo en un tono carente de emoción.

Me levanté de un salto. El sonido cesó instantánea­mente. Miré a don Juan en busca de una explica­ción. Él hizo un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros.

‑Todavía no has cumplido con tu cita ‑añadió.

Le dije que me sentía indigno, y que tal vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza.

-Esas son idioteces ‑repuso, cortante‑. Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.

"Nos demoramos mucho para comprender eso y vi­virlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra humildad. Soy un indio, y los indios siem­pre hemos sido humildes y no hemos hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la humildad no tenía nada que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba! Ahora sé que la humildad del gue­rrero no es la humildad del pordiosero. El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiem­po, tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él. En cambio, el pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas y se echa al suelo a que lo Pise cualquiera a quien considera más encumbrado; pero al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo mismo.

"Por eso te dije hace rato que no entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie."

Guardamos silencio unos momentos. Sus palabras me habían causado una profunda agitación. Me con­movían, y al mismo tiempo me preocupaba lo presen­ciado en el matorral. Mi evaluación consciente era que don Juan me ocultaba cosas y que debía saber lo que realmente estaba ocurriendo.

Me hallaba envuelto en tales deliberaciones cuan­do el mismo extraño golpeteo dispersó mis pensa­mientos con una sacudida. Don Juan sonrió y luego empezó a reír por lo bajo.

-Te gusta la humildad del pordiosero ‑dijo sua­vemente‑. Agachas la cabeza ante la razón.

‑Siempre pienso que me están engañando ‑dije‑. Ése es el punto de mi problema.

‑Tienes razón. Te están engañando ‑repuso con una sonrisa encantadora‑. Eso no puede ser tu pro­blema. El verdadero punto del asunto es que sientes que soy yo el que te está mintiendo, ¿no es así?

‑Sí. Algo en mi no me permite creer que lo que está ocurriendo sea real.

‑Otra vez tienes razón. Nada de lo que está ocu­rriendo es real.

‑¿Qué quiere usted decir, don Juan?

‑Las cosas son reales sólo cuando uno ha apren­dido a estar de acuerdo de que son reales. Lo que sucedió esta noche, por ejemplo, no puede de ninguna manera ser real para ti, porque nadie podría este, de acuerdo contigo en ese respecto.

‑¿Quiere decir que usted no vio lo que ocurría?

‑Claro que sí. Pero yo no cuento. Yo soy el que te está mintiendo, ¿recuerdas?

Don Juan rió hasta toser y atragantarse. Su risa era amistosa aunque se burlaba de mí.

‑No le des tanta importancia a mis palabras -dijo, confortante‑. Sólo trato de que descanses, y sé que te sientes a tus anchas sólo cuando estás confundido.

Su expresión era tan deliberadamente cómica que ambos reímos. Le dije que lo que acababa de decir me hacía sentir más atemorizado que nunca.

‑¿Me tienes miedo? ‑preguntó.

‑No a usted, sino a lo que usted representa.

‑Represento la libertad del guerrero. ¿Tienes mie­do de eso?

‑No. Pero tengo miedo de su conocimiento. Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada.

‑Otra vez confundes las cosas. Descanso, refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner ja­más en duda su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado contigo.

‑¿Quiénes son los brujos malignos, don Juan?

‑Todos nuestros prójimos son los brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres un brujo maligno. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que te han trazado? No. Tus ideas y tus acciones están fijadas para siempre en sus términos. Eso es esclavitud. Yo, en cambio, te traje libertad. La libertad es muy cara, pero el precio no es imposible.

Ten miedo a tus carceleros, a tus amos. No desperdi­cies tu tiempo y tu poder en temerme a mí.

Supe que tenía razón, y sin embargo, pese a mi ge­nuina concordancia con él, supe también que los hábitos de toda mi vida me harían, inevitablemente, ceñirme a mi vieja senda. Me sentí en verdad un esclavo.

Tras un largo silencio, don Juan me preguntó si tenía fuerza suficiente para otro encuentro con el co­nocimiento.

‑¿O sea, con la polilla? ‑pregunté, medio en broma.

Su cuerpo se contorsionó de risa. Fue como si yo le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.

‑¿Qué quiere usted decir realmente con eso de que el conocimiento es una polilla? ‑pregunté.

‑Eso es lo único que quiero decir ‑replicó‑. Una polilla es una polilla. Pensé que a estas alturas, con todo lo que has aprendido y logrado, tendrías poder suficiente para ver. Pero en lugar de ver, tu mirada se fijó en un hombre, y eso no fue ver de verdad.

Desde el principio de mi aprendizaje, don Juan había descrito el concepto de "ver" como una capaci­dad especial que podía cultivarse y que permitía per­cibir la naturaleza "última" de las cosas.

A través de los años de nuestra relación, yo había desarrollado la idea de que con "ver" él se refería a una percepción intuitiva de las cosas, o a la capacidad de comprender algo de una sola vez, o quizás al don de penetrar las interacciones humanas y descubrir signi­ficados y motivos encubiertos.

‑Yo diría que esta noche, cuando enfrentaste a la polilla, medio mirabas y medio veías –prosiguió don Juan‑. En ese estado, aunque no eras del todo lo que eres de costumbre, fuiste capaz de darte cuenta de lo que estaba pasando, a fin de hacer operar tu conocimiento del mundo.

Don Juan hizo una pausa y me miró. Al principió no supe qué decir.

‑¿Cómo estaba yo operando mi conocimiento del mundo? ‑pregunté.

‑Tu conocimiento del mundo te decía que en los matorrales uno solamente puede hallar animales rondando u hombres escondidos detrás del follaje. Te aferrabas á ese pensamiento y, naturalmente, tuviste que hallar modos de hacer que el mundo se ajustara a tu pensamiento.

‑Pero yo, no pensaba en absoluto, don Juan.

‑Entonces no digamos que pensabas. Es más bien el hábito de hacer que el mundo se ajuste siempre a nuestros pensamientos. Cuando no se ajusta, simple­mente lo forzamos a hacerlo. Las polillas del tamaño de un hombre no pueden ser ni siquiera un pensa­miento, por lo tanto, para ti, lo que había en el ma­torral tenía que ser un hombre.

"Lo mismo pasó con el coyote. Tus viejos hábitos decidieron también la naturaleza de aquel encuentro. Algo tuvo lugar entre el coyote y tú, pero no fue con­versación. Yo mismo he estado en ese jaleo. Ya te conté que una vez hablé con un venado; tú hablaste con un coyote, pero ni tú ni yo sabremos jamás qué fue lo que realmente ocurrió en esas ocasiones."

‑¿Qué me está usted diciendo, don Juan?

‑Cuando la explicación de los brujos se me hizo clara, ya era demasiado tarde para saber qué me hizo el venado. Dije que hablamos, pero no fue así. Decir que tuvimos una conversación es sólo una forma de arreglar lo que pasó para así poder hablar de ello. El venado y yo hicimos algo, pero en el momento en que eso ocurría yo también necesitaba ajustar el mundo a mis ideas, igual que tú. Yo he hablado toda mi vida, igual que tú, por lo tanto mis hábitos se impusieron y se extendieron aún al venado. Cuando el venado se me acercó e hizo lo que hizo, me vi forzado a enten­derlo como conversación.

‑¿Es ésta la explicación de los brujos?

‑No. Es la explicación que yo te doy. Pero no se opone a la explicación de los brujos.

Sus aseveraciones me produjeron un estado de gran agitación intelectual. Durante un rato olvidé la mari­posa nocturna que rondaba, e incluso tomar notas. Intenté reformular sus postulados y entramos en una larga discusión acerca de la naturaleza reflexiva de nuestro mundo. El mundo, según don Juan, debía ajustarse a su descripción; es decir, la descripción se reflejaba a sí misma.

Otro punto en su elucidación era que habíamos aprendido a relacionarnos con nuestra descripción del mundo en términos de lo que él llamaba ‑hábitos‑. Introduje un término que me parecía más totalizador: intencionalidad, la propiedad de la conciencia hu­mana por medio de la cual un objeto se alude o se propone.

Nuestra conversación engendró una especulación sumamente interesante. Examinada a la luz de la ex­plicación de don Juan, mi "conversación" con el co­yote adquiría un nuevo carácter. Yo había; en verdad, no solamente "propuesto" el diálogo, pues nunca he conocido otra avenida de comunicación intencional, sino que también había logrado ajustarme a la descripción de que la comunicación tiene lugar a través del diálogo, y en tal forma hice que la descripción se reflejara a sí misma.

Tuve un momento de gran alborozo. Don Juan rió y dijo que conmoverme a tal grado con las palabras era otro aspecto de mi tontería. Hizo una cómica pantomima de hablar sin sonidos.

‑Todos pasamos por los mismos jalones ‑dijo tras una larga pausa‑. La única manera de vencerlos es persistir en actuar como guerrero. El resto viene de sí mismo y por sí mismo.

‑¿Qué es el resto, don Juan?

‑El conocimiento y el poder. Los hombres de conocimiento tienen los dos. Y sin embargo, ninguno de ellos podría decir cómo llegó a tenerlos; simple­mente que siguieron actuando como guerreros y, en un momento dado, todo cambió.

Me miró. Parecía indeciso, luego se puso en pie y dijo que yo no tenía más recurso que cumplir mi cita con el conocimiento.

Sentí un escalofrío; mi corazón empezó a golpear con rapidez. Me incorporé. Don Juan caminó en tor­no mío como si examinase mi cuerpo desde todos los ángulos posibles. Me hizo seña de tomar asiento y se­guir escribiendo.

-Si te asustas demasiado, no podrás cumplir con tu cita. ‑dijo‑. Un guerrero debe tener serenidad y aplomo, y no debe perder nunca los estribos.

‑Estoy verdaderamente asustado ‑dije‑. Polilla o lo que sea, hay algo que ronda allí afuera entre las matas.

‑¡Claro que sí! ‑exclamó‑. Lo que me fastidia de ti es que insistes en pensar que es un hombre, igual que insistes en pensar que hablaste con un coyote.

Cierta parte mía comprendía totalmente su argu­mento; había, sin embargo, otro aspecto de mi per­sona que no cedía, y que a pesar de la evidencia se aferraba con firmeza a la "razón".

Dije a don Juan que su explicación no satisfacía mis sentidos, aunque mi acuerdo intelectual con ella era completo.

‑Eso es lo malo de las palabras ‑dijo con gran certidumbre‑. Siempre nos fuerzan a sentirnos ilu­minados, pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo siempre nos fallan y terminamos encaran­do al mundo como lo hemos hecho siempre, sin ilu­minación. Por este motivo, a un brujo le precisa ac­tuar más que hablar, y para efectuar eso obtiene una nueva descripción del mundo: una nueva descripción en la cual el hablar no es tan importante y en la cual los actos nuevos tienen nuevas reflexiones.

Tomó asiento junto a mí, me miró a los ojos y me pidió decir en voz alta lo que realmente había "visto" en el matorral.

Me enfrentaba en ese momento a una inconsistencia absorbente. Yo había visto la silueta oscura de un hombre, pero también había visto que dicha silueta se convertía en un pájaro. Había, por tanto, presenciado más de lo que mi razón me permitía considerar posible. Pero en lugar de descartar por entero mi razón, algo en mí había seleccionado partes de mi ex­periencia, como el tamaño y el contorno general de la silueta oscura, y las enarbolaba como posibilidades razonables, mientras descartaba otras partes, como la transformación de la figura en un pájaro. Y así había llegado a convencerme a mí mismo de haber visto un hombre.

Don Juan rió a carcajadas cuando expuse mi dilema. Dijo que tarde o temprano la explicación de los brujos llegaría a mí rescate y todo estaría entonces perfectamente claro, sin tener que ser razonable 0 irrazonable.

‑Mientras tanto, lo único que puedo hacer por ti es garantizarte que eso no era un hombre ‑añadió.

La mirada de don Juan se hizo decididamente enervante. Mi cuerpo se estremeció en forma involuntaria. Me hacía sentir apenado y nervios.

‑Busco marcas en tu cuerpo -explicó-. Tal vez no lo sepas, pero esta nnoche tuviste todo un combate allá afuera.

‑¿Qué clase de marcas busca usted?

‑No son propiamente marcas físicas en tu cuerpo, sino señales, indicios en tus fibras luminosas, zonas de mucho brillo. Somos seres luminosos y todo cuanto somos o sentimos se nota en nuestras fibras. Los seres humanos tienen un brillo que les es peculiar. Ésa es la única manera de distinguirlos de otros seres vivien­tes luminosos.

"Si hubieras viste esta noche, habrías notado que la figura en las matas no era un ser viviente luminoso."

Quise seguir preguntando, pero él me cubrió la boca con la mano y siseó para acallarme. Luego acercó la boca a mi oído y susurró que escuchara y tratase de oír un crujido suave, los leves pasos apagados de una mariposa nocturna sobre las hojas y ramas secas en el suelo.

No pude oír nada. Den Juan se levantó abruptamente, recogió la linterna y dijo que íbamos a sen­tarnos bajo la ramada junto a la puerta del frente. Me guió por la salida trasera y rodeamos la casa, al borde del chaparral, en vez de atravesar el cuarto y salir por enfrente. Explicó que era esencial hacer ob­via nuestra presencia. Describimos un semicírculo en torno al costado izquierdo de la casa. El paso de don Juan era extremadamente lento. Sus pisadas eran débiles y vacilantes. Su brazo temblaba al sostener la linterna.

Le pregunté si algo le pasaba. Con un guiño, me susurró que la enorme mariposa que andaba rondando tenía cita con un hombre joven, y que el lento andar de un anciano decrépito era una forma obvia de in­dicar quién era el interesado.

Cuando finalmente llegamos a la fachada de la casa, don Juan colgó la linterna de una viga y me hizo tomar asiento con la espalda contra la pared. Se sentó a mi derecha.

‑Vamos a estarnos aquí ‑dijo‑ y tú vas a escri­bir y a hablar conmigo en forma muy normal. La polilla que hoy se te echó encima anda por aquí, en las matas. Dentro de un rato se acercará a mirarte. Por eso puse la linterna exactamente encima de ti. La luz guiará a la polilla para que te encuentre. Cuando llegue al filo del matorral, te llamará. Es un sonido muy especial. El sonido por si solo pude ayudarte.

‑¿Qué clase de sonido es, don Juan?

‑Es una canción. Un grito hipnotizante que las polillas producen. Por lo común no puede oírse, pero la polilla que anda por las matas es una polilla rara; oirás claramente su llamado y, siempre y cuando seas impecable, lo conservarás el resto de tu vida.

‑¿En qué me va a ayudar?

-Esta noche, vas a tratar de acabar lo que empezaste antes. El ver sólo ocurre cuando el guerrero es capaz de parar el diálogo interno.

"Hoy paraste tu diálogo a pura fuerza, allá en las matas. Y viste. Lo que viste no fue claro. Pensaste que era un hombre. Yo digo que era una polilla. Nin­guno de los dos está en lo cierto, pero eso se debe a que tenemos que hablar. Yo te sigo llevando ventaja porque veo mejor que tú y porque estoy familiarizado con la explicación de los brujos; de modo que yo sé, aunque esto no sea exacto par entero, que la figura que viste hoy era una polilla.

"Y ahora vas a quedarte callado y sin pensamientos para dejar que la polillita venga otra vez a ti."

Apenas me era posible tomar notas. Don Juan, rien­do, me instó a proseguir mi escritura como si nada me molestara. Me tocó el brazo y me dijo que escribir era el mejor escudo de protección con que yo podría contar.

‑Nunca hemos hablado de las polillas -conti­nuó‑. No había llegado la hora hasta hoy. Como ya sabes, tu espíritu estaba sin balance. Para contrarres­tar eso, te enseñé la vida del guerrero. Pues bien, un guerrero empieza la faena con la certeza de que su espíritu está fuera de balance; pero a medida que va adquiriendo, sin pena ni apuro, control y conocimien­to, también va haciendo lo mejor que puede por ga­nar ese balance.

"En tu caso, como en el de todos los hombres, tu falta de balance se debía a la suma total de todas tus acciones. Pero ahora tu espíritu parece estar en una claridad propicia para hablar de las polillas."

-¿Cómo supo usted que ésta era la hora correcta para hablar de las polillas?

-Cuando llegaste, miré a una rondando alrededor de la casa. Esa era la primera vez que se mostraba amistosa y abierta. Ya la había visto antes en las mon­tañas, junto a la casa de Genaro, pero solamente como una figura espeluznante que reflejaba tu falta de orden.

En ese momento oí un extraño sonido. Era como el crujido apagado de una rama que raspase contra otra, o como el petardeo de un motor pequeño oído a distancia. Cambiaba de escalas, como un tono mu­sical, creando un ritmo sobrecogedor. Luego cesó.

-Esa fue la polilla ‑dijo don Juan‑. A lo me­jor ya notaste que, aunque la luz de la linterna es lo bastante viva para atraer polillas, no hay ni siquie­ra una sola volando en torno de ella.

Yo no había prestado atención al hecho, pero una vez que don Juan me lo hizo notar, advertí también un silencio increíble en el desierto que circundaba la casa.

‑No te sobresaltes ‑dijo calmadamente‑. No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón. Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensa­mientos son claros; a juzgar por sus actos o sus pa­labras, uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha presenciado todo.

Las palabras de don Juan, y sobre todo su ánimo, me resultaban muy confortantes. Le dije que en mi vida cotidiana había definitivamente dejado de ex­perimentar mi antiguo miedo obsesivo, pero que mi cuerpo se convulsionaba de temor al pensar en lo que había allí en las tinieblas.

‑Allá afuera sólo hay conocimiento ‑dijo en tono objetivo-. El conocimiento es pavoroso, cierto; pero si un guerrero acepta la naturaleza aterradora del conocimiento, cancela lo temible.

El extraño sonido barbotante se oyó de nuevo. Parecía más cercano y más fuerte. Escuché con cuidado. Mientras más atención le prestaba, más difícil era determinar su naturaleza. No parecía ser el canto de un pájaro ni el gruñir de un animal terrestre. El tono de cada barbotar era rico y profundo; algunos se producían en una escala baja, otros en una alta. Tenían ritmo y duración específica; algunos eran largos, yo los oía como una sola unidad sonora; otros eran cortos y venían en conglomerado, como el sonido en staccato de una ametralladora.

‑Las polillas son los heraldos o, mejor dicho, los guardianes de la eternidad ‑dijo don Juan cuando el sonido hubo cesado‑. Por alguna razón, o a lo mejor por ninguna, son los depositarios del polvo de oro de la eternidad.

La metáfora me era ajena. Le pedí explicarla.

‑Las polillas llevan polvo en sus alas -dijo‑. Un polvo de oro. Ese polvo es el polvo del conocimiento.

Su explicación había oscurecido más Aún la metá­fora. Vacilé un momento, queriendo hallar la mejor manera de formular mi pregunta. Pero él empezó a hablar de nuevo.

‑El conocimiento es un asunto de lo más peculiar ‑dijo‑, especialmente para un guerrero. El conoci­miento, para un guerrero es algo que llega de pronto, lo envuelve, y pasa.

‑¿Qué tiene que ver el conocimiento con el polvo en las alas de las polillas? ‑pregunté tras una larga pausa.

‑El conocimiento llega flotando como centellas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las polillas. Y así pues, para un guerrero, el conocimiento es como si le cayera el agua de una regadera, o como si le llovieran centellas de polvo de oro.

En la forma más cortés que me fue posible, men­cioné que sus explicaciones me hablan confundido más aún. Riendo, me aseguró que cuanto decía tenía perfecto sentido, sólo que mi razón no me dejaba en paz.

‑Las polillas han sido amigas intimas y ayudantes de los brujos desde tiempos inmemoriales –dijo-. ­No le di antes a este tema a causa de tu falta de preparación.

‑¿Pero cómo puede el polvo en sus alas ser cono­cimiento?

‑Ya verás.

Puso la mano sobre mi cuaderno y me indicó cerrar los ojos y quedarme callado y sin pensar. Dijo que el canto de la polilla en el chaparral me asistiría. Si le prestaba atención, me hablaría de sucesos inminen­tes. Recalcó que no sabía cómo iba a establecerse la comunicación entre la polilla y yo, ni cuáles serían los términos de la comunicación. Me instó asentirme tranquilo y seguro y a confiar en mi poder personal.

Tras un periodo inicial de impaciencia y nervio­sismo, logré quedar en silencio. Mis pensamientos dis­minuyeron en número hasta que mi mente se vació por completo. Los ruidos del chaparral desértica pa­recieron surgir al parejo de mi calma.

El extraño sonido que don Juan atribuía a una polilla se dejó escuchar nuevamente. Se registraba como una sensación en mi cuerpo, no como un pensamiento en mi mente. Se me ocurrió que no era para nada ominoso ni malévolo. Era dulce y sencillo. Era como el llamado de un niño. Trajo la memoria de un niñito que yo conocí. Los sonidos largos me recordaban su redonda cabeza rubia; los sonidos cortos, en staccato, su risa. Me oprimió un sentimiento de an­gustia suprema, y sin embargo no había ideas en mi mente; sentía la angustia en el cuerpo. Incapaz de permanecer sentado, me deslicé hasta quedar de lado sobre el suelo. Mi tristeza era tan intensa que empecé a pensar. Evalué mi dolor y mi pena y de pronto me hallé inmerso en un debate interno acerca del niño. El sonido barbotante había cesado. Mis ojos estaban cerrados. Oía don Juan incorporarse y luego sentí cómo me ayudaba asentarme. Yo no quería hablar. Él no dijo una palabra. Lo oí moverse junto a mí. Abrí los ojos; se había arrodillado frente a mí y exa­minaba mi rostro, acercándome la linterna. Me or­denó poner las manos en el estómago. Se levantó, fue a la cocina y trajo agua. Salpicó parte de ella en mi cara y me dio a beber el resto.

Tomó asiento a mi lado y me entregó mis notas. Le dije que el sonido me había envuelto en una ensoña­ción sumamente dolorosa.

‑Te estás entregando a tu vicio ‑dijo con se­quedad.

Pareció sumergirse en sus pensamientos, como si buscara una proposición adecuada que hacer.

‑El problema de esta noche es ver gente ‑dijo por fin‑. Primero debes parar tu diálogo interno, y luego traer la imagen de la persona que quieres ver; cualquier pensamiento que uno lleva en mente en un estado de silencio es propiamente una orden, pues no hay otros pensamientos que compitan con él. Esta noche, la polilla en las matas quiere ayudarte, y can­tará para ti. Su canción traerá las centellas doradas, y entonces verás a la persona que has elegido.

Quise más detalles, pero él hizo un gesto brusco y me indicó proceder.

Tras luchar unos cuantos minutos por suspender mi diálogo interno, me hallé en silencio total. Y en­tonces, con deliberación, pensé brevemente en un ami­go mío. Mantuve los ojos cerrados durante un lapso que creí instantáneo, y entonces me di cuenta de que alguien me sacudía por los hombros. Fue una lenta toma de conciencia. Abrí los ojos y me descubrí ya­ciendo sobre el costado izquierdo. Al parecer me ha­bía dormido tan profundamente que no recordaba haberme dejado caer por tierra. Don Juan me ayudó a sentarme de nuevo. Reía. Imitó mis ronquidos y dijo que, de no haberlo visto con sus propios ojos, no creería que alguien pudiera dormirse tan rápido. Afir­mó que para él era un regocijo estar cerca de mí cada vez que yo debía hacer algo que mi razón no com­prendía. Hizo a un lado mi cuaderno de notas y dijo que debíamos empezar otra vez desde el principio.

Seguí los pasos necesarios. El extraño barbotar vino de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, no procedía del chaparral; más bien parecía ocurrir dentro de mí, como si mis labios, o piernas, o brazos lo produjeran. El sonido no tardó en recubrirme. Sentí como un chisporroteo de bolas suaves que salían desde mi in­terior o venían contra mí; era un sentimiento apaciguador, exquisito, de ser bombardeado con pesadas borlas de algodón. De pronto oí que una racha de viento abría una puerta y me hallé pensando de nue­va. Pensé haber arruinado otra oportunidad. Abrí los ojos y estaba en mi cuarto. Los objetos sobre mi escritorio seguían como los dejé. La puerta estaba abierta; afuera soplaba un fuerte viento. Por mi mente cruzó la idea de que debía revisar el calentador de agua. Entonces oí un traqueteo en las contraventanas que yo mismo había puesto y que no encajaban bien en el marco. Era un ruido furioso, como si alguien quisiera entrar. Experimenté una sacudida de temor. Me levanté de la silla. Sentí que algo me jalaba. Grité.

Don Juan me sacudía por los hombros. Excitada­mente, le hice un recuento de mi visión. Había sido tan vívida que me hallaba temblando. Sentía que aca­baba de estar sentado a mi escritorio, en mi comple­ta forma corporal.

Don Juan meneó la cabeza con incredulidad y dijo que yo era un genio para hacerme tonto. No parecía impresionado por lo que yo había hecho. Lo descartó de plano y me ordenó volver a empezar.

Oí entonces, nuevamente, el misterioso sonido. Me llegó, como don Juan había sugerido, bajo la guisa de una lluvia de centellas doradas. No sentí que fue­ran motas o copos pianos, como los había descrito, sino más bien burbujas esféricas. Flotaron hacia mí. Una de ellas se abrió revelándome una escena. Fue como si se hubiera detenido enfrente de mis ojos para mostrarme un objeto extraño. Parecía un hongo. Yo lo miraba, sin duda alguna, y lo que experimentaba no era un sueño. El objeto micoforme permaneció inalterable dentro de mi campo de "visión" y luego desapareció, como si hubieran apagado la luz que brillaba sobre él. Siguió una oscuridad interminable. Sentí un temblor, un sobresalto desquiciante, y abrup­tamente advertí que me sacudían. De inmediato mis sentidos empezaron a funcionar. Don Juan me agita­ba vigorosamente, y yo lo miraba. Debo haber abierto los ojos en ese momento.

Me roció agua en la cara. La frialdad del liquido era muy agradable. Tras una breve pausa, quiso saber qué había ocurrido.

Expuse cada detalle de mi visión.

‑¿Pero qué vi? ‑pregunté.

‑A tu amigo ‑replicó.

Reí y expliqué pacientemente que había "visto" una figura en forma de hongo. Aun careciendo de criterio para juzgar dimensiones, había tenido la sen­sación de que media unos treinta centímetros.

Don Juan recalcó que el sentir era todo lo que con­taba. Dijo que mis sensaciones eran la medida que evaluaba el estado de ser del sujeto que yo "veía".

‑Por tu descripción y tus sensaciones, debo con­cluir que tu amigo ha de ser una magnífica persona ‑dijo.

Sus palabras me desconcertaron.

Dijo que la configuración micoforme era la forma esencial de los seres humanos cuando un brujo los "veía" desde lejos, pero cuando el brujo encaraba di­rectamente a la persona a quien estaba "viendo", la característica humana se mostraba como un conglo­merado oviforme de fibras luminosas.

‑No estabas viendo cara a cara a tu amigo ‑di­jo‑. Por eso apareció como un hongo.

‑¿Por qué es así, don Juan?

‑Nadie sabe. Ésa, sencillamente, es la forma en que los hombres aparecen en este tipo específico de ver.

Añadió que cada rasgo de la configuración micofor­me tenía un significado especial, pero que era imposible para un principiante interpretar con exactitud dicho significado.

Tuve entonces un recuerdo de gran interés. Algunos años antes, en un estado de realidad no ordinaria producido por la ingestión de plantas psicotrópicas, había experimentado o percibido, mientras miraba una corriente acuática, que un racimo de burbujas flotaba hacia mí, envolviéndome. Las burbujas doradas que acababa de contemplar flotaban y me envol­vían de la misma manera exacta. De hecho, yo podía decir que ambos conglomerados habían tenido la mis­ma estructura y la misma pauta.

Don Juan escuchó con indiferencia mis comen­tarios.

‑No gastes tu poder en babosadas ‑dijo‑. Estás tratando con esa inmensidad que está allá afuera.

Señaló hacia el chaparral con un movimiento de la mano.

Convertir en razonable esa cosa magnifica que está allá afuera no te sirve de nada. Aquí, alrededor de nosotros, está la eternidad misma. Esforzarse a re­ducirla a una tontería manejable es un acto despre­ciable y definitivamente desastroso.

Luego insistió en que yo tratara de "ver" a otra persona de mi gama de conocidos. Añadió que, una vez terminada la visión, debía procurar abrir los ojos por mí mismo y resurgir a la conciencia plena de mi entorno inmediato.

Logré fijar la visión de otra figura micoforme, pero mientras la primera había sido amarillenta y peque­ña, la segunda fue blancuzca, de mayor tamaño y con­trahecha.

Cuando hubimos terminado de hablar sobre las dos formas que yo había "visto", me había olvidado de la "polilla en el matorral", tan abrumadora un rato antes. Dije a don Juan que me asombraba tener tal facilidad para descartar algo tan verdaderamente ul­traterreno. Parecía que yo no fuese la misma persona que solfa ser.

‑No veo por qué haces tanta alharaca ‑dijo don Juan‑. Cada vez que el diálogo cesa, el mundo se desploma y salen a la superficie facetas extraordina­rias de nosotros mismos, como si nuestras palabras las hubieran tenido bajo guardia. Eres como eres por­que te dices a ti mismo que eres así.

Tras un corto descanso, don Juan me instó a se­guir "llamando" amigos. Dijo que el ejercicio consis­tía en tratar de "ver" todas las veces posibles, con el fin de establecer una gula o una pauta de diversos sentimientos.

Llamé treinta y dos personas en sucesión. Después de cada intento, don Juan exigía una versión cuida­dosa y detallada de todo lo percibido en mi visión. Sin embargo, cambió de procedimientos conforme adquirí mayor proficiencia en mi desempeño; profi­ciencia juzgada por el hecho de que detenía el diálogo interno en cuestión de segundos, de que podía abrir los ojos por mí mismo al finalizar cada experiencia, y de que reanudaba sin transición alguna actividades ordinarias. Noté ese cambio de procedimiento mien­tras discutíamos la coloración de las configuraciones

micoformes. Ya él había señalado que lo que yo lla­maba coloración no era un tinte sino un brillo de diferentes intensidades. Me hallaba a punto de referirme a un resplandor amarillento recién percibido cuando él me interrumpió para dar una descripción exacta de lo que yo había "visto". A partir de entonces, discutió el contenido de cada visión, no sólo como si comprendiese lo que yo decía, sino como si lo hubiera "visto" él mismo. Al pedirle yo un comentario al respecto, rehusó de plano hablar de ello.

Cuando terminé de llamar a las treinta y dos personas, había "visto" una variedad de figuras micoformes, y resplandores, y había experimentado hacia ellas una variedad de sentimientos, desde el suave de­leite hasta la repugnancia pura.

Don Juan explicó que la gente estaba llena de con­figuraciones que podían ser deseos, problemas, pesa­res, preocupaciones, o cosas por el estilo. Aseveró que sólo un brujo profundamente poderoso podía deva­nar el sentido de dichas configuraciones, y que yo debía contentarme con observar tan sólo la forma ge­neral de las personas.

Me hallaba muy cansado. Había algo sumamente fatigoso en aquellas figuras extrañas. La sensación que predominaba en mi era un amago de náusea. No me habían gustado. Me habían hecho sentir atrapado y sin esperanza.

Don Juan me ordenó escribir para dispersar de ese modo el sentimiento sombrío. Y tras un largo inter­valo silencioso, durante el cual no pude escribir nada, me pidió llamar gente que él mismo escogería.

Emergió una nueva serie de figuras. No eran mico­formes; más bien parecían tazas japonesas para sake, volteadas boca abajo. Algunas tenían, a manera de cabeza, una formación como el pie de las tazas; otras eran más redondas. Sus formas eran atractivas y apa­cibles. Sentí que en ellas había alguna propiedad inherente de felicidad. Rebotaban, en oposición a la pesadez lastrada que el grupo anterior había exhibi­do. De algún modo, el mero hecho de que estuviesen allí frente a mí aliviaba mi fatiga.

Entre las personas elegidas por don Juan estaba su aprendiz Eligio. Al evocar la imagen de Eligio, recibí una sacudida que me sacó de mi estado visio­nario. Eligio tenía una forma blanca y larga que res­pingó y pareció saltarme encima. Don Juan explicó que Eligio era un aprendiz muy talentoso y que, sin duda, había notado que alguien lo estaba "viendo".

Otra de las elecciones fue Pablito, aprendiz de don Genaro. El sobresalto que la visión de Pablito me produjo fue incluso mayor que en el caso de Eligio.

Don Juan rió tan fuerte que las lágrimas corrían por sus mejillas.

‑¿Por qué tiene esa gente formas distintas? ‑pre­gunté.

‑Tienen más poder personal ‑repuso‑. Como habrás notado, no están pegados al suelo.

‑¿Qué les ha dado esa ligereza? ¿Nacieron así?

-Todos nacemos así de ligeros y livianos, pero nos volvemos pesados y fijos. Eso es lo que nos hacemos a nosotros mismos. Así pues, podríamos decir que esas personas tienen distinta forma porque viven como guerreros. Pero eso no es importante. Lo que tiene valor es que ahora estás en el borde. Has llamado cuarenta y siete personas, y sólo falta una más para completar las cuarenta y ocho originales.

Recordé en ese momento que años antes me había dicho, al discutir la brujería del maíz y la adivinación, que el número de maíces que un guerrero poseía era cuarenta y ocho. Nunca había explicado el motivo.

‑¿Por qué cuarenta y ocho? ‑le pregunté de nuevo.

‑Cuarenta y ocho es nuestro número ‑dijo‑. Eso es lo que nos hace hombres. No sé por qué. No malgastes tu poder en preguntas tontas.

Se puso en pie y estiró brazos y piernas. Me indicó, hacer lo mismo. Advertí que había un toque de luz en el cielo, hacia el oriente. Volvimos a sentarnos. Se inclinó acercando la boca a mi oído.

‑La última persona que vas a llamar es Genaro, el verdadero chingón -susurró.

Sentí un empellón de curiosidad excitada. Realicé con rapidez los pasos requeridos. El extraño sonido desde el borde del chaparral se hizo vivido y adquirió nueva fuerza. Yo casi lo había olvidado. Las burbujas doradas me cubrieron y, en una de ellas, vi a don Ge­naro. Estaba parado ante mí, sombrero en mano. Son­reía. Abrí apresuradamente los ojos y estaba a punto de hablarle a don Juan, pero antes de que pudiera pronunciar palabra mi cuerpo se puso rígido como una tabla; mi cabello se irguió y durante un largo momento no supe qué hacer ni qué decir. Don Ge­naro estaba allí parado frente a mi. ¡En persona!

Me volví hacia don Juan; sonreía. Luego, ambos estallaron en una gran carcajada. Traté de reír tam­bién. No podía. Me puse en pie.

Don Juan me dio una taza de agua. La bebí auto­máticamente. Pensé que me iba a rociar la cara. En vez de ello, volvió a llenar mi taza.

Don Genaro se rascó la cabeza y ocultó una sonrisa.

‑¿No vas a saludar a Genaro? ‑preguntó don Juan.

Requerí un enorme esfuerzo para organizar mis ideas y mis sensaciones. Finalmente mascullé algún saludo. Don Genaro hizo una reverencia.

‑Me llamaste, ¿verdad? ‑preguntó, sonriendo.

Murmurando, expresé mi asombro por haberlo hallado allí.

‑Sí te llamó ‑interpuso don Juan.

‑Bueno, pues aquí estoy -me dijo don Genaro‑ ¿En qué te puedo servir?

Poco a poco, mi mente pareció organizarse y final­mente tuve una comprensión súbita. Mis ideas se hi­cieron claras como el cristal y "supe" lo que en verdad había ocurrido. Deduje que don Genaro estaba de visita con don Juan, y que, al oír acercarse mi coche, se metió en el matorral y permaneció escondido hasta caer la noche. La evidénciate me parecía convincente. Don Juan, que sin duda había planeado todo el asun­to, me dio pistas de tiempo en tiempo, guiando así su desarrollo. En el momento adecuado, don Genaro me hizo notar su presencia, y cuando don Juan y yo volvíamos a la casa, nos siguió de la manera más obvia con el fin de despertar mi temor. Luego esperó en el chaparral, produciendo el extraño sonido cada vez que don Juan se lo indicaba. La seña final de abandonar el refugio de las matas debió darse cuando mis ojos estaban cerrados, después de que don Juan me pidió "llamar" a don Genaro. Entonces don Ge­naro debió llegarse hasta la ramada para esperar que yo abriera los ojos y darme un susto final.

Las únicas incongruencias en mi esquema de ex­plicación lógica eran que yo había visto, sin lugar a dudas, que el hombre oculto entre las matas se convertía en pájaro, y que al visualizar a don Genaro por vez primera, lo vi como una imagen en una burbuja dorada. En mi visión llevaba exactamente las mismas ropas que en persona. Como yo no tenía ninguna manera lógica de explicar dichas incongruencias, asumí, como siempre he hecho en circunstancias similares, que la tensión emocional debía haber jugado un papel importante en determinar lo que yo "creí ver".

Eché a reír, en forma totalmente involuntaria, ante la idea de la absurda treta. Les hablé de mis deducciones. Ellos rieron a mandíbula batiente. Pensé con toda sinceridad que su risa los delataba.

‑Estaba usted escondido en las matas, ¿verdad? ‑pregunté a don Genaro.

Don Juan tomó asiento y puso la cabeza entre las manos.

‑No, no estaba escondido ‑dijo don Genaro con paciencia‑. Estaba lejos de aquí y entonces me lla­maste, así que vine a verte.

‑¿Dónde estaba usted, don Genaro?

‑Lejos.

‑¿Qué tan lejos?

Don Juan me interrumpió y dijo que don Genaro había venido como un acto de deferencia hacia mí, y que yo no podía preguntarle dónde había estado, por­que no había estado en parte alguna.

Don Genaro salió en mi defensa y dijo que estaba bien preguntarle cualquier cosa.

‑Si no andaba escondido cerca de la casa, ¿dónde estaba usted, don Genaro? ‑pregunté.

‑Estaba en mi casa ‑repuso con gran candor.

‑¿En Oaxaca?

-¡Sí! Es la única casa que tengo.

Se miraron y nuevamente soltaron la risa. Yo sa­bia que me embromaban, pero decidí no llevar más lejos mis averiguaciones. Pensé que ambos debían haber tenido una razón para ponerse a montar un espectáculo tan complicado. Tomé asiento.

Me sentía verdaderamente cortado en dos; cierta parte de mi ser no se sobresaltaba en absoluto y po­día aceptar en su valor aparente cualquier reto de don Juan o don Genaro. Pero había otra parte que se negaba de plano; era mi parte más fuerte. Mi evaluación consciente era que yo había aceptado la descripción mágica del mundo, dada por don Juan, sólo en términos intelectuales, mientras mi cuerpo como entidad completa la rechazaba; de ahí mi dile­ma. Sin embargo, en el curso de los años que tenía de tratar a don Juan y a don Genaro, yo había expe­rimentado fenómenos extraordinarios, y todos habían sido experiencias corporales, no intelectuales. Esa misma noche yo había ejecutado "la marcha de poder", lo cual, desde la perspectiva de mi intelecto, era una hazaña inconcebible; y más aún, había tenido visio­nes increíbles sin usar otro medio que mi propia vo­lición.

Les expliqué la naturaleza de mi desconcierto, do­loroso y al mismo tiempo sincero.

‑Este muchacho es un genio ‑dijo don Juan a don Genaro, meneando la cabeza con incredulidad.

‑Eres un geniete, Carlitos ‑dijo don Genaro como transmitiendo un mensaje.

Tomaron asiento junto a mí, don Juan a la. dere­cha y don Genaro a la izquierda. Don Juan observó que pronto sería de mañana. En ese instante oí de nuevo el llamado de la polilla. Se había movido. El sonido venía de la dirección contraria. Miré a uno y a, otro, sosteniendo su mirada. Mi esquema lógico empezó a desintegrarse. El sonido tenía una riqueza y una profundidad hipnotizantes. Luego percibí pasos ahogados, patas suaves que aplastaban los yerbajos secos. El sonido barbotante se acercó y me acu­rruqué contra don Juan. Secamente, me ordenó "ver” aquello. Hice un esfuerzo supremo, no tanto para complacerlo como para complacerme a mí mismo. Había estado seguro de que don Genaro era la polilla. Pero don Genaro estaba sentado junto a mí; ¿qué había entonces entre las matas? ¿Una polilla?

El barbotar resonaba en mis oídos. Yo no podía parar por entero mi diálogo interno. Oía el sonido, pero no podía sentirlo en el cuerpo, como antes. Per­cibí pasos definidos. Algo se deslizaba en la oscuri­dad. Hubo un fuerte crujido, como si una rama se partiera en dos, y de pronto me aferró un recuerdo aterrorizante. Años atrás, había pasado una noche tremenda en el yermo, y algo me hostigó: algo muy ligero y suave que pisó mi cuello repetidas veces mientras yo yacía agazapado. Don Juan había expli­cado el evento como un encuentro con "el aliado", una fuerza misteriosa que el brujo aprendía a perci­bir como entidad.

Me incliné hacia don Juan y susurré mi recuerdo. Don Genaro se nos acercó caminando a gatas.

‑¿Qué dijo? ‑pregunté a don Juan en un susurro.

‑Dijo que allí anda un aliado ‑repuso don Juan en voz baja.

Don Genaro regresó gateando a su sitio y se sentó. Luego se volvió hacia mí y susurró en voz baja:

-Eres un genio.

Rieron calladamente. Don Genaro señaló el ma­torral con un movimiento de barbilla.

‑Anda allá afuera y agárralo ‑dijo‑. Desnúdate y métele un buen susto a ese aliado.

Se sacudieron de risa. Mientras tanto, el sonido había cesado. Don Juan me ordenó detener mis pen­samientos pero conservar los ojos abiertos, enfocados en el borde del chaparral frente a mí. Dijo que la polilla había cambiado de posición porque don Ge­naro estaba allí, y que, si se me iba a manifestar, elegiría llegar por tal punto.

Tras luchar un momento por aquietar mis ideas, percibí otra vez el sonido. Su textura era más rica que nunca. Primero oí los pasos apagados sobre ra­mas secas y luego los sentí en mi cuerpo. En ese ins­tante discerní una masa oscura directamente frente a ml, al filo de las matas.

Sentí que me sacudían. Abrí los ojos. Don Juan y don Genaro se erguían a mi lado y yo estaba de ro­dillas, como si me hubiera dormido agazapado. Don Juan me dio agua y volví a sentarme con la espalda contra la pared.

Poco rato después vino la aurora. El chaparral pa­reció despertar. El frío matinal era terso y vigorizante.

La polilla no había sido don Genaro. Mi estruc­tura racional se cata a pedazos. No quería hacer más preguntas, ni quería tampoco permanecer en silencio. Finalmente tuve que hablar.

‑Pero si estaba usted en las sierras de Oaxaca, don Genaro, ¿cómo llegó aquí? ‑pregunté.

Don Genaro hizo con la boca gestos absurdos e hilarantes.

‑Lo siento ‑dijo‑, mi boca no quiere hablar. Luego se volvió hacia don Juan y dijo, sonriendo:

‑¿Por qué no le dices tú?

Don Juan titubeó. Luego dijo que don Genaro, como consumado artista de la brujería, era capaz de hechos prodigiosos.

El pecho de don Genaro se hinchó como si las palabras de don Juan lo inflaran. Parecía haber inhalado tanto aire que su pecho se miraba el doble del tamaño normal. Daba la impresión de hallarse a punto de flotar. Saltó por los aires. Me pareció como si el aire dentro de sus pulmones lo hubiera forzado a saltar. Caminó de un lado a otro sobre el piso de tierra hasta que, aparentemente, logró adquirir con­trol sobre su pecho; le dio de palmadas y, con gran fuerza, pasó las palmas de las manos desde los múscu­los pectorales hasta el estómago, como si desinflara la cámara de una llanta. Finalmente tomó asiento.

Don Juan sonreía. Un gran deleite brillaba en sus ojos.

‑Escribe tus notas -me ordenó suavemente‑. !Es­cribe, escribe, o te mueres¡

Luego comentó que ya ni siquiera don Genaro sen­tía que mi hábito de tomar notas fuera tan extrava­gante.

‑¡Cierto! -replicó don Genaro-. He estado pen­sando en ponerme a escribir yo también.

‑Genaro es un hombre de conocimiento ‑dijo don Juan con sequedad‑. Y siendo un hombre de conocimiento, es perfectamente capaz de trasladarse a. grandes distancias.

Me recordó que una vez, años antes, los tres está­bamos en las montañas y don Genaro, en un esfuerzo por ayudarme a superar mi estúpida razón, dio un calco prodigioso hasta la cumbre de la Sierra, a quince kilómetros de distancia. El incidente figuraba en mi memoria, pero también el hecho de que yo ni siquiera pude concebir que don Genaro hubiera saltado.

Don Juan añadió que don Genaro era en ocasiones capaz de realizar hazañas extraordinarias.

-A veces Genaro no es Genaro sino su doble ‑dijo.

Lo repitió tres o cuatro veces. Luego ambos me observaron, como esperando mi reacción inminente.

Yo no había entendido lo de "su doble". Don Juan nunca había mencionado eso antes. Pedí una aclara­ción.

‑Hay otro Genaro ‑explicó.

Los tres nos miramos. Me puse muy aprensivo. Con un movimiento de los ojos, don Juan me instó a se­guir hablando.

‑¿Tiene usted un hermano gemelo? ‑pregunté, volviéndome a don Genaro.

‑Claro que sí ‑dijo‑. Tengo un cuate.

No pude determinar si me estaban jugando una broma o no. Ambos rieron con el abandono de niños traviesos.

‑Puedes decir ‑prosiguió don Juan‑ que en este momento Genaro es su cuate.

Esa aseveración hizo que ambos se tiraran al suelo entre risas. Pero yo no podía disfrutar su regocijo. Mi cuerpo se estremeció involuntariamente.

Don Juan dijo, en tono severo, que yo estaba de­masiado pesado y engreído.

‑¡Déjate ir! ‑me ordenó con sequedad‑. Ya sabes que Genaro es un brujo y un guerrero impecable. Por eso es capaz de realizar hechos que serían inconcebibles para el hombre común. Su doble, el otro Genaro, es uno de esos hechos.

Quedé sin habla. No podía concebir que simplemente estuvieran burlándose de mí.

‑Para un guerrero como Genaro ‑continuó‑, producir al otro no es una cosa tan asombrosa.

Tras meditar largo rato qué decir, pregunté:

‑¿Es el otro como uno mismo?

‑El otro es uno mismo ‑replicó don Juan.

Su explicación había tomado un giro increíble, y sin embargo no era, en realidad, más increíble que todos los demás hechos de ambos.

‑¿De qué está hecho el otro? ‑pregunté a don Juan tras algunos minutos de indecisión.

‑No hay forma de saberlo ‑dijo.

‑¿Es real, o sólo una ilusión?

-Claro que es real.

‑¿Sería entonces posible decir que está hecho de carne y hueso? ‑pregunté.

‑No. No sería posible ‑respondió don Genaro.

‑Pero si es tan real como yo...

‑¿Tan real como tú? ‑interrumpieron al unísono don Juan y don Genaro.

Se miraron entre sí y rieron hasta que pensé que se enfermarían. Don Genaro tiró al piso su sombrero y bailó alrededor. La danza era ágil y graciosa y, por algún motivo inexplicable, chistosa de principio a fin. Acaso el humor estaba en los movimientos ex­quisitamente "profesionales" que don Genaro ejecuta­ba. La incongruencia era tan sutil, y a la vez tan no­table, que me doblé de risa.

‑Lo malo contigo, Carlitos -dijo al sentarse de nuevo‑ es que eres un genio.

‑Tengo que averiguar eso del doble ‑dije.

‑No hay manera de saber si es de carne y hueso -dijo don Juan‑. Porque no es tan real como tú. El doble de Genaro es tan real como Genaro. ¿Ves lo que quiero decir?

‑Pero tiene usted que admitir, don Juan, que debe haber algún modo de saber.

‑El doble es uno mismo; esa explicación debería bastar. Pero si vieras, sabrías que hay una gran dife­rencia entre Genaro y su doble. Para un brujo que ve, el doble brilla más.

Me sentía demasiado débil para hacer nuevas pre­guntas. Dejé mi cuaderno y por un instante creí que iba a desmayarme. Tenía visión de un túnel; todo a mi alrededor estaba oscuro, con excepción de un sector redondo de paisaje claro, frente a mis ojos.

Don Juan dijo que yo necesitaba comer algo. Yo no tenía hambre. Don Genaro anunció que él tam­bién desfallecía, se puso en pie y fue a la parte trasera de la casa. Don Juan se levantó y me hizo seña de seguirlo. En la cocina, don Genaro se sirvió co­mida y luego inició una comiquísima pantomima imitando a alguien que quiere comer pero no puede tragar. Pensé que don Juan iba a morirse; rugía, pa­taleaba, lloraba, tosía y se atragantaba de risa. Yo también me sentía a punto de estallar. Las gracias de don Genaro eran incomparables.

Por fin desistió y nos miró por turno a don Juan y a mí; tenía los ojos relucientes y una sonrisa es­pléndida.

‑Ni modo -dijo alzando los hombros.

Yo devoré una gran cantidad de comida, y lo mis­mo hizo don Juan; luego todos volvimos al frente de la casa. El sol resplandecía, el cielo estaba despejado y la brisa matinal refrescaba el aire. Me sentía dichoso y fuerte.

Nos sentamos en triángulo, dándonos la cara. Tras un silencio cortés, decidí pedirles clarificar mi dilema. Una vez más me hallaba en perfectas condiciones, y quería explotar mi fuerza.

‑Hábleme más acerca del doble, don Juan ‑dije.

Don Juan señaló a don Genaro y don Genaro in­clinó la cabeza.

‑Allí está ‑dijo don Juan‑. No hay nada que decir. Aquí está para que lo atestigües.

‑Pero es don Genaro ‑dije, en un débil intento por guiar la conversación.

‑Claro que soy Genaro -dijo él, enderezando los hombros.

‑¿Qué es entonces un doble, don Genaro? ‑pre­gunté.

‑Pregúntale a él ‑repuso con brusquedad mien­tras señalaba a don Juan‑. Él es el que habla. Yo soy mudo.

‑Un doble es el brujo mismo, desarrollado a tra­vés de su soñar ‑explicó don Juan‑. Un doble es un acto de poder para un brujo, pero sólo un cuento de poder para ti. En el caso de Genaro, su doble no se puede distinguir del original. Eso se debe a que su impecabilidad como guerrero es suprema; así, tú mismo nunca has notado la diferencia. Pero en los años que llevas de conocerlo, sólo dos veces has estado con el Genaro original; todas las otras veces has esta­do con su doble.

‑¡Pero esto es absurdo! ‑exclamé.

Sentí la angustia crecer en mi pecho. Me agité tanto que dejé caer mi cuaderno, y el lápiz rodó per­diéndose de vista, Don Juan y don Genaro se lanzaron al piso, casi como clavadistas, e iniciaron una búsqueda de farsa loca. Yo jamás había visto una re­presentación más asombrosa de magia teatral y pres­tidigitación. Sólo que no había escenario, ni tramoya, ni artefactos de ninguna clase, y lo más probable era que los actores no usasen pres­tidigitación.

Don Genaro, ti malo principal, y su asistente don Juan, produjeron en cuestión de minutos la mas sor­prendente, grotesca y extravagante colección de obje­tos, hallados debajo, detrás, o encima de paila cosa dentro de la periferia de la ramada.

Siguiendo el estilo de la magia teatral, el asistente disponía los elementos de tramoya, que en este raso eran los escasos objetos sobre el piso de tierra ‑pie­dras, costales, trozos de madera, un cajón de leche, una linterna y mi chaqueta‑, y luego el mago, don Genaro, procedía a encontrar algo, que arrojaba a un lado inmediatamente después de constatar que no era mi lápiz. La colección de hallazgos incluía prendas de vestir, pelucas, anteojos, juguetes, utensilios, pie­zas de maquinaria, ropa interior femenina, dientes humanos, un sandwich de pollo, y objetos religiosos. Uno de ellos era francamente repugnante. Fue un compacto trozo de excremento humano que don Ge­naro sacó de debajo de mi chaqueta. Por fin, don Genaro halló mi lápiz y me lo entregó después de quitarle el polvo con el faldón de su camisa.

Celebraron sus payasadas con gritos y risas chas­queantes. Yo me descubrí observándolos, pero incapaz de unírmeles.

-No tomes las cosas tan en serio, Carlitos –dijo don Genaro con tono preocupado‑. Se te va a reven­tar la...

Hizo un gesto risible que podía significar cualquier cosa.

Cuando la risa amainó, pregunté a don Genaro qué hacía un doble, o qué hacía un brujo con el doble.

Don Juan respondió. Dijo que el doble tenía poder, y que usaba para realizar hazañas que serían inimaginables en términos ordinarios.

‑Ya re he dicho una y otra vez que el mundo no tiene fondo ‑me dijo‑. Y tampoco lo tenemos nosotros los hombres, o los otros seres que existen en este mundo. Por eso, es imposible razonar al doble. Sin embargo se te ha permitido a ti atestiguarlo, y eso debería ser más que suficiente.

‑Pero debe haber un modo de hablar de él ‑dije‑. Usted mismo me ha dicho que explicó su conversación con el venado para poder hablar de ella. ¿No puede Hacer lo mismo con el doble?

Guardó silencio un momento. Le rogué. La ansie­dad que experimentaba iba más allá de todo cuanto jamás había atravesado.

‑Bueno, un brujo puede desdoblarse ‑dijo don Juan‑ Eso es todo lo que se puede decir.

‑¿Pero se da cuenta de que está desdoblado?

-Claro que se da cuenta.

‑¿Sabe que está en dos sitios al mismo tiempo?

Ambos me miraron y luego se miraron entre sí.

-¿Dónde está el otro don Genaro? ‑pregunté.

Don Genaro se inclinó en mi dirección y fijó la vista en mis ojos.

‑No sé ‑dijo suavemente‑. Ningún brujo sabe dónde está su otro.

-Genaro tiene razón ‑dijo don Juan-. Un brujo no tiene ni la menor idea de que está en dos sitios al mismo tiempo. Tener conocimiento de eso equival­dría a encarar a su doble, y el brujo que se encuentra cara a cara consigo mismo es un brujo muerto. Ésa es la regla. Ése es el modo en que el poder ha armado las cosas. Nadie sabe por qué.

Don Juan explicó que, para cuando un guerrero ha conquistado el "soñar" y el "ver" y ha desarrollado un doble, debe haber logrado asimismo borrar la his­toria personal, el darse importancia a sí misino, y las rutinas. Dijo que todas las técnicas que me había enseñado y que yo había considerado conversación vana eran, en esencia, medios de dar fluidez a la per­sonalidad y al mundo y colocándolos fuera de los límites de la predicción, para de ese modo eliminar la impracticabilidad de tener un doble en el mundo or­dinario.

‑Un guerrero fluido ya no puede ponerle fechas cronológicas al mundo ‑explicó don Juan‑. Y para él, el mundo y él mismo ya no son objetos. Él es un ser luminoso que existe en un mundo luminoso. El doble es cosa sencilla para un brujo porque él sabe lo que hace. Tomar notas es para ti cosa sencilla, pero todavía asustas a Genaro con tu lápiz.

‑¿Puede una persona ajena, mirando a un brujo, ver que está en dos lugares a la vez? ‑pregunté a don Juan.

‑Seguro. Ésa sería la única manera de saberlo.

-¿Pero no puede asumirse lógicamente que el brujo también notaría que ha estado en dos lugares?

-¡Ajá! ‑exclamó don Juan‑. Por esta vez acertas­te. Un brujo puede sin duda notar, después, que ha estado en dos sitios al mismo tiempo. Pero esto sólo sirve para llevar la cuenta y no afecta en nada el hecho de que, mientras actúa, no tiene idea de que es doble.

Mi mente se tambaleaba. Sentí que, de no seguir escribiendo, estallaría.

‑Piensa en esto ‑prosiguió‑. El mundo no se nos viene encima directamente; la descripción del mundo siempre está en el medio. Así pues, hablando con propiedad, siempre estamos a un paso de distan­cia y nuestra vivencia del mundo es siempre un re­cuerdo de la experiencia. Estamos eternamente re­cordando el instante que acaba de suceder, acaba de pasar. Recordamos, recordamos, recordamos.

Volteó la mano una y otra vez para darme el sen­timiento de lo que quería decir.

‑Si toda nuestra vivencia del mundo es recuerdo, entonces no resulta tan absurdo decir que un brujo puede estar en dos sitios al mismo tiempo. Pero ese no es el caso desde el punto de vista de lo que él siente, porque para vivir el mundo un brujo, como cualquier otro hombre, tiene que recordar el acto que acaba de realizar, la experiencia que acaba de vivir. En el conocimiento del brujo hay un solo recuerdo. Sin embargo, para alguien que estuviera mirando al brujo, el brujo aparecería como si estuviera actuando a la vez en dos episodios diferentes. El brujo, no obstante, recuerda dos instantes aislados, distintos, porque para él la goma de la descripción del tiempo ya no pega más.

Cuando don Juan terminó de hablar, me sentí se­guro de tener fiebre.

Don Genaro me examinó con ojos curiosos.

‑Tiene razón ‑dijo‑. Siempre andamos un salto atrás.

Movió la mano como don Juan había hecho; su cuerpo empezó a moverse en tirones y saltó hacía atrás sobre su asiento. Era como si tuviese hipo y el hipo forzara a su cuerpo a saltar. Empezó a despla­zarse de espaldas, saltando sentado, y fue hasta el fi­nal de la ramada y regresó.

La visión de don Genaro saltando hacia atrás sobre sus nalgas, en vez de ser chistosa como debería haber sido, me produjo un ataque de miedo tan intenso que don Juan tuvo que golpear repetidamente, con los nudillos, la parte superior de mi cabeza.

‑Sencillamente no puedo comprender todo esto, don Juan -dije.

‑Yo tampoco ‑repuso don Juan, alzando los hom­bros.

‑Y yo menos, querido Carlitos ‑añadió don Ge­naro.

Mi fatiga, el total de mi experiencia sensorial, el ambiente de ligereza y humor que prevalecía, y las payasadas de don Genaro eran demasiado para mis nervios. No podía detener la agitación en los múscu­los de mi estómago.

Don Juan me hizo rodar en el piso hasta que reco­bré la calma; luego volví a sentarme encarándolos.

‑¿Es sólido el doble? ‑pregunté a don Juan tras un largo silencio.

Me miraron.

‑¿Tiene cuerpo el doble? ‑pregunté.

-Seguro ‑dijo don Juan‑. La solidez, el cuerpo son recuerdos; al igual que todo lo demás que senti­mos del mundo, son recuerdos que acumulamos. Tú tienen el recuerdo de mi solidez, igual que tienes el recuerdo de comunicarte con palabras. Por eso crees que hablaste con un coyote y sientes que soy sólido.

Don Juan puso su hombro junto al mío y me dio un leve codazo.

‑Tócame ‑dijo.

Le di palmadas y luego lo abracé. Me hallaba al borde del llanto.

Don Genaro se puso de pie y se me acercó. Daba la impresión de un niño con brillantes ojos traviesos. Hizo un mohín frunciendo los labios y me miró un largo momento.

‑¿Y yo? ‑preguntó, tratando de esconder una son­risa‑. ¿No vas a darme mi abrazo?

Me levanté y extendí los brazos para tocarlo; mi cuerpo pareció congelarse en esa postura. No tenía poder para moverme. Traté de forzar mis brazos a alcanzarlo, pero la pugna fue en vano.

Don Juan y don Genaro se pararon, observándome. Sentí mi cuerpo contraerse bajo una presión desco­nocida.

Don Genaro tomó asiento y fingió ponerse de mal humor porque yo no lo había abrazado; frunció la boca y golpeó el suelo con los talones, luego los dos volvieron a estallar en carcajadas.

Los músculos de mi estómago temblaban, sacudien­do todo mi cuerpo. Don Juan señaló que estaba mo­viendo la cabeza como él había recomendado antes, y que ésa era la oportunidad de tranquilizarme refle­jando un rayo de luz en la córnea de mis ojos. Me jaló a la fuerza a campo abierto, fuera del techo de la ramada, y manipuló mi cuerpo para que mis ojos captaran el sol oriental; pero cuando acabó de po­nerme en la posición adecuada, yo había dejado de temblar. Noté que yo aferraba mi cuaderno solamen­te después de que don Genaro dijo que el peso de las hojas era lo queme hacía estremecer.

Aseguré a don Juan que mi cuerpo me jalaba para irme. Agité la mano en dirección de don Ge­naro. No quería darles tiempo de hacerme cambiar de idea.

‑Adiós, don Genaro ‑grité‑. Ya tengo que irme.

Devolvió el ademán.

Don Juan caminó conmigo unos metros, hacia mi coche.

‑¿Usted también tiene un doble, don Juan? ‑pre­gunté.

‑¡Claro! ‑exclamó.

Tuve en ese momento una idea enloquecedora. Quise descartarla y marcharme a toda prisa, pero algo en mi interior seguía aguijándome. A lo largo de los años de nuestra relación, se había hecho cos­tumbre que, cada vez que yo deseaba ver a don Juan, iba a Sonora o a México central y siempre lo hallaba esperándome. Había aprendido a dar eso por sentado y nunca hasta entonces se me había ocurrido pensar nada al respecto.

‑Dígame una cosa, don Juan ‑dije, medio en bro­ma‑. ¿Usted es usted, o usted es su doble?

Se inclinó hacia mí. Sonreía.

‑Mi doble ‑susurró.

Mi cuerpo saltó en el aire como si me impeliera una fuerza formidable. Corrí a mi coche.

-Lo dije en broma ‑dijo don Juan en voz alta‑.

Todavía no te puedes ir. Me sigues debiendo cinco días.

Ambos corrieron hacia el auto mientras yo lo echaba en reversa. Reían y brincoteaban.

‑¡Carlitos, llámame cuando quieras! ‑gritó don Genaro.


EL SOÑADOR Y EL SOÑADO

 

Llegué a casa de don Juan temprano por la maña­na. Había pasado la noche en un motel en el ca­mino, para estar allí antes del mediodía.

Don Juan estaba en la parte trasera y vino al fren­te cuando lo llamé. Me dio un saludo caluroso y la impresión de que se alegraba de verme. Hizo un comentario que creí destinado a sosegarme, pero que produjo el efecto contrario.

‑Te oí venir ‑dijo con una sonrisa‑. Y me corrí para atrás de la casa. Tuve miedo de que si me que­daba aquí fueras a asustarte.

Señaló, en tono casual, que me hallaba sombrío y pesado. Dijo que le recordaba a Eligio, quien era lo bastante mórbido para ser un buen brujo, pero de­masiado para hacerse hombre de conocimiento. Aña­dió que el único modo de contrarrestar el devastador efecto del mundo de los brujos era reírse de él.

Había evaluado correctamente mi estado de áni­mo. Yo estaba, en verdad, preocupado y asustado. Salimos a una larga caminata. Mis sentimientos tarda­ron horas en aligerarse. Caminar con él me hacía sentir mejor que si hubiera intentado disipar mis sombras hablando.

Regresamos a su casa al atardecer. Me moría de hambre. Después de comer nos sentamos bajo la ra­mada. El cielo estaba despejado. La luz de la tarde me producía complacencia. Quise conversar.

‑Llevo meses de sentirme inquieto -dije-. Hubo algo verdaderamente pavoroso een lo que usted y don Genaro dijeron e hicieron la última vez que estu­ve, aquí.

Don Juan no respondió. Se puso en pie y caminó por la ramada.

‑Tengo que hablar de esto ‑dije‑. Me obsesiona y no puedo dejar de darle vueltas.

‑¿Tienes miedo? ‑preguntó.

Yo no tenía miedo sino desconcierto; me avasalla­ba lo que había visto y oído. Los huecos en mi razón eran tan enormes que, de no repararlos, yo debería prescindir de ella por entero.

Mis comentarios le dieron risa.

‑Todavía no tires tu razón ‑dijo‑. Todavía no es hora de hacer eso. Eso sucederá, por cierto, pero no creo que ahora sea el momento.

‑Entonces, ¿debo tratar de hallar una explicación para lo que ocurrió? ‑pregunté.

‑¡Seguro! -replicó-. Tienes el deber de apaciguar tu mente. Los guerreros no ganan victorias golpeán­dose la cabeza contra los muros. Los guerreros saltan los muros, no los derriban.

‑¿Cómo puedo saltar éste? ‑pregunté.

‑En primer lugar, me parece un error fatal que tomes las cosas tan en serio ‑dijo al tomar asiento junto a mí‑. Hay tres clases de malos hábitos que usamos una y otra vez al enfrentarnos con situaciones fuera de lo común en esta vida. Primero: podemos no hacer caso de lo que está ocurriendo o ha ocurri­do, y sentir como si nunca hubiera pasado. Ése es el camino del santurrón. Segundo: podemos aceptar todo tal como se presenta y sentir como si supiéra­mos qué es lo que está pasando. Ése es el camino de los devotos. Tercero: podemos obsesionarnos con un suceso porque no podemos descartarlo o porque no podemos aceptarlo de todo corazón. Ése es el camino del tonto. ¿Tu camino? Hay un cuarto camino, el correcto, el camino del guerrero. Un guerrero actúa como si nunca hubiera pasado nada, porque no cree en nada, pero acepta todo tal como se presenta. Acep­ta sin aceptar y descarta sin descartar. Nunca siente como si supiera, ni tampoco siente como si nada hu­biera pasado. Actúa como si tuviera el control, aun­que esté temblando de miedo. Actuar en esa forma disipa la obsesión.

Quedamos largo rato en silencio. Las palabras de don Juan eran como un bálsamo para mí.

-¿Puedo hablar de don Genaro y su doble? ‑pre­gunté.

‑Depende de lo que quieras decir de él ‑repu­so-. ¿Vas a entregarte a la obsesión?

‑Quiero entregarme a las explicaciones ‑dije‑. Estoy obsesionado porque no me he atrevido a venir a verlo ni he podido hablar con nadie de mis escrú­pulos y mis dudas.

‑¿No hablas con tus amigos?

‑Sí, pero ¿cómo podrían ayudarme?

-Nunca pensé que necesitaras ayuda. Debes culti­var el sentimiento de que un guerrero no necesita nada. Dices que necesitas ayuda. ¿Ayuda para qué? Tienes todo lo necesario para el viaje extravagante que es tu vida. He tratado de enseñarte que la ver­dadera experiencia es ser un hombre, y que lo que cuenta es estar vivo; la vida es la vueltita que ahora estamos tomando. La vida en sí misma es suficiente y se explica sola, y es completa.

"Un guerrero entiende eso y vive de acuerdo a eso; por lo tanto, uno puede decir sin ser presumido, que la experiencia de experiencias es el ser un guerrero."

Pareció esperar respuesta. Titubeé un momento. Quería elegir cuidadosamente mis palabras.

‑Si un guerrero necesita alivio ‑Prosiguió‑, sim­plemente elige a cualquiera y le expresa a esa perso­na cada detalle de su tumulto. Después de todo, el guerrero no busca que le entiendan o le ayuden; con hablar simplemente busca aliviar su presión. Eso es, siempre y cuándo el guerrero sea dado a hablar; si no lo es, no le dice nada a nadie. Pero tú no vives total­mente como guerrero. No todavía. Y los obstáculos que te salen al encuentro han de ser verdaderamente monumentales. Te entiendo perfectamente.

No se hacia el gracioso. A juzgar por la preocupa­ción en su mirada, parecía ser alguien que hubiera andado por esos rumbos. Se puso en pie y me dio palmaditas en la cabeza. Se paseó de un lado a otro a lo largo de la ramada y miró casualmente hacia el chaparral en torno de la casa. Sus movimientos evo­caron en mí una sensación de inquietud.

Con el fin de relajarme, empecé a hablar de mi di­lema. Sentía que inherentemente era demasiado tar­de para fingirme un espectador inocente. Bajo su guía, me había entrenado hasta lograr percepciones extrañas, como "parar el diálogo interno" y controlar los sueños. Ésas eran instancias que no podían falsi­ficarse. Yo había seguido sus sugerencias, aunque nun­ca al pie de la letra, y había logrado parcialmente romper rutinas cotidianas, asumir responsabilidades por mis actos, borrar la historia personal, y llegado finalmente a un punto que años antes me producía pánico, era capaz de estar solo sin violentar mi bienes­tar físico ni emotivo. Ése era quizá mi triunfo aisla­do más sorprendente. Desde la perspectiva de mis anteriores expectaciones y estados de ánimo, hallarme solo y no "salirme de mis casillas" era un estado in­concebible. Tenía aguda conciencia de todos los cam­bios acontecidos en mi vida y en mi visión del mun­do, y también de que en alguna forma era superfluo resentir tan profundamente la revelación de don Juan y don Genaro acerca del "doble".

‑¿Qué anda mal conmigo, don Juan? ‑pregunté.

‑Te entregas a tu vicio ‑respondió, brusco-. ­Sientes que entregarte a las dudas y a las tribulacio­nes es la marca de un hombre sensitivo. Bueno, la verdad del asunto es que está, muy lejos de ser eso. ¿Por qué fingir, pues? Ya te dije el otro día: un gue­rrero se acepta con humildad así como es.

‑De la manera como usted lo dice, me hace apa­recer como si yo me confundiera a propósito ‑dije.

-Pues eso es lo que hacemos, nos confundimos a propósito –repuso-. Todos nosotros nos damos cuenta de lo que hacemos y nuestra razón se convier­te, a propósito, en el monstruo que se imagina ser. Pero ese molde le queda demasiado grande.

Le expliqué que mi dilema era quizá más complejo que como él lo presentaba. Dije que mientras él y don Genaro fuesen hombres como yo mismo, su do­minio superior los convertía en modelos para mi pro­pia conducta. Pero si eran en esencia hombres drás­ticamente distintos a mí, no me era ya posible con­cebirlos como modelos, sino como rarezas que yo no podía aspirar a emular.

-Genaro es un hombre ‑dijo don Juan en tono confortante‑. Ya no es un hombre como tú, cierto. Pero ésa es su hazaña, y no debería darte miedo. Si es distinto, mayor razón para admirarlo.

‑Pero su diferencia no es una diferencia humana ‑dije.

‑¿Y qué cosa crees que es? ¿La diferencia entre un hombre y un caballo?

‑No sé. Pero no es como yo.

‑No obstante, lo fue una vez.

‑¿Pero puedo yo entender su cambio?

‑Claro. Tú mismo estás cambiando.

‑¿Quiere usted decir que me saldrá un doble?

‑A nadie le sale un doble. Ése es sólo un modo de hablar de eso. Pese a lo mucho que hablas, las pa­labras te enredan. Te quedas atrapado en sus signifi­cados. Y ahora seguramente has de creer que el doble le sale a uno por medios malignos. Todos nosotros los seres luminosos tenemos un doble. ¡Todos! Un guerrero aprende a darse cuenta de ello, eso es todo. Hay barreras que parecen infranqueables, que prote­gen ese conocimiento. Pero eso es de esperarse; de no ser por esas barreras, llegar a darse cuenta del doble no sería el desafío único que es.

‑¿Por qué le temo yo tanto al doble, don Juan?

‑Porque estás pensando que el doble es lo que dice la palabra, un doble, otro tú. Yo escogí esas pa­labras con el propósito de describirlo. El doble es uno mismo y no se puede encararlo de otro modo.

‑¿Y si yo no quiero un doble?

‑El doble no es asunto de gusto personal. Tampo­co es asunto de gusto personal quien resulta seleccio­nado para aprender el conocimiento de los brujos que nos llevan a darnos cuenta del doble. ¿Te has preguntado alguna vez por qué tú en particular?

‑Todo el tiempo. Cientos de veces le he hecho esa pregunta, pero usted nunca ha respondido.

‑No quise decir que lo hicieras una pregunta que busca respuesta, sino en el sentido de un guerrero que se asombra en su gran fortuna, la fortuna de ha­ber hallado un propósito.

Convertirlo en pregunta común es el recurso de un hombre ordinario y engreído que quiere que lo admiren o lo compadezcan por lo que hace. Yo no tengo ningún interés en esa clase de pregunta, por­que no hay modo de responderla. La decisión de es­cogerte a ti en particular fue un designio del poder; nadie puede penetrar los designios del poder. Ahora que has sido seleccionado, no hay nada que puedas hacer para que ese designio no se cumpla.

‑Pero usted mismo dice, don Juan, que uno siem­pre puede fracasar.

‑Cierto. Uno siempre puede fracasar. Pero yo creo que te refieres a otra cosa. Quieres hallar una salida. Quieres tener la libertad de fracasar y salir corriendo cuando se te dé la gana. Es demasiado tarde para eso. Un guerrero está en las manos del poder y su única libertad es elegir una vida impecable. No hay manera de fingir el triunfo o la derrota. Tu razón podrá querer que fracases por completo, para así ani­quilar la totalidad de tu ser. Pero hay una contrame­dida que no te permitirá declarar una falsa victoria o derrota. Si crees que puedes retirarte al refugio del fracaso, estás loco. Tu cuerpo montará guardia y no te dejará ir a ninguno de los dos lados.

Empezó a reír para sí, suavemente.

‑¿Por qué ríe usted? ‑pregunté.

‑Estás metido en un pantano espantoso -dijo‑. Es demasiado tarde para retirarte, pero demasiado pronto para actuar. Lo único que puedes hacer es atestiguar. Estás en la miserable posición de una cria­tura que no puede regresar al vientre de la madre, pero tampoco puede corretear y actuar. Lo único que una criatura puede hacer es atestiguar, y escuchar los estupendos cuentos de acción que le cuentan. Tú es­tás ahora en ese punto preciso. No puedes regresar al vientre de tu viejo mundo, pero tampoco puedes ac­tuar con poder. Para ti no hay más que atestiguar actos de poder y escuchar cuentos, cuentos de poder.

"El doble es uno de esos cuentos. Lo sabes, y por eso cautiva tanto tu razón. Te estás golpeando la cabeza contra un muro si pretendes entender. Todo lo que puedo decirte, a manera de explicación, es que el doble, aunque se llega a él soñando, es de lo más real que hay."

‑Según lo que usted me ha contado, don Juan, el doble puede realizar actos. ¿Puede entonces. . .?

No me dejó proseguir mi línea de razonamiento. Me recordó que era inadecuado decir que él me había contado del doble, cuando podía decir que yo mismo lo había presenciado.

‑Por lo visto, el doble puede realizar actos ‑dije.

‑¡Por lo visto! ‑repuso.

-¿Pero puede el doble actuar como uno mismo?

‑Es uno mismo, ¡carajo!

Me resultaba muy difícil darme a entender. Tenía en mente que, sí un brujo podía ejecutar dos acciones a la vez su capacidad para la producción utilitaria necesariamente se duplicaba. Podía trabajar en dos empleos, estar en dos sitios, ver a dos personas, y así sucesivamente, al mismo tiempo.

Don Juan escuchó con paciencia.

‑Permítame poner un ejemplo ‑dije‑. Como pura teoría, ¿puede don Genaro matar a alguien a cientos de kilómetros de distancia, dejando que su do­ble lo haga?

Don Juan me miró. Meneó la cabeza y apartó los ojos.

‑Estás repleto de cuentos de violencia ‑dijo‑. Genaro no puede matar a nadie, sencillamente por­que ya no tiene ningún interés en sus semejantes. A la hora en que un guerrero es capaz de conquistar el ver y el soñar y de darse cuenta de su propia lumino­sidad, ya no le queda nada de ese interés.

Señalé que, al principio de mi aprendizaje, él ha­bía afirmado que un brujo, con la guía de su "alia­do", podía transportarse a cientos de kilómetros para descargar un golpe mortal a sus enemigos.

‑Yo soy el responsable de esa confusión ‑dijo‑. Pero debes recordar que en otra ocasión te dije que, contigo, yo no estaba siguiendo los pasos que mi pro­pio maestro me trazó. El era brujo, y propiamente yo debería haberte echado a ese mundo. No lo hice, porque ya no me conciernen los quehaceres de mis semejantes. Pero de todos modos, las palabras de mi maestro se me quedaron pegadas. Muchas veces hablé contigo en la forma en que él mismo hubiera ha­blado.

"Genaro es un hombre de conocimiento. El más puro de todos. Sus acciones son impecables. Está más allá de los hombres comunes, y más allá de los brujos. Su doble es una expresión de su alegría y su buen humor. Por eso, no puede de ningún modo usarlo para crear o resolver situaciones ordinarias. Hasta donde yo sé, el doble es el darse cuenta de nues­tro estado como seres luminosos. Puede hacer cual­quier cosa, pero escoge ser gentil y no llamar la atención.

"Mi error fue extraviarte con palabras prestadas. Mi maestro no era capaz de producir los efectos que Genaro produce. Para mi maestro, desdichadamente, ciertas cosas eran, como son para ti, sólo cuentos de poder.”

Me vi compelido a defender mi premisa. Dije que hablaba en un sentido de posibilidades hipotéticas.

‑No hay tal sentido cuando hablas del mundo de los hombres de conocimiento ‑dijo‑. Un hombre de conocimiento no puede de ninguna manera actuar hacia sus semejantes en términos perjudiciales, hipo­téticamente o no.

‑Pero ¿y si sus semejantes traman algo contra su seguridad y su bienestar? ¿Puede entonces usar su do­ble para protegerse?

Chasqueó la lengua con reprobación.

‑Qué violencia increíble en tus pensamientos ‑di­jo‑. Nadie puede tramar nada contra la seguridad y el bienestar de un hombre de conocimiento. Él ve, de modo que tomaría medidas para evitar cual­quier cosa por el estilo. Genaro, por ejemplo, corre un riesgo calculado al juntarse contigo. Pero no hay nada que podrías hacer tú para poner en peligro su seguridad. Si algo hubiera, su ver se lo haría saber. Ahora bien, si hay en ti algo que sea desde el fondo perjudicial para él, y su ver no lo alcanza, entonces es su destino, y ni Genaro ni nadie puede evitar eso. Conque, ya ves, un hombre de conocimiento tiene el control sin controlar nada.

Guardamos silencio. El sol estaba a punto de al­canzar la copa de las densas matas altas al lado oeste de la casa. Quedaban unas dos horas de luz diurna.

‑¿Por qué no llamas a Genaro? ‑dijo don Juan en tono casual.

Mi cuerpo dio un salto. Mi reacción inicial fue abandonar todo y correr a mi coche. Don Juan esta­lló en una carcajada. Le dije que yo no tenía nada que probarme a mí mismo, y que me hallaba perfec­tamente satisfecho hablando con él. Don Juan no podía parar de reír. Finalmente dijo que era una vergüenza que Genaro no estuviera allí para disfrutar la escena.

‑Mira, si a ti no te interesa llamar a Genaro, a mí sí ‑dijo en tono resuelto‑. Me gusta su compañía.

Había un terrible amargor en mi paladar. El sudor goteaba de mis cejas y mi labio superior. Quise decir algo pero en realidad no había qué decir.

Don Juan me escudriñó con una larga mirada.

‑Ándale -dijo-. Un guerrero siempre está listo. Ser guerrero no es el simple asunto de nomás querer serlo. Es más bien una lucha interminable que se­guirá hasta el último instante de nuestras vidas. Na­die nace guerrero, exactamente igual que nadie nace siendo un ser razonable. Nosotros nos hacemos lo uno o lo otro.

"Siéntate bien. No quiero que Genaro te vea tem­blando."

Se puso en pie y recorrió de un lado a otro el piso limpio de la ramada. No pude permanecer impasible. Mi nerviosismo era tan intenso que, incapaz de escribir una línea más, me levanté de un salto.

Don Juan me hizo trotar marcando el paso, cara al oeste. Me había puesto a realizar los mismos movi­mientos en varias ocasiones anteriores. La idea era sacar "poder" del crepúsculo inminente alzando los brazos al cielo con los dedos extendidos en abanico, y cerrando los puños con fuerza cuando los brazos estu­vieran en el punto medio entre horizonte y cenit.

El ejercicio surtió efecto y, casi de inmediato, me llené de calma y sosiego. No pude, sin embargo, de­jar de pensar qué habría ocurrido con el antiguo "yo" que nunca se habría relajado tan completamente eje­cutando esos movimientos sencillos e idiotas.

Quería enfocar toda mi atención en el procedimien­to que don Juan seguiría para llamar a don Genaro. Anticipaba actos portentosos. Don Juan se paró en el borde de la ramada, mirando al sureste, formó una bocina con las manos, y gritó:

‑¡Genaro! ¡Ven aquí!

Un momento después, don Genaro surgió del cha­parral. Ambos resplandecían de contento. Práctica­mente bailaron frente a mí.

Don Genaro me saludó con abundantes efusiones y tomó asiento en el cajón de leche.

Algo espantoso me ocurría. Estaba calmado, impá­vido. Un increíble estado de indiferencia y distancia­miento dominaba todo mi ser. Casi me parecía estarme observando desde un escondrijo. Con gran despreocu­pación, le platiqué a don Genaro que durante mi úl­tima visita casi me había matado a sustos, y que ni siquiera durante mis experiencias con plantas psico­trópicas me había visto en un caos mayor. Ambos celebraron mis frases como si tuvieran propósito de chiste. Reí con ellos.

Obviamente estaban al tanto de mi estado de in­sensibilidad emotiva. Me vigilaban y me seguían la corriente como a un borracho.

Dentro de mí, algo luchaba desesperadamente por convertir la situación en cosa familiar. Quería sentir­me preocupado y temeroso.

Al cabo de un rato, don Juan me salpicó agua en la cara y me instó a sentarme y tomar notas. Dijo, como lo había hecho antes, que de no tomar ‑notas me moriría. El mero acto de poner por escrito algu­nas palabras hizo regresar mi ánimo habitual. Fue como si algo se volviera de nuevo claro y cristalino, algo que unos momentos antes era opaco e inerte.

El advenimiento de mi personalidad acostumbrada significó a la vez el de mis miedos habituales. Curio­samente, yo tenía menos miedo de tener miedo que de no tenerlo. La familiaridad de mis viejos hábitos, por desagradables que fuesen, era un respiro deleitoso.

Entonces me di plena cuenta de que don Genaro acababa de surgir del chaparral. Mis procesos usua­les empezaban a funcionar. Comenzó rehusando a pensar o especular acerca del hecho. Hice la decisión de no preguntarle nada. Esta vez, sería un testigo si­lencioso.

‑Genaro ha venido de nuevo, exclusivamente por u ‑dijo don Juan.

Don Genaro estaba reclinado en la pared de la casa, y reposaba la espalda, sentado en un cajón de leche puesto en declive. Parecía un jinete. Tenía las manos enfrente, y daban la impresión de que sostenía las riendas de un caballo.

‑Eso es cierto, Carlitos ‑dijo bajando el cajón a la horizontal del piso.

Desmontó, pasando la pierna derecha sobre el ima­ginario cuello equino, y saltó a tierra. La destreza de sus movimientos me hizo sentir sin lugar a dudas que había llegado cabalgando. Vino y se sentó a mi iz­quierda.

‑Genaro vino porque quiere hablarte del otro ‑dijo don Juan.

Hizo ademán de ceder la palabra. Don Genaro sa­ludó al auditorio. Se volvió ligeramente para darme la cara.

‑¿Qué es lo que te gustaría saber, Carlitos? ‑pre­guntó en voz aguda.

‑Bueno, si va usted a hablarme del otro, cuénte­melo todo ‑dije, fingiendo despreocupación.

Ambos menearon la cabeza y se miraron.

‑Genaro te va a hablar acerca del soñador y el soñado ‑anunció don Juan.

Como ya sabes, Carlitos ‑dijo don Genaro con el aire de un orador que entra en materia‑, el doble empieza en sueños.

Me lanzó una larga mirada y sonrió. Sus ojos se deslizaron de mi cara a mi cuaderno y mi lápiz.

‑El doble es un sueño ‑dijo, rascándose los bra­zos, y luego se paró.

Dejó la ramada y se metió en el chaparral. Se de­tuvo frente a una mata, mostrándonos tres cuartos de perfil; al parecer orinaba. Tras un momento vi que algo le ocurría. Parecía tratar desesperadamente de orinar sin conseguirlo. La risa de don Juan me indicó que don Genaro había vuelto a las andadas.

Don Genaro contorsionaba su cuerpo en tan cómica manera, que nos puso prácticamente histéricos.

Don Genaro regresó a la ramada y tomó asiento. Su sonrisa irradiaba una insólita calidez.

‑Si no se puede, pues no se puede ‑dijo alzando los hombros.

Luego, tras una pausa momentánea, añadió, sus­pirando:

‑Sí, Carlitos, el doble es un sueño.

‑¿Quiere usted decir que no es real? ‑pregunté.

‑No. Quiero decir que es un sueño ‑repuso.

Don Juan intervino para explicar que don Genaro se refería a la primera manifestación del hecho de darnos cuenta de ser seres luminosos.

-Cada uno de nosotros es distinto, y por eso los detalles de nuestras luchas son distintos ‑dijo don Juan‑. Pero los pasos que seguimos para llegar al doble son los mismos. Sobre todo los primeros pasos, que son confusos e inciertos.

Don Genaro estuvo de acuerdo, y comentó la incer­tidumbre del brujo en esa etapa.

‑Cuando me pasó por primera vez, no supe lo que había pasado ‑relató‑. Un día había estado reco­giendo plantas en los cerros y me había metido en un sitio que les tocaba a otros yerberos. Junté dos costalotes y ya estaba listo para irme a mi casa, cuan­do me dieron ganas de descansar un rato. Me acosté junto al camino, a la sombra de un árbol, y me que­dé dormido. Después oí gente que bajaba del monte y desperté. Al momento me escurrí y me escondí detrás de unas matas, al otro lado del camino muy cerca del sitio donde me había echado a dormir. Es­tando allí se me dio por pensar que me había olvidado algo. Miré a ver si tenía mis dos costales de plantas. No los tenía conmigo. Miré para el otro lado del camino, al lugar donde había estado dur­miendo y casi me lleva la chingada. ¡Yo seguía allí dormido! ¡Era yo mismo! Toqué mi cuerpo. ¡Yo era yo mismo! Ya para entonces, las gentes que bajaban del monte iban llegando a mí que estaba dormido, mientras yo que estaba bien despierto miraba desde mi escondite sin poder hacer nada. ¡Me lleva la chin­gada! Me van a encontrar allí, pensé, y me van a qui­tar mis costales. Pero las gentes pasaron junto a mí que dormía como si yo no estuviera allí.

"La visión fue tan vivida que me puse como loco. Grité y entonces volví a despertar. ¡Carajo! ¡Había sido un sueño!"

Don Genaro cesó su recuento y me miró como es­perando una pregunta o un comentario.

‑Dile dónde despertaste la segunda vez ‑dijo don Juan.

‑Desperté junto al camino ‑dijo don Genaro-, donde me quedé dormido. Pero por un momento no supe bien dónde me encontraba en realidad. Casi puedo decir que me estaba viendo a mí mismo des­pertar cuando algo me jaló al otro lado del camino cuando ya estaba a punto de abrir los ojos.

Hubo una larga pausa. Yo no sabía qué decir.

‑¿Y qué hiciste después? ‑preguntó don Juan.

Me di cuenta, cuando ambos echaron a reír, de que me hacía burla imitando mis preguntas.

Don Genaro siguió hablando. Dijo que se quedó atónito un momento v luego fue a verificar todo.

‑El sitio donde me escondí era tal como lo había visto ‑dijo‑. Y las gentes que pasaron se encontraban a corta distancia, bajando el cerro. Lo sé porque corrí cuestabajo siguiéndolos. Eran los mismos que había visto. Los seguí hasta que llegaron al pueblo. Han de haber creído que estaba yo loco. Les pregun­té si habían visto a mi amigo durmiendo junto al ca­mino. Todos dijeron que no.

‑Ya ves -dijo don Juan‑, todos pasamos por las mismas dudas. Nos da miedo volvernos locos, pero la desgracia es que, de a tiro, ya todos nosotros esta­mos locos.

‑Pero tú eres un poquito más loco que nosotros dos ‑me dijo don Genaro, e hizo un guiño‑. Y eres, como buen loco, más sospechoso.

Hicieron bromas sobre mi suspicacia. Luego, don Genaro volvió a hablar.

‑Todos somos seres densos ‑dijo‑. No eres el único, Carlitos. A mí el sueño me tuvo espantado unos días, pero entonces tenía que ganarme la vida y me ocupaba de muchas cosas y no me alcanzaba el tiempo para ponerme a pensar en el misterio de mis sueños. Y se me olvidó la cosa. Yo era muy parecido a ti.

"Pero un día, meses más tarde, después de una ma­ñana de mucho trabajo me quedé dormido como una piedra en la media tarde. Acababa de empezar a llo­ver y me despertó una gotera. Salté de la cama y trepé al techo para arreglarla antes de que se hiciera un chorro. Me sentía tan bien y con tanta fuerza, que acabé en un minuto y ni siquiera me mojé mu­cho. Pensé que el sueñito que había echado me hizo bien. Cuando terminé, volví a la casa para comer algo, y me di cuenta de que no podía tragar. Pensé que estaba enfermo. Junté unas hojas y raíces, las machuqué y me hice un emplasto en la garganta y fui a acostarme. Y otra vez, al llegar a mi cama, casi se me caen los calzones. ¡Yo estaba allí en la cama dormi­do! Quise sacudirme y despertarme, pero yo sabía que no era eso lo que uno debía hacer. Así que salí corriendo de la casa, despavorido. Anduve sin rumbo por el monte. No tenía ni la menor idea a dónde iba, y aunque había vivido allí toda mi vida, me per­dí. Andaba en la lluvia y ni la sentía. Parecía coipo si no pudiera pensar. Entonces el rayo y el trueno se hicieron tan fuertes que desperté otra vez".

Hizo una pausa.

‑¿Quieres saber dónde desperté? ‑me preguntó.

‑Claro ‑contestó don Juan.

‑Desperté en el monte, en la lluvia ‑dijo él.

‑¿Pero cómo supo usted que había despertado? ‑pregunté.

‑Mi cuerpo lo supo ‑respondió.

‑Esa pregunta fue idiota ‑terció don Juan‑. Tú mismo sabes que algo en el guerrero se da cuenta siempre de cada cambio. La meta del camino del guerrero es precisamente cultivar y mantener ese sen­tido de darse cuenta. El guerrero lo limpia, lo pule y lo tiene siempre funcionando.

Tenía razón. Hube de admitir hallarme al tanto de ese algo que en mí registraba y conocía todas mis acciones. No tenía nada que ver con la habitual con­ciencia de mí mismo. Era otra cosa que yo no podía precisar. Les dije que tal vez don Genaro pudiera des­cribirlo mejor.

‑Tú lo haces muy bien ‑dijo don Genaro‑. Es la voz de adentro que te dice qué es lo qué es. Y aquella vez me dijo que yo había despertado por segunda vez. Claro, apenas desperté quedé convencido de que había estado soñando. Por lo visto este no ha­bía sido un sueño ordinario, pero tampoco había sido propiamente soñar. Me conformé con otra explica­ción: me dije que había andado dormido o medio des­pierto, supongo. No había para mí ningún otro modo de entenderlo.

Don Genaro dijo que su benefactor le explicó que no era un sueño lo experimentado, y que tampoco debía insistir en creerlo sonambulismo.

‑¿Qué cosa le dijo que era? ‑pregunté.

Cambiaron miradas.

‑Me dijo que era el coco ‑repuso don Genaro, adoptando el tono de un niño pequeño.

Les aclaré que deseaba saber si el benefactor de don Genaro explicaba las cosas del mismo modo que ellos.

‑Claro que sí ‑dijo don Juan.

‑Mi benefactor me explicó que el sueño en el que uno se veía durmiendo ‑prosiguió don Genaro‑ era la hora del doble. Me aconsejó que, en vez de mal­gastar mi poder en dudas y preguntas, usara esa opor­tunidad para actuar, y que estuviera preparado para cuando llegara otra ocasión.

"La siguiente me tocó en la casa de mi benefactor. Yo lo estaba ayudando con el trabajo de casa. Me ha­bía acostado a descansar y, como de costumbre, me dormí profundamente. Su casa era definitivamente un sitio de poder para mí, y me ayudó. Un gran rui­do me sacudió de pronto y me despertó. La casa de mi benefactor era grande. Era un hombre muy rico y mucha gente trabajaba para él. El ruido parecía ser el de una pala cavando grava. Me senté a escuchar y luego me levanté. El ruido me inquietaba mucho, pero yo no sabía la causa. Pensaba si salir a ver cuan­do me di cuenta de que estaba dormido en el piso. Esta vez sabía qué esperar y qué hacer, y seguí el ruido. Caminé por toda la casa hasta llegar a la parte de atrás. Allí no había nadie. El ruido parecía venir de más lejos. Yo lo fui siguiendo. Mientras más lo se­guía, más rápido podía moverme. Fui a dar muy lejos y vi cosas increíbles."

Explicó que en la época de esos eventos se hallaba aún en las etapas iniciales de su aprendizaje y había incursionado muy poco en "soñar", pero tenía una facilidad extraña para soñar que se miraba a sí mismo.

‑¿A dónde fue usted a dar, don Genaro? ‑pre­gunté.

‑Esa era realmente la primera vez que me movía al soñar ‑dijo‑. Pero ya sabía lo suficiente para portarme correctamente. No fijé la vista directamen­te en nada y fui a parar a una cañada muy honda donde mi benefactor tenía sus plantas de poder.

‑¿Cree usted que es mejor si uno casi no sabe nada de soñar? ‑pregunté.

‑¡No! ‑intervino don Juan‑. Cada uno de noso­tros tiene facilidad para algo en particular. La faci­lidad de Genaro es para soñar.

‑¿Qué vio usted en las cañada, don Genaro? ‑pre­gunté.

‑Vi a mi benefactor haciendo maniobras peligrosas con unas gentes. Pensé que yo estaba allí para ayu­darlo y me escondí detrás de unos árboles. Pero así como yo andaba en ese entonces no habría podido ayudar a nadie. De todos modos, yo no era tonto, y me di cuenta de que la escena esa era para mirarla de lejos y no para actuar en ella.

-¿Cuándo y cómo y dónde despertó usted?

‑No sé cuándo desperté. Han de haber pasado ho­ras enteras. Lo único que sé es que seguí a mi bene­factor y los otros hombres, y cuando iban llegando a la casa de mi benefactor el ruido que hacían, porque andaban peleándose casi a puños, me despertó. Esta­ba en el sitio donde me vi dormido.

"Al despertar, me di cuenta de que todo eso que ha­bía visto y hecho no era un sueño. En verdad me había ido bastante lejos, guiado por el sonido."

‑¿Estaba su benefactor al tanto de lo que usted hacía?

‑Seguro. Él fue el que estuvo haciendo ruido con la pala para ayudarme a cumplir mi tarea. Cuando entró en la casa me regañó de mentira por haberme dormido y por eso supe que me había visto. Después, cuando se fueron sus amigos, me dijo que había no­tado mi brillo oculto entre los árboles.

Don Genaro dijo que esos tres casos lo pusieron en el camino de "soñar", y que tardó quince años en re­cibir la oportunidad siguiente.

‑La cuarta vez fue una visión más rara y más com­pleta ‑dijo‑. Me hallé dormido enmedio de un sembrado. Me vi echado de costado, profundamente dormido. Supe de inmediato que eso era soñar, por­que me había propuesto hacerlo cada noche que me iba a dormir. Por lo general, todas las veces que yo me había visto a mí mismo dormido, estaba en el sitio donde me había echado a dormir. Esta vez no es­taba en mi cama, y sabia que me había acostado en mi cama esa noche. En este soñar era de día. Así que me puse a explorar. Me alejé del sitio donde estaba yo echado y me orienté. Supe dónde me encontraba. Andaba en realidad no muy lejos de mi casa, capaz a unos tres kilómetros. Caminé por allí, mirando cada detalle del sitio. Me paré a la sombra de un gran ár­bol, a poca distancia; con la vista, crucé una franja de llano y miré una milpa en la ladera del cerro. En ese momento noté algo muy raro: los detalles del paisaje no cambiaban ni desaparecían por más que les clavara la vista. Me asusté y volví corriendo al sitio donde dormía. Yo seguía allí, exactamente como ha­bía estado antes. Empecé a observarme. Sentía una horrible indiferencia hacia ‑el cuerpo que miraba.

"Entonces oí el sonido de risas de gente que se acer­caba. La gente siempre me anda encima. Subí corrien­do una lomita y observé cuidadosamente desde allí. Diez personas venían al campo donde yo estaba. To­dos eran muchachos jóvenes. Corrí al sitio donde es­taba dormido y pasé los momentos más angustiosos de mi vida, mirándome allí tirado, roncando como cerdo. Sabía que tenía que despertarme, pero no tenía idea de cómo hacerlo. Sabía también que era cosa de muer­te despertarme yo mismo. Pero si aquellos muchachos me encontraban allí, se iba a armar un gran pleito. Todas esas deliberaciones que pasaban por mi mente no eran en realidad pensamientos. Más bien eran es­cenas frente a mis ojos. Mi preocupación, por ejem­plo, era una escena en la cual yo me miraba a mí mis­mo mientras tenía la sensación de estar encajonado. Llamo a eso preocuparse. Me ha pasado eso muchas veces desde aquella primera vez.

"Bueno, como no sabía qué hacer me quedé mirán­dome a mí mismo, dormido, esperando lo peor. Un montón de imágenes fugaces pasaron frente a mis ojos. Me agarré a una en particular, la imagen de mi casa y mi cama. La imagen se hizo muy clara. ¡Ca­ramba, cómo quería yo estar de vuelta en mi cama! Algo me dio un sacudón entonces; sentí como si al­guien me golpeara y desperté. ¡Estaba en mi cama! Por lo visto esto había sido soñar. Me levanté de un salto y corrí al sitio de mi soñar. Era tal como lo había visto. Los muchachos estaban allí trabajando. Los observé por un largo rato. Eran los mismos que había visto antes.

"Regresé al mismo lugar al fin del día, cuando ya todos se habían ido, y me paré en el sitio exacto don­de me vi dormido. Alguien se había echado allí. Las yerbas estaban aplastadas."

Don Juan y don Genaro me observaban. Parecían dos extraños animales. Sentí un escalofrío en la espal­da. Estaba a punto de entregarme al muy racional miedo de que no eran en realidad hombres como yo, pero don Genaro echó a reír.

‑En aquellos días ‑dijo‑ yo era igual que tú, Carlitos. Quería confirmarlo todo. Era tan desconfia­do como tú.

Hizo una pausa, alzó el dedo y lo sacudió en mi di­rección. Luego encaró a don Juan.

‑¿A poco no eras tú tan desconfiado como este su­jeto? ‑preguntó.

‑Ni modo ‑dijo don Juan‑. Éste es el campeón.

Don Genaro se volvió hacia mí e hizo un gesto de disculpa.

‑Creo que me equivocaba ‑dijo‑. Yo tampoco era tan desconfiado como tú.

Rieron suavemente, como si no quisieran hacer ruido. El cuerpo de don Juan se convulsionaba de risa contenida.

‑Éste es un sitio de poder para ti ‑dijo don Genaro en un susurro‑. Te has roto los dedos escri­biendo ahí donde estás sentado. ¿Has hecho alguna vez la prueba de echarte a soñar a toda máquina aquí?

-No, nunca lo ha hecho -dijo don Juan en voz baja‑. Aquí él nomás ha escrito a toda máquina.

Se doblaron de risa. Parecía que no quisieran reír abiertamente. Sus cuerpos se sacudían. La risa suave era como un cacareo rítmico.

Don Genaro enderezó la espalda y se deslizó sentado acercándose a mí. Me dio repetidas palmadas en el hombro, llamándome bribón, luego, con gran fuerza, jaló hacia sí mi brazo izquierdo. Perdí el equilibrio y caí de bruces. Casi me golpeo la cabeza en el piso. Automáticamente adelanté el brazo derecho y amorti­güé la caída. Uno de ellos presionó mi cuello para impedir que me levantara. No supe a ciencia cierta quién. La mano que me detenía parecía la de don Genaro. Tuve un momento de pánico devastador Sentía desmayarme; quizá me desmayé. La presión en mi estómago era tan intensa que vomité. Mi siguien­te percepción clara fue la de que alguien me ayudaba a enderezarme. Don Genaro estaba en cuclillas fren­te a mí. Volví la cara en busca de don Juan. No se veía en ninguna parte. Don Genaro lucía una son­risa resplandeciente. Sus ojos brillaban. Miraban fija­mente los míos. Le pregunté qué me había hecho y respondió que yo estaba en pedazos. Su tono era de reproche, y parecía molesto o insatisfecho conmigo. Repitió varias veces que me hallaba hecho pedazos y tenía que juntarme de nuevo. Trataba de asumir un tono severo, pero rió a mitad de su arenga. Me decía cuán terrible era verme desparramado por todo el suelo, y que él necesitaría una escoba para reunir mis pedazos. Añadió que tal vez los trozos iban a quedar fuera de lugar y yo terminaría con el dedo gordo del pie en lugar del pene. La risa le ganó en ese punto. Quise reír también y experimenté una sensación in­sólita. ¡Mi cuerpo se deshizo! Fue como si yo hubiera sido un juguete mecánico que se desarmara así como así. No tenía sensaciones físicas, ni tampoco miedo o cuidado. Desmoronarme era una escena que yo pre­senciaba desde la perspectiva del perceptor, y sin em­bargo no percibía nada desde un punto sensorial de referencia.

La siguiente cosa de que me apercibí fue que don Genaro manipulaba mi cuerpo. Tuve entonces una sensación física, una vibración tan intensa que me hizo perder de vista todo cuanto me rodeaba.

Una vez más sentí que alguien me ayudaba a en­derezarme. Vi de nuevo a don Genaro acuclillado frente a mí. Me empujó de los sobacos y me ayudó a caminar. Yo no podía determinar dónde estaba. Te­nía la sensación de estar en un sueño, pero asimismo tenía un sentido completo de secuencia temporal. Me hallaba agudamente consciente de que acababa de es­tar con don Genaro y don Juan en la ramada de la casa del segundo.

Don Genaro caminaba conmigo; me apoyaba soste­niendo mi sobaco izquierdo. El paisaje que yo con­templaba cambiaba de continuo. Yo no podía, sin embargo, determinar la naturaleza de lo que observa­ba. Lo que había frente¡ a mis ojos era más bien un sentimiento o un estado de ánimo, y el centro de donde irradiaban todos esos cambios estaba definitivamen­te en mi estómago. Establecí esa relación no como una idea o un darme cuenta, sino como una sensación cor­pórea que de pronto se hizo fija y predominante. Las fluctuaciones en torno mío salían de mi estómago. Yo creaba un mundo, una corriente interminable de sen­timientos e imágenes. Todo cuanto conocía estaba allí. Eso mismo era una sensación, no un pensamiento ni una evaluación consciente.

Traté de llevar la cuenta durante un momento, a causa de mi hábito casi invencible de evaluarlo todo, pero en determinado instante mis procesos de conta­duría cesaron y un algo sin nombre me envolvió, sen­timientos e imágenes de todo tipo.

En cierto punto, algo en mí inició de nuevo la tabu­lación y noté que una imagen se repetía constante­mente: don Juan y don Genaro que trataban de alcan­zarme. La imagen era fugaz; pasaba rápida frente a mí. Era algo comparable a verlos desde la ventana de un vehículo en marcha veloz. Parecían tratar de aga­rrarme a la pasada. A fuerza de recurrir, la imagen se hizo más clara y perdurable. En algún momento tuve conciencia de estarla aislando deliberadamente de toda una miríada de imágenes. Pasaba las otras por alto para llegar a esa escena particular. Final­mente pude sostenerla pensando en ella. Una vez que empecé a pensar, mis procesos ordinarios tomaron las riendas. No eran tan definidos como en mis activida­des ordinarias, pero sí lo bastante claros para saber que había aislado la escena o sentimiento de que don Juan y don Genaro estaban en la ramada de la casa del segundo y me detenían por los sobacos. Quise seguir huyendo a través de otras imágenes y sensaciones, pero ellos no me dejaron. Me debatí un instante. Me sentía ágil y contento. Sabía que ambos me caían muy bien, y también que no les tenía miedo. Quería bromear con ellos; no sabía cómo, y reía y les daba palmadas en los hombros. Tuve otra peculiar toma de conciencia, la certidumbre de que estaba "soñan­do". Cuando enfocaba los ojos en alguna cosa, inme­diatamente se deshacía.

Don Juan y don Genaro me hablaban. Yo no podía seguir el hilo de sus palabras ni distinguir quién de ellos las decía. Entonces don Juan dio vuelta a mi cuerpo y señaló un bulto en el piso. Don Genaro me acercó al objeto y me hizo circundarlo. Era un hom­bre y yacía bocabajo, el rostro vuelto a la derecha. Al hablarme, señalaban al hombre. Me jalaban y me torean en torno a él. Yo no podía enfocarlo con los ojos, pero finalmente tuve una sensación de quietud y sobriedad y miré al hombre. Desperté con lentitud en la conciencia de que el hombre tirado en el suelo era yo. El reconocimiento no produjo terror ni sufri­miento. Simplemente lo acepté sin emoción. En ese instante no me hallaba totalmente dormido, pero tam­poco totalmente despierto y sereno. También empecé a sentir más a don Juan y don Genaro, y podía dis­tinguirlos cuando me hablaban. Don Juan dijo que íbamos a ir al sitio redondo de poder en el chaparral. Apenas pronunció las palabras, la imagen del sitio brotó en mi mente. Vi las masas oscuras de los ar­bustos en torno. Me volví a la derecha; don Juan y don Genaro estaban también allí. Experimenté una sacudida y la sensación de tenerles miedo. Acaso por­que parecían dos sombras amenazantes. Se acercaron. Al mirar sus facciones, mis temores desaparecieron.

Mi efecto retornó. Era como si me hallase borracho y no tuviera asidero firme en ninguna parte. Me aga­rraron por los hombros y me sacudieron al unísono. Me ordenaban despertar. Yo oía sus voces clara y se­paradamente. Tuve entonces un momento único. Mi mente contenía dos imágenes, dos sueños. Sentí que algo de mi ser estaba profundamente dormido y em­pezaba a despertar y me hallé en el piso de la ramada, con don Juan y don Genaro que me sacudían. Pero también me encontraba en el sitio de poder y don Juan y don Genaro seguían sacudiéndome. Durante un instante crucial, no estuve en un lugar ni en el otro, sino más bien en ambos, como un observador que ve dos escenas al mismo tiempo. Tuve la increí­ble sensación de que en dicho instante habría podido tomar cualquier derrotero. Todo cuanto tenía que hacer en ese momento era cambiar de perspectiva y, más que observar cualquiera de ambas escenas desde el exterior, sentirla desde el punto de vista del sujeto.

Había algo muy cálido en la casa de don Juan. De modo que preferí esa escena.

Tuve entonces un ataque aterrador, tan brusco que recobré de golpe toda mi conciencia ordinaria. Don Juan y don Genaro me vertían encima baldes de agua. Estábamos en la ramada de la casa de don Juan.

Horas más tarde, tomamos asiento en la cocina. Don Juan insistía en que yo procediera como si nada hu­biese ocurrido. Me dio comida y dijo que debía co­mer mucho para compensar mi gasto de energía.

Pasaban de las nueve de la noche cuando miré mi reloj después de que nos sentamos a comer. Mi experiencia había durado varias horas. Sin embargo, desde mi perspectiva de recuerdo, parecía que sólo me había dormido un corto rato.

Aunque ya era totalmente el de siempre, seguía atontado. No recobré mi conciencia habitual hasta que empecé a escribir en mi cuaderno. Me sorpren­dió que el tomar notas pudiera producir sobriedad instantánea. Apenas me recobré, un torrente de pen­samientos razonables se desató en mi mente; me pro­ponía explicar el fenómeno que había experimentado. "Supe" en el acto que don Genaro me había hipnoti­zado en el momento en que me detuvo contra el piso, pero no intenté figurarme cómo lo había hecho.

Ambos rieron histéricamente cuando expresé mis ideas. Don Genaro examinó mi lápiz y dijo que ésa era la llave que me daba cuerda. Me puse belicoso. Estaba cansado e irritable. Me descubrí prácticamente gritándoles, mientras sus cuerpos se sacudían de risa.

Don Juan dijo que estaba bien el caerse al dar un salto, pero que no estaba bien el saltar de cara contra la pared, y que don Genaro había venido exclusiva­mente para ayudarme y enseñarme el misterio del So­ñador y el soñado.

Mi irritabilidad culminó. Don Juan hizo a don Ge­naro una seña con la cabeza. Ambos se levantaron y me llevaron a un lado de la casa. Allí don Genaro demostró su gran repertorio de gruñidos y gritos ani­males. Me sugirió que eligiera el rebuzno de un bu­rro y luego me enseñó a reproducirlo.

Tras horas de práctica, llegué al punto de poderlo imitar bastante bien. El resultado final fue que ellos habían disfrutado mis torpes intentos y reído hasta lloras, y yo había liberado mi tensión reproduciendo ese clamor. Les dije que había algo aterrador en mi imitación. El relajamiento de mi cuerpo era incom­parable. Don Juan dijo que, si perfeccionaba yo el rebuzno, podía convertirlo en cosa de poder, o sim­plemente usarlo para aliviar mi tensión cuando fuera necesario. Me sugirió dormir. Pero yo temía dormir­me. Me senté con ellos un largo rato, ante el fuego de la cocina, y después, sin querer, caí en un hondo sueño.

Desperté al amanecer. Don Genaro dormía junto a la puerta. Pareció despertar al mismo tiempo que yo. Me habían tapado y pusieron mi chaqueta doblada a modo de almohada. Me sentía muy tranquilo y des­cansado. Le comenté a don Genaro que había estado exhausto la noche anterior. Dijo que él también. Su­surró, como si me hiciera una confidencia, que don Juan estaba todavía más cansado por ser más viejo.

‑Tú y yo somos jóvenes ‑dijo con un brillo en los ojos‑. Pero él ya está muy viejo. Ya debe andar por los trescientos.

Me senté apresuradamente. Don Genaro se tapó la cara con su cobija y soltó una carcajada. Don Juan entró en ese momento.

Tuve un sentimiento de plenitud y paz. Por una vez, nada importaba realmente. Estaba tan a gusto que quería llorar.

Don Juan dijo que la noche anterior yo había em­pezado a tener presente mi luminosidad. Me advirtió no entregarme a la sensación de bienestar que atrave­saba, porque se convertiría en complacencia.

‑En este momento ‑dije‑, no quiero explicar nada. No importa lo que don Genaro me haya hecho anoche.

‑Yo no te hice nada ‑repuso don Genaro‑. Mira, soy yo, Genaro. ¡Tu Genaro! ¡Tócame!

Abracé a don Genaro y ambos reímos como niños.

Preguntó si me parecía extraño poder abrazarlo en­tonces, cuando la última vez que nos vimos allí me resultó imposible tocarlo. Le aseguré que esas cues­tiones ya no tenían pertinencia para mí.

El comentario de don Juan fue que yo me estaba entregando a ser tolerante y bueno.

‑¡Cuidado! ‑dijo‑. Un guerrero jamás baja la guardia. Si sigues así de feliz, vas a agotar el poco po­der que te queda.

‑¿Qué debo hacer? ‑pregunté.

‑Ponte de nuevo como eres ‑dijo‑. Duda de todo. Desconfía.

‑Pero no me gusta ser así, don Juan.

‑No es cosa de que te guste o no. Lo importante es ¿qué puedes usar ahora a manera de escudo? Un guerrero debe usar todo lo que está a su alcance para cerrar su abertura mortal una vez que ésta se abre. Por eso no importa que en realidad no te guste ser desconfiado o hacer preguntas. Eso es ahora tu único escudo.

"Escribe, escribe. O te mueres. Morir de contento es muerte de imbécil."

‑¿Cómo debe entonces morir un guerrero? ‑pre­guntó don Genaro exactamente en mi tono de voz.

‑Un guerrero muere a la mala ‑dijo don Juan-. ­Su muerte debe luchar para llevárselo. El guerrero no se entrega ni aún a la muerte.

Don Genaro abrió desmesuradamente los ojos y luego parpadeó.

‑Lo que Genaro te enseñó ayer es de suma importancia ‑prosiguió don Juan‑. No te lo puedes sacu­dir haciéndote el piadoso. Ayer me dijiste que la idea del doble te volvía loco. Pero mírate ahora. Ya no te importa. Eso es lo malo de la gente que se vuelve loca; se vuelve loca para uno y otro lado. Ayer eras todo preguntas, hoy eres todo resignación.

Señalé que él siempre encontraba una falta en lo que yo hacía, sin importar cómo lo hiciera.

‑¡Eso no es verdad! -exclamó‑. No hay falla en el camino del guerrero. Síguelo y nadie podrá criticar tus actos. Toma como ejemplo lo que pasó ayer, el camino del guerrero habría sido, primero, hacer pre­guntas sin miedo y sin sospechas, y luego dejar que Genaro te enseñara el misterio del soñador, sin opo­nerle resistencia y sin agotarte. Hoy, el camino del guerrero sería juntar lo que aprendiste, sin presumir nada y sin hacerte el piadoso. Hazlo así y nadie po­drá encontrar fallas en lo que haces.

Pensé, por el tono, que don Juan estaba muy dis­gustado con mis errores. Pero me sonrió y luego soltó una risita que parecía motivada por sus propias pa­labras.

Le dije que simplemente me estaba conteniendo, pues no deseaba agobiarlos con mis inquisiciones. A mí me abrumaba en verdad lo que don Genaro había hecho. Yo estuve convencido ‑aunque eso ya no im­portaba‑ de que don Genaro esperó entre las matas que don Juan lo llamase. Más tarde, aprovechó mi susto para atontarme. Tenido a la fuerza en el suelo, debo haberme desmayado, y entonces don Genaro me hipnotizó.

Don Juan arguyó que yo era demasiado fuerte para que me dominaran con tal facilidad.

-¿Qué ocurrió entonces? ‑le pregunté.

‑Genaro vino a verte para decirte una cosa muy exclusiva ‑dijo‑. Cuando salió de las matas, era Ge­naro el doble. Hay otro modo de hablar de todo esto que lo explicaría mejor, pero no puedo usarlo ahora.

‑¿Por qué no, don Juan?

‑Porque todavía no estás listo para hablar de la totalidad de uno mismo. Por lo pronto, sólo puedo decirte que este Genaro que está aquí no es el doble.

Señaló a don Genaro con un movimiento de cabeza. Don Genaro parpadeó repetidas veces.

‑El Genaro de anoche era el doble. Y cono ya te lo he dicho, el doble tiene un poder inconcebible. Te enseñó un asunto de lo más importante. Para hacerlo, tenía que tocarte. El doble simplemente te tocó en el pescuezo, en el mismo sitio que el aliado te pisó hace años. Naturalmente, te apagaste como vela. Y, natu­ralmente también, te entregaste como hijo de puta. Nos costó horas acorralarte de nuevo. Así disipaste tu poder y, cuando te tocó la hora de cumplir una ha­zaña de guerrero, te faltó el jugo.

‑¿Cuál era esa hazaña de guerrero, don Juan?

‑Ya dije que Genaro sólo vino a enseñarte una cosa: el misterio de los seres luminosos soñadores. Tú querías saber del doble. Empieza en los sueños. Pero luego preguntaste. "¿Qué es el doble?" Y yo te dije que el doble es uno mismo. Uno mismo sueña el do­ble. Eso debería ser sencillo, pero no tenemos nada de sencillos. Quizá los sueños comunes que uno tiene sean sencillos, pero eso no significa que uno sea sen­cillo. Una vez que uno aprende a soñar el doble, se llega a esta encrucijada extraña, y en un momento dado uno se da cuenta de que el doble es quien lo sueña a uno mismo.

Yo había anotado todas sus palabras. También les había prestado atención, pero no las comprendía.

Don Juan repitió sus aseveraciones.

‑La lección de anoche, como te dije, trataba del so­ñador y el soñado, o quién sueña a quién.

‑Perdone usted ‑dije.

Ambos echaron a reír.

-Anoche ‑prosiguió don Juan‑ casi, casi escoges despertar en el sitio de poder.

‑¿Qué quiere usted decir, don Juan?

-Ésa habría sido la hazaña. Si no te hubieras en­tregado a tus hábitos de imbécil, habrías tenido poder suficiente para inclinar la balanza y, sin duda alguna, eso te habría matado de miedo. Por fortuna o por desgracia, como sea el caso, no tuviste poder suficiente. De hecho, malgastaste tu poder en confusiones hasta el punto que casi no te quedó lo bastante para salvar tu vida.

"Así pues, como puedes entender muy bien, entre­garte a tus caprichitos no es sólo estúpido y un des­perdicio total, sino que también es perjudicial. Un guerrero que se agota no puede vivir. El cuerpo no es cosa indestructible. Habrías podido enfermarte de gravedad. No sucedió así, simplemente porque Gena­ro y yo desviamos parte de tu imbecilidad."

El pleno impacto de sus palabras empezaba a ha­cerse sentir en mí.

‑Anoche, Genaro te guió por los laberintos del do­ble ‑prosiguió don Juan‑. Sólo él es capaz de hacer eso por ti. Y no fue visión ni alucinación cuando te viste tirado en el piso. Podrías haberte dado cuenta de ello con infinita claridad si no te hubieras perdido en tu vicio de hacerte el niñito, y podrías haber sa­bido entonces que tú mismo eres un sueño, que tu do­ble te está soñando, de la misma manera en que tú lo soñaste anoche.

‑¿Pero cómo puede ser eso posible, don Juan?

‑Nadie sabe cómo sucede. Sólo sabemos que sí su­cede. Ése es nuestro misterio como seres luminosos. Anoche tenías dos sueños y pudiste despertar en cual­quiera, pero tú no tenías ni siquiera suficiente poder para entender eso.

Me miraron fijamente unos momentos.

‑Yo creo que sí entiende ‑dijo don Genaro.


EL SECRETO DE LOS SERES LUMINOSOS

 

Don Genaro me deleitó durante horas con algunas instrucciones absurdas para manejar mi mundo coti­diano. Don Juan dijo que yo debía tener mucho cui­dado y seriedad con las recomendaciones de don Ge­naro, pues aunque eran chistosas no eran un chiste.

A eso del mediodía, don Genaro se puso en pie y sin decir palabra se metió al matorral. Yo iba tam­bién a levantarme, pero don Juan me retuvo gentil­mente y, en tono solemne, anunció que don Genaro iba a hacer otra prueba conmigo.

‑¿Qué se trae? ‑pregunté‑. ¿Qué me va a hacer?

Don Juan me aseguró que no necesitaba preocu­parme.

‑Te acercas a una encrucijada ‑dijo‑. Cierta en­crucijada a la que todo guerrero llega.

Tuve la idea de que hablaba de mi muerte. Pareció anticipar mi pregunta y me hizo seña de callar.

‑No vamos a discutir este asunto ‑dijo‑. Basta decir que la encrucijada a la cual me refiero es la explicación de los brujos. Genaro cree que ya estás listo para recibirla.

‑¿Cuándo me la va usted a dar?

‑No sé cuándo. Tú eres el que la va a recibir; por lo tanto, depende de ti. Tú decidirás cuándo.

‑¿Qué tal ahora mismo?

‑Decidir no significa escoger un momento arbitra­rio ‑dijo‑. Decidir significa que has puesto tu espíritu en orden impecable, y que has hecho todo lo posible por ser digno del conocimiento y el poder.

"Pero hoy debes resolverle a Genaro una adivinan­za que te va a altar Se nos ha adelantado y nos va a esperar por ahí en el matorral. Nadie sabe el sitio donde estará, ni la hora específica de ir a verlo. Si eres capaz de determinar la hora correcta para salir de la casa, también podrás llegar al sitio donde está."

Dije a don Juan que no imaginaba a nadie capaz de resolver tal acertijo.

‑¿Cómo puede el hecho de salir de la casa a fina hora especifica, guiarme a donde está don Genaro? ‑pregunté.

Don Juan sonrió y se puso a tararear una melodía. Parecía disfrutar mi agitación.

‑Ése es et problema que Genaro te ha puesto ‑dijo‑. Si tienes bastante poder personal, decidirás con certeza absoluta la hora justa para salir de la casa. Cómo te guiará el salir a la hora precisa es algo que nadie sabe. Y sin embargo, si tienes poder sufi­ciente, tú mismo atestiguarás que, es así.

‑¿Pero cómo voy a ser guiado, don Juan?

‑Nadie sabe eso tampoco.

‑Yo creo que don Genaro me está tomando el pelo.

‑Entonces ten cuidado ‑dijo‑. Si Genaro te toma el pelo, lo más probable es que te lo arranque.

Don Juan rió de su propio chiste. No pude secun­darlo. Mi temor al peligro inherente en las manipu­laciones de don Genaro era demasiado real.

‑¿Puede usted darme alguna pista? ‑pregunté.

‑¡No hay pistas! ‑dijo, cortante.

‑¿Por qué quiere hacer esto don Genaro?

‑Quiere probarte ‑repuso‑. Digamos que le im­porta mucho saber si ya estás listo para recibir la ex­plicación de los brujos. Si resuelves la adivinanza, querrá decir que has juntado suficiente poder per­sonal y estás listo. Pero si lo echas a perder, será porque no tienes poder suficiente, y en ese caso la explicación de los brujos no tendría sentido para ti. Yo pienso que deberíamos darte la explicación sin cuidarnos de que la entiendas o no; ésa es mi idea. Genaro es un guerrero más conservador; quiere las cosas en el orden debido y no cederá hasta pensar que estás listo.

‑¿Por qué usted no me habla por su cuenta de la explicación de los brujos?

‑Porque Genaro debe ser quien te ayude.

‑¿Por qué es así, don Juan?

‑Genaro no quiere que te diga por qué ‑dijo­-. Todavía no.

‑¿Me perjudicaría conocer la explicación de los brujos? ‑pregunté.

‑Yo creo que no.

‑Entonces, don Juan, dígamela, por favor.

‑¡No le hagas! Genaro tiene ideas precisas sobre este asunto, y debemos observarlas y respetarlas.

Hizo un gesto imperativo para callarme.

Tras una pausa larga y desesperante, aventuré una pregunta:

‑¿Pero cómo puedo resolver esta adivinanza, don Juan?

‑De veras no lo sé, por eso no puedo aconsejarte ‑dijo‑. Genaro es muy eficaz. Planeó la adivinan­za nada más para ti. Puesto que lo está haciendo para beneficiarte, él está entonado sólo contigo; por lo tanto, sólo tú puedes escoger la hora justa para salir de la casa. Él mismo te llamará y te guiará por me dio de su llamada.

‑¿Cómo será su llamada?

‑Eso yo no lo sé. Su llamada es para ti, no para mí. Te topará directamente en tu voluntad. En otras palabras, debes usar tu voluntad para saber cuál es su llamada.

"Genaro siente la necesidad de asegurarse de que el poder personal que has juntado hasta hoy en día es lo suficiente para convertir tu voluntad en una unidad que funcione."

"Voluntad" era otro concepto que don Juan había delineado con gran cuidado, pero sin aclararlo. Yo había entendido a través de sus explicaciones que la "voluntad" era una fuerza emanada de la región um­bilical a través de una abertura invisible debajo del ombligo, abertura a la cual llamaba "boquete". Se alegaba que sólo los brujos cultivaban la "voluntad". Les llegaba envuelta en el misterio y les daba la capa­cidad de realizar prodigios extraordinarios.

Comenté a don Juan que no había posibilidad de que algo tan vago pudiera ser una unidad funcional en mi vida.

‑Allí es donde te equivocas ‑dijo‑. La voluntad se desarrolla en un guerrero pese a toda la oposición de la razón.

‑¿No puede acaso don Genaro, siendo brujo, sa­ber, sin ponerme a prueba, si estoy listo o no? ‑pre­gunté.

‑Por supuesto que puede ‑dijo‑. Pero ese cono­cimiento no te será de valor ni consecuencia alguna, porque nada tiene que ver contigo. Tú, y no Genaro, eres el que está aprendiendo; y por lo tanto, tú mis­mo debes reclamar el conocimiento como poder. A Genaro no le interesa un comino saber que él sabe, pero sí le interesa saber que tú sabes. Tú debes des­cubrir si tu voluntad trabaja o no. Éste es un asunto muy difícil de aclarar. Pese a lo que Genaro o yo se­pamos de ti, tú debes comprobar por ti mismo que estás en la posición de reclamar el conocimiento como poder. En otras palabras, tú mismo debes convencer­te de que puedes ejercer tu voluntad. Si no estás convencido, hoy te convencerás. Pero si no puedes llevar a cabo esta tarea, Genaro sabrá que a pesar de todo lo que él ve en ti, tú no estás listo todavía.

Experimenté una aprensión abrumadora.

‑¿Es necesario todo esto? ‑pregunté.

‑Esto es lo que Genaro pide, y esto es lo que se debe obedecer ‑dijo en tono firme pero amistoso.

‑¿Pero qué tiene don Genaro que ver conmigo?

‑Puede que a lo mejor hoy lo sepas ‑dijo son­riendo.

Imploré a don Juan sacarme de esa situación into­lerable y explicar toda la misteriosa conversación. Riendo, me dio palmadas en el pecho e hizo un chis­te sobre un levantador de pesas mexicano que tenía enormes músculos pectorales pero no podía hacer trabajos físicos pesados porque tenía la espalda débil.

‑Cuida esos músculos ‑dijo‑. No deben ser nada más para lucir.

‑Mis músculos no tienen nada que ver con lo que estaba usted diciendo ‑respondí, belicoso.

‑Cómo no ‑dijo‑. El cuerpo tiene que estar perfecto antes de que la voluntad funcione como una unidad.

Don Juan había desviado una vez más la dirección de mis averiguaciones. Me sentí inquieto y frustrado.

Me levanté y fui a la cocina a beber agua. Don Juan me siguió y sugirió que practicase el rebuzno que don Genaro me había enseñado. Fuimos a un lado de la casa; me senté en una pila de leña y me di a reproducirlo. Don Juan hizo algunas correccio­nes y me dio instrucciones sobre mi respiración: el resultado fue una relajación física completa.

Regresamos a la ramada y tomamos asiento nueva­mente. Le dije que a veces me irritaba conmigo mis­mo por ser tan indefenso.

‑No hay nada malo en sentirse indefenso ‑dijo‑. Todos nosotros nos sentimos así. Acuérdate que he­mos pasado una eternidad como niños indefensos. Como ya te lo he dicho, en estos momentos eres como un niño que no puede salirse solo de la cuna, y mu­cho menos actuar por su cuenta. Genaro te saca de tu cuna, pues digamos, levantándote de los sobacos. Un niño quiere actuar y, como no puede, se queja. No hay nada malo en eso; pero darse por entero a la­mentos y protestas es otro asunto.

Me exigió conservar la calma; sugirió que le hicie­ra preguntas un rato, mientras pasaba a un mejor es­tado mental.

Durante un momento perdí el hilo y no supe qué preguntar.

Don Juan desenrolló un petate y me indicó sen­tarme en él. Luego llenó de agua un guaje grande y lo puso en una red portadora. Parecía prepararse para un viaje. Volvió a sentarse y, con un movimien­to de cejas, me instó a iniciar el interrogatorio.

Le pedí que me hablara más de la polilla.

Me escudriñó con una larga mirada y chasqueó la lengua.

‑Eso era un aliado ‑dijo‑. Tú lo sabes.

‑¿Pero qué es en realidad un aliado, don Juan?

‑No hay manera de saber lo que es exactamente un aliado, así como no hay tampoco manera de saber lo que es exactamente un árbol.

‑Un árbol es un organismo viviente ‑dije.

‑Eso no me dice mucho ‑respondió‑. Yo tam­bién puedo decir que un aliado es una fuerza, una tensión. Eso ya te lo he dicho, pero eso no dice mu­cho sobre un aliado.

"Igual que en el caso de un árbol, el único modo de saber lo que es un aliado es experimentándolo. Por años enteros he luchado por prepararte para el interesantísimo encuentro con un aliado. A lo mejor no te has dado ni cuenta, pero te demoraste años pre­parándote para presentarte con el árbol. Presentarte con el aliado no es distinto. Un maestro debe fami­liarizar a su discípulo poco a poco con el aliado, pe­dazo por pedazo. En el curso de los años, has guar­dado una gran cantidad de conocimiento al respecto y ahora eres capaz de armar todo ese conocimiento para vivir al aliado del mismo modo en que vives al árbol."

‑No tengo idea de estar haciendo eso, don Juan.

‑Tu razón no se da cuenta, porque para empezar no acepta la posibilidad del aliado. Por fortuna, no es la razón lo que arma al aliado. Es el cuerpo. Tú has percibido al aliado en muchos estados y en mu­chas ocasiones. Cada una de esas percepciones fue guardada en tu cuerpo. La suma de todos esos pedazos es el aliado. Yo no conozco otra manera de describirlo.

Dije no concebir que mi cuerpo actuara por sí solo, como una entidad separada de la razón.

‑No hay separación, pero hemos hecho una ‑di­jo‑. Nuestra razón es mezquina y siempre anda lu­chando al cuerpo. Esto, desde luego, es sólo un decir, pero el triunfo de un hombre de conocimiento es que ha rejuntado a los dos. Como tú no eres hombre de conocimiento, tu cuerpo hace ahora cosas que tu ra­zón no puede comprender. El aliado es una de esas cosas. No estabas loco, ni tampoco soñabas cuando percibiste al aliado aquella noche, aquí mismo.

Le pedí que me explicara más acerca de la pava rosa idea, que él y don Genaro me implantaron, de que el aliado era una entidad que me estaba esperan­do al filo de un pequeño valle encajonado en las montañas del norte de México. Me hablan dicho que tarde o temprano yo tenía que cumplir esa cita con el aliado y luchar con él.

‑esas son maneras de hablar de misterios para los cuales no hay palabras ‑dijo don Juan‑. Genaro y yo dijimos que al borde de esa planicie te esperaba el aliado. Eso era cierto, pero no tiene el sentido que tú quieres darle. El aliado te espera, seguro, pero no al borde de ninguna planicie. Está aquí mismo, o allí, o en cualquier otro sitio. El aliado te espera, igual que la muerte te espera, en todas partes y en ninguna en particular.

‑¿Por qué me espera el aliado a mí?

-Por la misma razón que la muerte te espera ‑di­jo‑, porque naciste. No hay posibilidad de expli­car en este momento lo que eso significa. Primero debes vivir al aliado. Debes percibirlo en toda su fuerza, y acaso entonces la explicación de los brujos pueda darte luz. Por ahora has tenido poder sufi­ciente para aclarar por lo menos un punto: que el aliado es una polilla.

"Hace unos años, tú y yo fuimos a las montañas y tú te encontraste con algo. Yo no tenía manera de aclararte lo que estaba ocurriendo: viste una sombra extraña volando de un lado a otro frente al fuego. Tú mismo dijiste que parecía una polilla; y aunque ni sabias lo que estabas diciendo, estabas absoluta­mente en lo cierto: la sombra era una polilla. Luego, en otra ocasión, y de nuevo frente a un fuego, algo casi te mata del susto después de que te dormiste frente a una hoguera. Te había advertido que no te durmieras, pero no me hiciste caso; eso te dejó a mer­ced del aliado y la polilla te pisó la nuca. Por qué sobreviviste será siempre un misterio para mí. Tú lo supiste entonces, y yo tampoco te lo dije, pero va te había dado por muerto. Esa noche anduviste a ciegas.

"De allí en adelante, cada vez que hemos andado en las montañas o en el desierto, aunque no lo hayas notado, la polilla siempre nos ha seguido. Si toma­mos todo esto en cuenta, podemos decir que para ti el aliado es una polilla. Pero no puedo decir que sea realmente una polilla como son todas las polillas que conocemos. Llamar polilla al aliado es, nuevamente, sólo una manera de decir las cosas, una manera de hacer entender esa inmensidad que está allí afuera."

‑¿Para usted también es una polilla el aliado? ‑pregunté.

‑No. La manera que uno entiende al aliado es asunto personal ‑dijo.

Mencioné que habíamos vuelto al punto de parti­da; no me había dicho lo que en realidad era un aliado.

‑No hay necesidad de confundirse ‑dijo‑. La confusión es un sentimiento en el que uno se mete, pero también uno puede salirse de él. En este mo­mento no hay modo de dar aclaraciones. A lo mejor hoy, más tarde, podremos considerar en detalle estos asuntos: depende de ti. O más bien, depende de tu poder personal.

Rehusó decir una palabra más. Me preocupé mu­cho con el temor dé fallar en la prueba. Don Juan me llevó atrás de su casa y me hizo sentarme en un petate al borde de una zanja de riego. El agua se movía tan despacio que casi parecía estancada. Me ordenó estarme quieto, cesar mi diálogo interno y mirar el agua. Dijo haber descubierto, años antes, que yo tenía cierta afinidad con las masas de agua, un sentimiento de lo más conveniente para las em­presas en que me hallaba envuelto. Argüí que yo no tenía particular afición a las masas acuáticas, pero tampoco me disgustaban. Dije que precisamente por eso el agua era benéfica para mí: me es indiferente. En situaciones tensas que requerían esfuerzo máximo, el agua no podía atraparme, pero tampoco recha­zarme.

Se sentó un poco atrás de mí, a mi derecha, y me aconsejó dejarme ir sin miedo, porque él estaba allí para ayudarme si había necesidad.

Tuve un momento de temor. Lo miré, esperando otras instrucciones. Tomó mi cabeza y la volvió ha­cia el agua, ordenándome proceder. Yo no tenía idea de qué debía hacer, de modo que simplemente me relajé. Al mirar el agua, percibí los juncos en la otra orilla. Inconscientemente, posé en ellos mis ojos sin enfocar. La corriente despaciosa los hacía vibrar. El agua tenía el color de la tierra del desierto. Las ondulaciones en torno a los juncos me parecieron sur­cos o grietas sobre una superficie lisa. En cierto ins­tante los juncos se agigantaron, el agua era una pla­nicie ocre pulida, y luego, en cuestión de segundos, me quedé profundamente dormido, o acaso entré en un estado perceptual que carecía de paralelo. Lo que más se acercaría a describirlo sería decir que me dormí y tuve un sueño portentoso.

Sentí que podía seguir en él indefinidamente si así lo deseaba, pero deliberadamente le puse fin en­trando en un diálogo interno consciente. Abrí los ojos. Yacía en el petate. Don Juan estaba a unos metros. Mi sueño había sido de tal magnificencia que empecé a contárselo. Me hizo seña de callar. Con una larga vara, señaló dos sombras que unas ramas secas de matorral proyectaban sobre el suelo. La pun­ta de su vara siguió el perímetro de una de las som­bras ‑como si la estuviera dibujando; luego saltó a la otra e hizo lo mismo con ella. Las sombras tenían unos treinta centímetros de largo y unos tres de an­cho; distaban entre sí doce o quince. El movimiento de la vara me hizo desenfocar los ojos y me hallé mi­rando, a lo bizco, cuatro sombras largas; de repente las dos de enmedio se juntaron en una y crearon una extraordinaria percepción de profundidad. Había cierta inexplicable redondez y volumen en la sombra así formada. Era casi un tubo transparente, una barra redonda de alguna sustancia desconocida. Sa­bía que tenía los ojos cruzados, y sin embargo parecía enfocar un solo sitio; la imagen era allí clara como el cristal. Pude mover los ojos sin disiparla.

Continué observando, pero sin bajar la guardia. Experimentaba una curiosa compulsión de soltarme y sumergirme en la escena. Algo en lo que observaba parecía jalarme; pero algo dentro de mí salió a la su­perficie e inicié un diálogo semiconsciente; casi en el acto tomé conciencia de mi entorno en el mundo de la vida cotidiana.

Don Juan me observaba. Parecía intrigado. Le pregunté si pasaba algo. No respondió. Me ayudó a sentarme. Sólo entonces advertí que yo había estado de espaldas, mirando el cielo, y que, don Juan había estado inclinado casi sobre mi rostro.

Mi primer impulso fue decirle que había visto las sombras en el piso mientras miraba el cielo, pero me puso la mano en la boca. Estuvimos un rato en silen­cio. Yo no tenía pensamientos. Experimentaba una exquisita sensación de paz, y luego, abruptamente, tuve un impulso irrefrenable de pararme e ir al cha­parral en busca de don Genaro.

Hice un intento de hablar a don Juan: él sacó la barbilla y torció los labios en un mandato mudo de callar. Traté de evaluar mi predicamento en forma racional; sin embargo, disfrutaba tanto mi silencio que no quería molestarme con consideraciones ló­gicas.

Tras una pausa momentánea, sentí de nuevo el de­seo imperioso de adentrarme en el matorral. Seguí una vereda. Don Juan iba a la zaga, como si yo fuera el guía.

Caminamos cosa de una hora. Logré permanecer sin pensamientos. Luego llegamos a un cerro. Don Genaro estaba allí, sentado cerca de la cima de un fa­rallón. Me saludó efusivamente, a gritos, pues se ha­llaba a unos quince metros del suelo. Don Juan me hizo tomar asiento y se sentó junto a mí.

Don Genaro explicó que yo había hallado el sitio donde me esperaba porque él me guió con un sonido que hizo. Apenas pronunció esas palabras, me di cuenta de que en verdad había estado oyendo un soni­do peculiar que creí ser zumbido en mis oídos; había parecido más bien un asunto interno, una condición corporal, un sentimiento de sonido que por indeter­minado escapaba a la evaluación y la interpretación conscientes.

Creí que don Genaro tenía un pequeño instrumen­to en la mano izquierda. Desde el lugar donde me hallaba, no lo distinguía claramente. Parecía un bi­rimbao; con él producía un sonido suave y extraño que era prácticamente indiscernible. Siguió tocándo­lo un momento, como dándome tiempo para enterar­me por completo de lo que me había dicho. Luego me mostró la mano izquierda. Estaba vacía; no tenía en ella ningún instrumento. Yo había tenido la im­presión de que tocaba algo por la forma en que se llevó la mano a la boca; de hecho, producía el sonido con los labios y con el borde de la mano izquierda, entre el pulgar y el índice.

Me volví hacia don Juan para explicarle que me habían engañado los movimientos de don Genaro. Él hizo un ademán rápido y me dijo que no hablara y que prestase mucha atención a lo que don Genaro hacía. Me volvía mirar a don Genaro, pero ya no estaba allí. Pensé que había descendido. Esperé unos momentos a que emergiera entre las matas. La roca donde había estado era una formación peculiar, algo así como un gran reborde en la cara del farallón. No le quité la vista de encima más que algunos segundos. Si hubiera ascendido, lo habría visto antes de que lle­gara a la cima del farallón, y si hubiera bajado tam­bién hubiera sido visible desde donde me hallaba.

Pregunté a don Juan dónde estaba don Genaro. Repuso que seguía de pie en el reborde. Hasta donde yo podía juzgar, no había nadie allí, pero don Juan insistió una y otra vez en que don Genaro seguía en la roca.

No parecía bromear. Sus ojos eran fijos y fieros. Dijo en tono cortante que mis sentidos no eran la avenida correcta para apreciar lo que don Genaro hacía. Me ordenó parar mi diálogo interno. Pugné un momento y empecé a cerrar los ojos: Don Juan se lanzó hacia mí y me sacudió por los hombros. Susu­rró que yo debía mantener la vista en el reborde.

Me sentía soñoliento y oía las palabras de don Juan como si llegasen de muy lejos. Automáticamen­te miré el reborde. Don Genaro estaba allí de nuevo. Eso no me interesaba. Noté, a media conciencia, que me resultaba muy difícil respirar, pero antes de que pu­diese pensar algo al respecto, don Genaro saltó a tierra. Eso tampoco captó mi interés. Se acercó y me ayudó a levantarme, sosteniéndome el brazo; don Juan me asió el otro. Entre los dos me levantaron. Luego, sólo don Genaro me ayudaba a caminar. Me susurró al oído algo que no entendí, y de pronto sentí que había jalado mi cuerpo de alguna manera extraña; me agarró, por así decirlo, de la piel del estómago, y me subió al reborde, o quizás a otra roca. Yo po­dría haber jurado que era el reborde; sin embargo, la fugacidad de la imagen me impidió evaluarla en de­talle. Luego sentí que algo en mí desfallecía y caí hacia atrás. Tuve una leve sensación de angustia, o acaso incomodidad física. Lo siguiente que supe fue que don Juan me hablaba. No le entendía. Concen­tré mi atención en sus labios. Tenía la sensación de que experimentaba un sueño; yo trataba de romper desde adentro una tela membranosa que me envolvía, mientras don Juan hacía por rasgarla desde afuera. Por fin se reventó; las palabras de don Juan se hicie­ron audibles, y su significado nítido. Me ordenaba salir por mí mismo a la superficie. Luché desespera­damente por cobrar sobriedad; no tuve éxito. Me pregunté, en un plano bien consciente, por qué pa­saba tantos apuros. Pugné por hablar conmigo mismo.

Don Juan parecía al tanto de mi dificultad. Me instó a un mayor esfuerzo. Algo allá afuera me impe­día establecer mi diálogo interno habitual. Era como si una fuerza extraña me volviera soñoliento e indi­ferente.

Le opuse resistencia hasta quedarme sin aliento. Oí a don Juan hablarme. Mi cuerpo se contrajo invo­luntariamente por la tensión. Me sentía trabado en mortal combate con algo que me impedía respirar. No temía; antes bien, una furia incontrolable me do­minaba. Mi ira llegaba a tal extremo que gruñía y gritaba como una bestia. Luego, una convulsión se apoderó de mi cuerpo; recibí una sacudida que me paró de inmediato. Nuevamente pude respirar en forma normal, y entonces me di cuenta de que don Juan había vaciado un guaje de agua en mi estómago y mi cuello, empapándome.

Me ayudó a sentarme. Don Genaro estaba en el reborde. Me llamó por mi nombre y saltó a tierra. Lo vi desplomarse desde una altura de quince metros o algo así, y experimenté una sensación insoportable en torno a la región umbilical; he sentido lo mis­mo en sueños de caída.

Don Genaro se acercó y me preguntó, sonriendo, si me había gustado su salto. Traté sin éxito de respon­der. Don Genaro volvió a gritar mi nombre.

‑¡Carlitos! ¡Fíjate! ‑dijo.

Agitó los brazos a los lados cuatro o cinco veces, como para ganar impulso, y luego desapareció de un salto, o eso creí. Tal vez hizo otra cosa para la cual yo carecía de descripción. Estaba a menos de dos me­tros de distancia, y de pronto se desvaneció como chu­pado por una fuerza incontrolable.

Me sentía ajeno, fatigado. Tenía un sentimiento de indiferencia y no quería pensar ni hablar conmigo mismo. No sentía miedo, sino una tristeza inexplica­ble. Tenía ganas de llorar. Don Juan me dio varios coscorrones y rió como si todo lo ocurrido fuera un chiste. Me exigió hablar conmigo mismo porque en esa hora se necesitaba desesperadamente el diálogo interno. Oí que me ordenaba:

‑¡Habla! ¡Habla!

Tuve un espasmo involuntario en los músculos la­biales. Mi boca se movió sin sonido. Recordé a don Genaro moviendo la boca en forma similar cuando estaba payaseando, y quise haber podido decir, como él: "Mi boca no quiere hablar." Traté de pronunciar las palabras y mis labios se contrajeron dolorosamen­te. Don Juan parecía a punto de desmembrarse de risa. Su regocijo era contagioso y reí a mi vez. Final­mente, me ayudó a ponerme en pie. Le pregunté si don Genaro iba a regresar. Dijo que Genaro ya se había hartado de mí por ese día.

‑Casi te sale bien ‑dijo don Juan.

Estábamos sentados cerca de la estufa de tierra, donde ardía un fuego. Él había insistido en que yo comiera. Yo no tenía hambre ni cansancio. Una me­lancolía insólita me saturaba; me sentía distante de to­dos los eventos del día. Don Juan me dio mi cuader­no. Hice un intento supremo por recapturar mi estado habitual. Anoté algunos comentarios. Poco a poco, entré de nuevo en mis viejos patrones. Fue como si un velo se alzara; de pronto me vi de nuevo envuelto en mi actitud familiar de interés y descon­cierto.

‑¡Qué bueno! ‑dijo don Juan, dándome palma­ditas en la cabeza‑. Te he dicho que el verdadero arte de un guerrero consiste en equilibrar el terror y la maravilla.

Don Juan estaba de un humor insólito. Se veía casi nervioso, angustiado. Parecía dispuesto a hablar por iniciativa propia. Creí que me preparaba para la explicación de los brujos, y yo mismo me llené de an­siedad. Sus ojos tenían un brillo extraño que yo sólo había visto unas cuantas veces antes. Al decirle lo que pensaba de su extraña actitud, él respondió que se sentía dichoso en mi nombre; que, como guerrero podía regocijarme en los triunfos de sus semejantes, si eran triunfos del espíritu. Desdichadamente, agregó, yo no me hallaba todavía listo para la explicación de los brujos, pese a haber resuelto la adivinanza de don Genaro. Su argumento era que, cuando me vació encima el guaje de agua, yo había estado al borde de la muerte, y que toda mi hazaña se vio cancelada por mi incapacidad de rechazar la última embestida de don Genaro.

‑El poder de Genaro era como la marea y así te cubrió ‑dijo.

-¿Quería hacerme daño don Genaro? ‑pregunté.

‑No ‑repuso‑. Genaro quiere ayudarte. Pero al poder sólo se lo puede enfrentar con poder. Te esta­ba probando y fallaste.

‑Pero resolví su adivinanza, ¿o no?

‑Lo hiciste muy bien ‑dijo‑. Tan bien que Ge­naro te creyó capaz de una hazaña completa de gue­rrero. Y eso también casi te sale. Pero lo que te tiró al suelo esta vez no fue tu vicio de hacerte el chamaquito.

‑¿Qué fue entonces?

‑Eres demasiado impaciente y violento; en vez de dejarte ir y seguir a Genaro te pusiste a pelear con él. No puedes ganarle; es más fuerte que tú.

A continuación, don Juan cambió el tema y me ofreció consejo y sugerencias acerca de mis relaciones personales con la gente. Sus observaciones eran la contraparte seria de lo que don Genaro me había di­cho antes en broma. Estaba locuaz, y sin ruegos por mi parte comenzó a explicar lo que había ocurrido en las dos últimas ocasiones que estuve allí.

‑Como sabes ‑dijo‑, la clave de la brujería es el diálogo interno; ésa es la llave que abre todo. Cuan­do un guerrero aprende a pararlo, todo se hace posi­ble; se logran los planes más descabellados. La en­trada a todas las experiencias extrañas y pavorosas que has tenido últimamente fue el hecho de que pudiste dejar de hablar contigo mismo. Has atestiguado, en sobriedad completa, al aliado, al doble de Ge­naro, al soñador y al soñado, y hoy estuviste a punto de toparte con la totalidad de ti mismo; ésa era la hazaña de guerrero que Genaro esperaba de ti. Todo esto ha sido posible por la cantidad de poder perso­nal que has juntado. Empezó la vez pasada que estu­viste aquí; yo vislumbré entonces una señal muy propicia. Cuando llegaste, oí al aliado merodeando; primero oí sus pasos y luego vi que la polilla te miraba bajar de tu coche. El aliado estaba inmóvil, ob­servándote. Eso fue para mí la mejor de las señales. Si el aliado se hubiera movido o si se hubiera agitado como si tu presencia lo disgustara, como siempre lo ha hecho, el curso de los eventos habría sido distinto. Muchas veces he visto al aliado en un estado de enojo contigo, pero esta vez la señal era buena y supe que el aliado te aguardaba para darte algún conocimiento. Ésa fue la razón por la que yo dije que tenías una cita con el conocimiento, una cita con una polilla, concertada hace mucho tiempo. Por razones inconce­bibles para nosotros, el aliado escogió la forma de una polilla para manifestarse ante ti.

‑Pero usted me ha dicho muchas veces que el alia­do carecía de forma, y que uno sólo podía juzgar sus efectos ‑dije.

-Cierto ‑dijo él‑. Pero el aliado es una polilla para los espectadores relacionados contigo: Genaro y yo. Para ti, el aliado es sólo un efecto, una sensación en tu cuerpo, o un sonido, o el polvo dorado del co­nocimiento. Sigue, sin embargo, siendo un hecho que, al escoger la forma de una polilla, el aliado nos dice, a Genaro y a mí, algo de gran importancia. Las polillas son las portadoras del conocimiento, y las ayu­dantes y amigas de los brujos. Debido a que el aliado escogió ser eso contigo, es que Genaro te da tanta im­portancia.

"La noche esa que te encontraste con la polilla, como yo anticipaba, fue para ti una verdadera cita con el conocimiento. Aprendiste su llamado, sentiste el polvo de oro de sus alas, pero, sobre todo, esa no­che, por primera vez, te diste cuenta de que veías y tu cuerpo aprendió que somos seres luminosos. Todavía no has tasado correctamente ese evento monumental en tu vida. Genaro te demostró, con tremenda fuerza y claridad, que somos un sentir; lo que llamamos nuestro cuerpo es un manojo de fibras luminosas que se dan cuenta.

"Anoche estabas de nuevo bajo el buen amparo del aliado. Vino a mirarte cuando llegaste y así supe que debería llamar a Genaro para que te explicara el mis­terio del soñador y el soñado. Tú creíste entonces, como siempre lo haces, que yo te engañaba, pero Genaro no estaba escondido entre las matas, como pensaste. Vino por ti, aunque tu razón se niegue a creerlo."

Esa parte de las elucidaciones de don Juan fue, en verdad, la más difícil de aceptar en su valor eviden­te. Yo no podía admitirla. Dije que don Genaro ha­bía sido real y de este mundo.

‑Todo cuanto has atestiguado hasta ahora ha sido real y de este mundo ‑dijo don Juan‑. No hay otro mundo. Lo que te hace tropezar es una peculiar in­sistencia por parte tuya, y esa peculiaridad no se te va a curar con explicaciones. De manera que, hoy, Genaro se dirigió directamente a tu cuerpo. Un examen cuidadoso de lo que hiciste hoy te revelará que tu cuerpo supo juntar las cosas en una forma digna de alabanza. De algún modo, te moderaste y no te diste a tus visiones junto a la zanja. Mantuviste un control muy raro y un dominio de ti mismo como debe ser para un guerrero; no creías nada, y sin embargo actuaste con eficacia y pudiste así seguir el llamado de Genaro. Lo encontraste sin más ni más y sin que yo te ayudara en nada.

"Cuando llegamos a la roca, estabas llenito de po­der y viste a Genaro parado donde otros brujos han estado parados, por razones similares. Se acercó a ti después de que saltó al suelo. Él era todo poder. De haber procedido como antes, junto a la zanja, lo ha­brías visto como es en realidad, un ser luminoso. En vez de eso te asustaste, sobre todo cuando Genaro te hizo saltar. Ese salto debería haber bastado para transportarte más allá de tus limites. Pero no tuviste fuerza y volviste a caer en el mundo de tu razón. En­tonces, claro, te trabaste en combate mortal contigo mismo. Algo en ti, tu voluntad, quería ir con Gena­ro, mientras tu razón se le oponía. De no ser por mi ayuda, estarías muerto y sepultado en ese sitio de po­der. Pero, aún con mi ayuda, el resultado estuvo en duda por un momento."

Quedamos callados algunos minutos. Esperé que él hablara. Por fin pregunté:

‑¿Me hizo don Genaro saltar hasta la cima de la roca?

‑No tomes ese salto en el sentido en que entiendes un salto -dijo‑. Una vez más, ésta es sólo una ma­nera de decir las cosas. Mientras pienses que eres un cuerpo sólido, no podrás concebir de qué cosa hablo.

Derramó entonces cenizas en el piso, junto a la lin­terna, cubriendo una zona cuadrangular de medio metro por fiado, y trazó con los dedos un diagrama que tenía ocho puntos interconectados por medio de líneas. Era una figura geométrica.

Había dibujado una semejante años atrás, al tra­tar de explicarme que no era ilusión el observar la misma hoja cayendo cuatro veces del mismo árbol.

El diagrama en las cenizas tenía dos epicentros; don Juan llamó a uno "la razón", y al otro "la voluntad". "Razón se conectaba directamente con un punto que él llamó "el habla". A través de "el habla", "la ra­zón" se relacionaba indirectamente con otros tres pun­tos, "el sentir", "el soñar" y "el ver". El otro epicen­tro, "la voluntad", se conectaba directamente con "el sentir" "el soñar" y "el ver", pero sólo en forma in­directa con "la razón" y "el habla".

Comenté que el diagrama era distinto del que co­pié años antes.

‑La forma de afuera no tiene importancia ‑di­jo‑. Estos puntos representan a un ser humano y puedes dibujarlos como se te dé la gana.

‑¿Representan el cuerpo de un ser humano? ‑pre­gunté.

‑No lo llames el cuerpo -dijo-. Ésos son ocho puntos en las fibras de un ser luminoso. Un brujo dice, como puedes ver en este dibujo, que el ser hu­mano es, primero que nada, voluntad, porque la voluntad se relaciona con tres puntos: el sentir, el soñar y el ver: después, el ser humano es razón. Este es propiamente un centro más pequeño que la voluntad; sólo está conectado con el habla.

‑¿Qué son los otros dos puntos, don Juan?

Se me quedó mirando y sonrió.

‑Ahora eres ya mucho más fuerte que la primera vez que hablamos de este diagrama ‑dijo‑. Pero to­davía no eres lo bastante fuerte para conocer todos los ocho puntos. Genaro te hablará algún día de los otros dos.

‑¿Tiene todo el mundo esos ocho puntos, o sólo los brujos?

‑Podríamos decir que cada uno de nosotros trae al mundo ocho puntos. Dos de ellos, la razón y el ha­bla, los conocen todos. El sentir es siempre vago, pero de algún modo familiar. Pero sólo en el mundo de los brujos llega uno a conocer por completo el soñar, el ver y la voluntad. Y finalmente, en el último borde de ese mundo, encuentra uno los otros dos. Los ocho puntos componen la totalidad de uno mismo.

Me mostró sobre el diagrama que, en esencia, todos los puntos podían conectarse indirectamente.

Volví a preguntar acerca de los dos misteriosos puntos restantes. Me enseñó que solo estaban conec­tados a "la voluntad": se hallaban aparte de "el sen­tir", "el soñar" y "el ver", y mucho más lejos de "el habla" y "la razón”. Señaló con el dedo cómo estaban aislados de los demás, y el uno del otro.

‑Estos dos puntos jamás se someten al habla ni a la razón ‑dijo‑. Sólo la voluntad puede con ellos. La razón está tan lejos de ellos que es completamente inútil tratar de figurárselos. Ésta es una de las cosas más difíciles de aceptar; después de todo, el fuerte de la razón es razonarlo todo.

Pregunté si los ocho puntos correspondían a zonas, o a ciertos órganos, del ser humano.

‑Pues sí ‑repuso con sequedad y borró el dia­grama.

Me tocó la cabeza y dijo que ése era el centro de "la razón” y "el habla". La punta de mi esternón era él centro de "el sentir". La zona debajo del ombligo era "la voluntad". "El soñar" estaba en el lado dere­cho, contra las costillas. "El ver" en el izquierdo. Dijo que a veces, en algunos guerreros, "el ver" y "el sonar" estaban del lado derecho.

‑¿Dónde están los otros dos puntos? ‑pregunté.

Me dio una respuesta sumamente obscena y lanzó la carcajada.

‑Qué vivo eres ‑dijo‑. Crees que soy un viejo cabrón que anda medio dormido, ¿verdad?

Le expliqué que mis preguntas creaban su propio impulso.

‑No andes tan de prisa ‑dijo‑. Ya lo sabrás a su debido tiempo, y después que lo sepas estarás por tu cuenta, tú solo.

‑¿Quiere usted decir que ya no volveré a verlo, don Juan?

‑Nunca jamás ‑dijo‑. Genaro y yo seremos en­tonces lo que siempre hemos sido, polvo en el ca­mino.

Sentí una sacudida en la boca del estómago.

‑¿Qué dice usted, don Juan?

‑Digo que todos somos seres sin principio ni fin, luminosos y sin límites. Tú, Genaro y yo estamos pe­gados, unidos por un propósito que no es decisión nuestra.

‑¿De qué propósito habla usted?

‑El de aprender el camino del guerrero. No pue­des salirte de él, pero nosotros tampoco. Mientras nuestra misión esté pendiente, nos encontrarás a mí o a Genaro, pero una vez cumplida, volarás libre­mente y nadie sabe a dónde te llevará la fuerza de tu vida.

‑¿Que hace en esto don Genaro?

‑Ese tema no está aún en tu esfera ‑dijo‑. Hoy debo clavar el clavo que Genaro puso, el hecho, de que somos seres luminosos. Somos perceptores. Nos damos cuenta; no somos objetos; no tenemos solidez. No tenemos límites. El mundo de los objetos y la solidez es una manera de hacer nuestro paso por la tie­rra más conveniente. Es sólo una descripción creada para ayudarnos. Nosotros, o mejor dicho nuestra ra­zón, olvida que la descripción es solamente una des­cripción y así atrapamos la totalidad de nosotros mis­mos en un círculo vicioso del que rara vez salimos en vida.

"En este momento, por ejemplo, estás enredado en liberarte de los ganchos de la razón. Para ti es una cosa absurda que ni siquiera se puede imaginar el que Genaro apareciera así nomás al borde del mato­rral, y sin embargo no puedes negar que tú mismo lo atestiguaste. Tú percibiste que así fue."

Dos Juan chasqueó la lengua. Dibujó cuidadosa­mente otro diagrama en las cenizas y lo cubrió con su sombrero sin darme tiempo a copiarlo.

-Somos perceptores ‑prosiguió‑. Pero el mun­do que percibimos es una ilusión. Fue creado por una descripción que nos dijeron desde el momento en que nacimos.

"Nosotros, los seres luminosos, nacemos con dos ani­llos de poder, pero sólo usamos uno para crear el mundo. Ese anillo, que se engancha al muy poco tiempo que nacemos, es la razón, y su compañera es el habla. Entre las dos urden y mantienen el mundo.

"Así pues, en esencia, el mundo que tu razón quie­re sostener es el mundo creado por una descripción y sus reglas dogmáticas e inviolables, que la razón aprende a aceptar y defender,

"El secreto de los seres luminosos es que tienen otro anillo de poder que nunca se usa, la voluntad. El truco del brujo es el mismo truco del hombre común. Ambos tienen una descripción: uno, el hombre co­mún, la sostiene con su razón; el otro, el brujo, la sostiene con su voluntad. Ambas descripciones tienen sus regias y las reglas se perciben, pero la ventaja del brujo es que la voluntad abarca más que la razón.

"Lo que quiero sugerirte a estas alturas es que, de ahora en adelante, te esfuerces por percibir si lo que sostiene la descripción es tu razón o tu voluntad. Yo siento, por cierto, que esa es la única manera de usar tu mundo diario como un desafío y como un vehícu­lo para acumular suficiente poder personal, a fin de llegar a la totalidad de ti mismo.

"A lo mejor la próxima vez que vengas tendrás lo bastante. De todos modos, espera hasta que sientas, como sentiste hoy junto a la zanja, que una voz in­terna te dice que lo hagas. Si vienes con cualquier otro espíritu, será una pérdida de tiempo y un peli­gro para ti."

Observé que, de esperar aquella voz interna, nunca volvería a verlos.

‑Vieras lo bien que puede uno actuar cuando tie­ne la espalda contra el paredón -dijo.

Se puso en pie y recogió un atado de leña. Puso algunas varas secas en la estufa de tierra. Las llamas lanzaban un resplandor amarillento sobre el piso. Apagó la linterna y se acuclilló frente a su sombrero, que cubría el dibujo en las cenizas.

Me ordenó estar en calma, cesar mi diálogo inter­no, y mantener los ojos en el sombrero. Me esforcé unos momentos y luego tuve la sensación de flotar, de caer desde un acantilado. Era como si nada me so­portase, como si no me hallara sentado ni tuviese cuerpo.

Don Juan levantó el sombrero. Debajo había espi­rales de ceniza. Las observé sin pensar. Sentí mover­se las espirales. Las sentí en el estómago. Las cenizas parecieron apilarse. Luego, algo las agitó y esponjó, y de pronto don Genaro estaba sentado frente a mí.

La imagen me forzó instantáneamente a reanudar el diálogo interno. Pensé que me había dormido. Em­pecé a respirar en boqueadas cortas y quise abrir los ojos, pero estaban abiertos.

Oí a don Juan decirme que me parara y me movie­ra. Me levanté de un salto y corrí a la ramada. Don Juan y don Genaro me siguieron. Don Juan trajo la linterna. Yo no podía recuperar el aliento. Traté de calmarme como antes, trotando sin avanzar mientras miraba al oeste. Alcé los brazos y comencé a respirar. Don Juan vino a mi lado y dijo que esos movimien­tos sólo se hacían en el crepúsculo.

Don Genaro gritó que para mí era el crepúsculo y ambos soltaron la risa. Don Genaro corrió al borde del matorral y luego regresó de un rebote a la rama­da, como si una liga gigantesca lo hubiera hecho vol­ver. Repitió los mismos movimientos tres o cuatro veces, y luego se me acercó. Don Juan me miraba con fijeza, riendo risitas de niño.

Cruzaron una mirada furtiva. Don Juan dijo a don Genaro, en voz alta, que mi razón era peligrosa, y que podía matarme si no le daban la razón.

‑¡Por Dios santo! ‑exclamó don Genaro con voz rugiente‑. ¡Dale la razón a su razón!

Dieron de saltos riendo, como dos niños.

Don Juan me hizo sentar bajo la linterna y me dio mi cuaderno.

‑Hoy si que te estábamos tomando el pelo ‑dijo en tono conciliador‑. No tengas miedo. Genaro esta­ba escondido ahí debajo de mi sombrero.


 


LAS ALAS DE LA PERCEPCIÓN

 

Don Juan y yo pasamos todo el día en las montañas. Salimos al amanecer. Me llevó a cuatro sitios de po­der, y en cada uno de ellos me dio instrucciones es­pecíficas sobre cómo proceder al cumplimiento de la tarea particular que años antes me había bosquejado como situación de por vida. Regresamos al atardecer. Después de comer, don Juan dejó la casa de don Ge­naro. Me dijo que esperara a Pablito, el cual llevaría combustible para la lámpara, y que hablara con él.

Me puse a trabajar en mis notas y, absorto, no oí llegar a Pablito sino hasta tenerlo a mi lado. Él co­mentó que había estado practicando el "paso de po­der", y que debido a eso yo no hubiera podido oírlo de ningún modo, á menos que fuera capaz de "ver".

Pablito siempre me había simpatizado. Sin embar­go, aunque éramos buenos amigos, las oportunidades de charlar a solas con él habían sido escasas. Pablito me parecía una persona sumamente encantadora. Su nombre, por supuesto, era Pablo, pero el diminutivo le sentaba mejor. Era pequeño de huesos, pero duro. Como don Genaro, era magro de carnes, insospecha­damente musculoso y fuerte. Andaría quizá pisando los treinta años, pero parecía tener dieciocho. Era moreno y de estatura media. Tenía ojos cafés, claros y brillantes, y ‑de nuevo como don Genaro‑ una sonrisa cautivante, con cierto toque de malicia.

Le pregunté por su amigo Néstor, el otro aprendiz de don Genaro. Anteriormente siempre los había visto juntos, y me daban la impresión de tener una ex­celente relación mutua; sin embargo, eran opuestos en apariencia física y en carácter. Mientras Pablito era jovial y franco, Néstor era sombrío y reservado. También era más alto, más pesado, más moreno y mucho mayor.

Pablito dijo que Néstor se había involucrado final­mente en su trabajo con don Genaro, y que se había vuelto una persona totalmente distinta desde la últi­ma vez que lo vi. No quiso detallar el trabajo de Néstor ni su cambio de personalidad, y cambió abrup­tamente el tema.

‑Entiendo que el nagual te anda pisando los ta­lones ‑dijo.

Me sorprendió que lo supiera y le pregunté cómo lo averiguó.

‑Genaro me cuenta todo ‑repuso.

Noté que no hablaba de don Genaro con el for­malismo que yo usaba. Simplemente le decía Genaro, en tono familiar. Dijo que don Genaro era como su hermano, y que entre ambos existía una confianza de verdaderos parientes. Profesó abiertamente su gran cariño por don Genaro. Su sencillez y su candor me conmovieron en lo profundo. Hablándome, me di cuenta de la gran semejanza de temperamento entre don Juan y yo; debido a ella, nuestra relación era formal y estricta en comparación con la de don Ge­naro y Pablito.

Pregunté a Pablito por qué tenía miedo de don Juan. Hubo un titubeo en su mirada. Era como si la sola idea de don Juan lo hiciera retraerse. No respon­dió. Parecía evaluarme en alguna forma misteriosa.

‑¿A poco tú no le tienes miedo? –preguntó.

Le dije que tenía miedo de don Genaro, y rió como si hubiera esperado oír todo menos eso. Dijo que la diferencia entre don Juan y don Genaro era como la diferencia entre el día y la noche. Don Genaro era el día; don Juan era la noche y, como tal, el ser más atemorizante del mundo. De la descripción de su te­mor hacia don Juan, Pablito pasó a comentar su pro­pia condición como aprendiz.

‑Estoy que me lleva la chingada ‑dijo‑. Si vie­ras lo que hay en mi casa, te darías cuenta de que sé demasiado para ser un hombre común, pero si me vieras con el nagual, te darías cuenta de que no sé lo suficiente.

Rápidamente cambió el tema y rió de que yo to­mara notas. Dijo que don Genaro los había divertido horas enteras imitándome. Añadió que don Genaro me quería mucho, con todo y mis rarezas, y que se declaraba encantado de que yo fuera su "protegido".

Era la primera vez que yo escuchaba ese término. Guardaba coherencia con otro que don Juan intro­dujo en el comienzo de nuestra asociación. Me había dicho que yo era su "escogido".

Pregunté a Pablito por sus encuentros con el nagual y me contó el primero de ellos. Dijo que cierta vez don Juan le dio una canasta, que él consideró un re­galo de buena voluntad. La puso en un gancho sobre la puerta de su cuarto, y como en ese momento no podía hallarle ningún uso, la olvidó todo el día. Pen­saba, dijo, que la canasta era un regalo de poder y debía utilizarse para algo muy especial.

Al anochecer ‑ésa era, también para él, la hora mortífera‑, Pablito fue a su cuarto por su chamarra. Estaba solo en la casa y se disponía a ir de visita. La habitación se hallaba a oscuras. Tomó la chamarra y, cuando estaba por llegar a la puerta, la canasta cayó frente a él y rodó cerca de sus pies. Pablito rió de su propio sobresalto al ver que sólo había sido la canasta, caída del gancho. Se inclinó para recogerla y se llevó el susto de su vida. La canasta saltó fuera de su alcance y empezó a sacudirse y a rechinar, como si alguien la aplastara y la torciera. Pablito dijo que de la cocina entraba luz suficiente para discernir con claridad cuanto había en el cuarto. Por un momento se quedó mirando la canasta, aunque sentía que no debía Hacerlo. La canasta empezó a convulsionarse en medio de una ardua respiración, pesada y rasposa. Al narrar su experiencia, Pablito aseveró que vio y oyó respirar a la canasta; que estaba viva y lo persiguió por el aposento, cortándole la salida. Dijo que luego la canasta empezó a hincharse; las tiras de carrizo se destramaron para formar una pelota gigantesca, como un amaranto seco que rodara hacia él. Cayó de espal­das en el piso y la bola empezó a reptar por sus pies. Pablito dijo que para entonces se hallaba fuera de quicio y gritaba como histérico. La bola lo tenía atra­pado y se movía sobre sus piernas como alfileres que lo atravesaran. Trató de apartarla y entonces vio que la bola era el rostro de don Juan, con la boca abierta para devorarlo. Incapaz de soportar más tiem­po el terror, perdió el conocimiento.

En forma muy franca y abierta, Pablito me relató una serie de encuentros aterradores que él y otros miembros de su familia habían tenido con el nagual. Pasamos horas hablando. El brete en el cual se halla­ba parecía ser muy similar al mío, pero Pablito poseía sin duda mayor sensibilidad para conducirse dentro del marco de referencia proporcionado por la bru­jería.

En determinado momento se levantó y dijo que sentía venir a don Juan y no deseaba que lo hallara allí. Se marchó con rapidez increíble. Fue como si algo lo jalara sacándolo del cuarto. Me dejó con el adiós en la boca.

Don Juan y don Genaro no tardaron en volver. Reían.

‑Pablito corría por el camino como alma que lleva el diablo ‑dijo don Juan‑. ¿Pero qué tendrá?

‑Yo creo que se asustó de ver a Carlitos gastarse los dedos hasta el hueso ‑dijo don Genaro, burlán­dose de mi escritura.

Se me acercó.

‑¡Oye! Tengo una idea ‑dijo, casi en un su­surro‑. Ya que tanto te gusta escribir, ¿por qué no aprendes a escribir sin lápiz, con el puro dedo? Eso sería lo mejor.

Don Juan y don Genaro tomaron asiento junto a mí y especularon, entre risas, sobre la posibilidad de escribir con el dedo. Don Juan, en tono serio, hizo un comentario extraño. Dijo:

‑No hay duda de que podría escribir con el dedo, ¿pero sería capaz de leerlo?

Don Genaro se dobló de risa y repuso:

‑Estoy seguro de que puede leer cualquier cosa.

Luego empezó a narrar una historia muy desconcer­tante acerca de un patán campesino que se convirtió en funcionario de importancia durante una época de trastornos políticos. Don Genaro dijo que el héroe de su cuento fue nombrado ministro, o gobernador, quizás incluso presidente, porque no había modo de saber lo que la gente haría en su locura. A causa de este nombramiento, llegó a creer que en verdad era importante y aprendió a actuar en consecuencia.

Don Genaro hizo una pausa y me examinó con el aire de un cómico sobreactuado. Me guiñó los ojos y movió las cejas de arriba a abajo. Dijo que el héroe de la historia era muy bueno en las apariciones pú­blicas y podía improvisar discursos sin la menor difi­cultad, pero su posición requería que leyera sus dis­cursos y el hombre era analfabeto. De modo que usó el ingenio para salvar las apariencias. Tenía una hoja de papel con algo escrito, y la blandía cada vez que pronunciaba un discurso. Así, su eficiencia y sus otras cualidades eran innegables para todos los campesinos. Pero cierto día, un fuereño con alguna preparación llegó por allí y advirtió que, al leer su discurso, el héroe sostenía la hoja al revés. Se echó a reír y señaló el engaño a todo el mundo.

Don Genaro hizo una nueva pausa; me miró, achi­cando los ojos, y preguntó:

‑¿Crees que el héroe quedó atrapado? Ni modo. Miró a la gente con toda calma y dijo: "¿Al revés? Eso no le hace al que sabe leer." Y los campesinos estuvieron de acuerdo.

Don Juan y don Genaro estallaron en carcajadas. Don Genaro me dio suaves palmadas en la espalda. Era como si yo fuese el héroe del cuento. Me sentí apenado y reí con nerviosismo. Pensé que acaso la historia tenía algún sentido oculto, pero no me atre­ví a preguntar.

Don Juan se acercó más a mí. Inclinándose, susurró en mi oído derecho:

‑¿No te parece chistoso?

Don Genaro se inclinó también hacia mí y su­surró en mi oído izquierdo:

‑¿Qué cosa dijo?

Tuve una reacción automática a ambas preguntas y realicé una síntesis involuntaria.

-Sí. Me parece que preguntó ¿es chistoso? ‑dije.

Obviamente advertían el efecto de sus maniobras; ambos rieron hasta derramar lágrimas. Como de cos­tumbre, don Genaro exageraba más que don Juan; se tiró de espaldas y se puso a rodar a unos metros de mí. Echado bocabajo, extendió brazos y piernas y giró como un rehilete. Dio de vueltas hasta que llegó junto a mí y su pie tocó el mío. Abruptamente se sentó y sonrió con mansedumbre.

Don Juan se agarraba los costados. Reía muy duro y al parecer le dolía el estómago.

Tras un rato, ambos volvieron a hablarme al oído. Traté de memorizar la secuencia de sus frases, pero tras un esfuerzo fútil, desistí. Eran demasiadas.

Me susurraron en los oídos hasta que nuevamente tuve la sensación de haberme partido por la mitad. Como el día anterior, me convertí en una niebla, en un resplandor amarillo que percibía todo en forma directa. Es decir, yo "conocía" las cosas. No había pensamientos; sólo había certezas. Y al entrar en con­tacto con una sensación suave, esponjosa, elástica, ex­terior a mí y sin embargo parte mía, "supe" que era un árbol. Lo percibí por su olor. No olía como nin­gún árbol específico que yo recordara, pero algo en mí "sabía" que ese olor peculiar era la "esencia" del árbol. Yo no tenía solamente la sensación de saber, ni razonaba mi conocimiento, ni barajaba datos. Sim­plemente sabía que había algo en contacto conmigo, en todo mi derredor; un aroma tibio, amable, apre­miante, emanado de algo que no era sólido ni líquido sino un indefinido algo más, que yo "sabía" que era un árbol. Sentí que al "saber" en esa forma calaba yo su esencia. No me repelía. Más bien me invitaba a fundirme con él. Me abarcaba o yo lo abarcaba. Ha­bía entre nosotros un lazo que no era exquisito ni desagradable.

La siguiente sensación que pude recordar con clari­dad fue una oleada de maravilla y regocijo. Todo mi ser vibraba. Era como si me atravesaran cargas de elec­tricidad. No dolían. Eran agradables, pero en forma tan indeterminada que no había modo de categori­zarlas. Supe, sin embargo, que aquello con lo que me hallaba en contacto era el suelo. Cierta parte de mi ser reconocía con certeza y concisión que se trataba del suelo. Pero en el instante en que traté de discernir la infinitud de percepciones directas que experimen­taba, perdí toda capacidad de diferenciarlas.

Luego, de pronto, era de nuevo yo mismo. Pensa­ba. La transición fue tan abrupta que creí haber des­pertado. Pero algo había en el modo que me sentía, que no era del todo mío. Supe que, en verdad, algo faltaba, antes de abrir por entero los ojos. Miré en torno. Me hallaba aún en un sueño, o en alguna vi­sión. Sin embargo, mis procesos mentales no sólo fun­cionaban intactos, sino con extraordinaria claridad. Realicé una rápida evaluación. No me cabía duda de que don Juan y don Genaro habían inducido mi es­tado onírico para algún propósito específico. Parecía hallarme a punto de entender cuál era ese propósito, cuando algo ajeno a mí me forzó a prestar atención al entorno. Tardé un largo momento en orientarme.

Yacía bocabajo, y aquello sobre lo cual yacía era un piso de lo más espectacular. Examinándolo, no pude evitar un sentimiento de pavor y maravilla. No con­cebía de qué pudiera estar hecho. Losas irregulares de alguna sustancia desconocida habían sido colocadas en forma intrincada y, a la vez, sencilla. Las habían puesto juntas, pero no estaban pegadas al suelo ni entre sí. Eran elásticas y cedían cuando yo intentaba apartarlas con los dedos, pero libres de presión vol­vían en el acto a su posición original.

Quise incorporarme y me vi poseído por una gro­tesca distorsión sensorial. Carecía de control sobre mi cuerpo; de hecho, no parecía pertenecerme. Se halla­ba inerte; yo no tenía conexión con ninguna de sus partes y cuando traté de levantarme no pude mover los brazos y, balanceándome inerme sobre mi estóma­go, rodé hasta quedar de costado. El impulso del ba­lanceo casi me hizo dar la vuelta completa y quedar bocabajo de nuevo. Mis brazos y piernas, extendidos, lo impidieron, y quedé tendido de espaldas. En esa posición pude percibir dos piernas de forma extraña, y los pies más distorsionados que jamás había visto. ¡Era mi cuerpo! Parecía estar envuelto en una túnica. La idea que me vino a la mente fue que experimen­taba una escena en la que yo era un paralítico o un inválido de alguna índole. Intenté curvar la espalda y mirarme las piernas pero sólo pude mover a tirones el cuerpo. Miraba directamente un cielo amarillo, un cielo profundo y vívido, amarillo limón. Tenía surcos o canales de un tono amarillo más oscuro, y un nú­mero interminable de protuberancias que colgaban como gotas de agua. El efecto total de ese cielo in­creíble era apabullante. No pude determinar si las protuberancias eran nubes. También había áreas de sombras y áreas de diferentes tonos de amarillo, que descubrí al mover la cabeza de lado a lado.

Entonces algo más atrajo mi atención: un sol en el cenit mismo del cielo amarillo, directamente sobre mi cabeza, un sol tibio ‑a juzgar por el hecho de que podía mirarlo de frente‑ que despedía una luz blancuzca, apacible y uniforme.

Antes de que pudiese ponderar todas estas visiones ultraterrenas, me vi sacudido con violencia; mi ca­beza oscilaba hacia adelante y hacia atrás. Sentí que me alzaban. Oí una voz aguda, riente, y enfrenté un espectáculo asombroso: una gigantesca mujer descalza. Su rostro era redondo y enorme. Su cabello negro es­taba cortado al estilo paje. Sus brazos y piernas eran descomunales. Me levantó y me llevó hasta sus hom­bros como si fuera yo un muñeco. Mi cuerpo colgaba fláccido. Miré desde arriba su vigorosa espalda. Tenía un fino vello en torno de los hombros y sobre la espina dorsal. Desde su hombro, vi de nuevo el piso magnifico. Lo oía ceder elásticamente bajo el gran peso de la mujer, y veía las huellas que la presión de sus pies dejaba en él.

Me colocó bocabajo frente a una estructura, una especie de edificio. Noté entonces que algo fallaba en mi percepción de profundidad. No podía, mirando el edificio, calcular su tamaño. Por momentos parecía ridículamente pequeño, pero cuando, al parecer, ajus­té mi percepción, sus proporciones monumentales me maravillaron.

La muchacha gigante se sentó junto a mí haciendo rechinar el piso. Yo tocaba su enorme rodilla. Olía a dulce o a fresas. Me habló y yo entendí todo lo que dijo; señalando la estructura, decía que yo iba a vivir allí.

Mi habilidad de observador parecía aumentar con­forme yo superaba el choque inicial de encontrarme allí. Noté que el edificio tenía cuatro exquisitas co­lumnas no funcionales. No soportaban nada; estaban encima del edificio. Su forma era la sencillez misma; eran proyecciones largas y gráciles que parecían ten­derse hacia aquel impresionante cielo de increíble amarillo. El efecto de esas columnas invertidas era para mí la belleza pura. Tuve un ataque de éxtasis estético.

Las columnas parecían hechas de una pieza; yo no podía siquiera concebir tal factura. Las dos de en­frente estaban unidas por una delgada viga, una vara monumentalmente larga que, pensé, podía ser un ba­randal de algún tipo, o un pórtico sobre la fachada.

La muchacha gigante me deslizó bocarriba al inte­rior de la estructura. El techo era negro y plano, lleno de agujeros simétricos que dejaban pasar el res­plandor amarillento del sol, creando intrincados di­seños. Me sobrecogió la absoluta y sencilla belleza lograda por esos puntos de cielo amarillo que se mos­traban a través de aquellos precisos agujeros en el techo, y los dibujos de sombras creados sobre el piso intrincado y magnífico. La estructura era cuadrada, Y más allá de su punzante belleza, incomprensible para mí.

Mi exaltación era en ese momento tan intensa que quise llorar, o quedarme allí para siempre. Pero al­guna fuerza o tensión, o algo indefinible, empezó a jalarme. De pronto me hallé fuera de la estructura; aún yacía bocarriba. La muchacha gigante seguía allí, pero con ella había otro ser, una mujer tan grande que casi llegaba al cielo y eclipsaba el sol. Comparada con ella, la muchacha era sólo una niñita. La mujer estaba enojada; asió la estructura por una de sus co­lumnas, la alzó, la volteó al revés y la puso en el suelo. ¡Era una silla!

Esa realización fue como un catalizador; dio rienda suelta a percepciones avasalladoras. Atravesé una se­rie de imágenes que, pese a su inconexión, podían ordenarse en una secuencia. En destellos sucesivos vi o supe que el suelo magnífico e incomprensible era una estera de paja; el cielo amarillo, era el techo estucado de una habitación; el gol, un foco eléctrico; la estructura que tanto me extasió, una silla puesta de cabeza por una niña que jugaba a la casita.

Tuve aún otra visión coherente y secuencial de una misteriosa estructura arquitectónica de proporciones monumentales. Se erguía aislada. Casi parecía la con­cha puntiaguda de un caracol parado de cabeza. Las paredes constaban de placas cóncavas y convexas de algún extraño material violeta; cada placa tenía sur­cos que parecían más funcionales que ornamentales.

Examiné la estructura meticulosa y detalladamente, y hallé que, como la anterior, era incomprensible por completo. Esperaba ajustar de pronto mi percepción para captar la "verdadera" naturaleza de la estructu­ra. Pero no ocurrió nada por el estilo. Experimenté luego un conglomerado de "tomas de conciencia" o "hallazgos", ajenos e inextricables, acerca del edificio y su función; no tenían sentido, pues yo carecía de un marco de referencia donde colocarlos.

De un momento a otro recobré mi conciencia nor­mal. Don Juan y don Genaro estaban junto a mí. Me hallaba cansado. Buqué mi reloj; había desaparecido. Don Juan ‑y don Genaro soltaron risitas unísonas.

Don Juan dijo que no me preocupara por el tiempo y que me concentrara en seguir ciertas recomendacio­nes que don Genaro me había hecho.

Miré a don Genaro y él hizo un chiste. La reco­mendación más importante, dijo, era que aprendiese a escribir con el dedo, para ahorrar lápices y para presumir.

Bromearon un rato más acerca de mis notas y luego me quedé dormido.

Don Juan y don Genaro escucharon el detallado re­cuento de mi experiencia, que a petición de don Juan hice al despertar al día siguiente.

‑Genaro cree que ya tuviste suficiente por el mo­mento -dijo don Juan cuando hube terminado.

Don Genaro asintió con la cabeza.

‑¿Qué significa lo que experimenté anoche? -in­quirí.

‑Le echaste un vistazo al asunto más importante de la brujería ‑dijo don Juan‑. Anoche te asomaste a la totalidad de ti mismo. Pero éstas palabras, desde luego, no tienen sentido para ti en este momento. Por lo que queda dicho, ya sabes que llegar a la totalidad de uno mismo no es cosa de que uno quiera aceptar, o de que uno esté dispuesto a aprender. Genaro pien­sa que tu cuerpo necesita tiempo para que el susurro del nagual te penetre.

Don Genaro volvió a asentir.

‑Bastante tiempo ‑dijo, meneando la cabeza de arriba a abajo‑. Unos veinte o treinta años.

No supe cómo reaccionar. Miré a don Juan en bus­ca de una guía. Ambos tenían expresiones serias.

‑¿De veras me faltan veinte o treinta años? ‑pre­gunté.

‑¡Claro que no! ‑gritó don Genaro, y ambos sol­taron la risa.

Don Juan me dijo que volviera cuando mi voz in­terna así lo indicase, y que mientras tanto intentara ordenar todas las sugerencias que me hicieron cuan­do estaba partido.

‑¿Cómo lo hago? ‑pregunté.

‑Cerrando tu diálogo interno y dejando que algo en ti fluya y se expanda ‑repuso don Juan‑. Ese algo es tu percepción, pero no trates de razonar de lo que te digo. Nada más déjate guiar por el susurro del nagual.

Luego dijo que la noche anterior yo había tenido dos perspectivas intrínsecamente distintas. Una era inexplicable; la otra, perfectamente natural, y el or­den en que ocurrieron indicaba una condición inma­nente en todos nosotros.

‑Una vista era él nagual, la otra el tonal ‑añadió don Genaro.

Le pedí explicar su frase. Me miró y me palmeó la espalda.

Don Juan terció para decir que las dos primeras visiones eran el nagual, y que don Genaro había ele­gido un árbol y el suelo como puntos de énfasis. Las otras dos eran visiones del tonal seleccionadas por él mismo; una de ellas fue mi percepción del mundo cuando niño.

‑Te parecía un mundo extraño porque tu percepción todavía no había sido cortada para ajustarla al molde deseado ‑dijo.

‑¿Era así como yo veía realmente el mundo? ‑pre­gunté.

‑Claro ‑dijo‑. Eso fue tu memoria.

Pregunté a don Juan si el sentimiento de aprecia­ción estética que me había extasiado era también par­te de mi recuerdo.

‑Entramos en esas vistas tal como somos hoy -di­jo‑. Veías la escena como la verías ahora. Pero el ejercicio era de percepción. Ésa era la escena de la época en que el mundo se volvió para ti lo que es ahora. Una época en que una silla se hizo una silla.

No quiso discutir la otra escena.

‑Eso no era un recuerdo de mi niñez ‑dije.

‑Pues claro que no ‑repuso‑. Eso era otra cosa.

‑¿Era algo que veré en el futuro? ‑pregunté.

‑¡No hay futuro! ‑exclamó, cortante‑. El futuro no es más que una manera de hablar. Para un brujo sólo existe el aquí y el ahora.

Dijo que esencialmente no había nada que decir al respecto porque el propósito del ejercicio fue abrir las alas de mi percepción, y que, si bien no volé con esas alas, toqué sin embargo cuatro puntos inconce­bibles de alcanzar desde el punto de vista de mi per­cepción ordinaria.

Empecé a reunir mis cosas para marcharme. Don Genaro me ayudó a empacar mi cuaderno; lo puso en el fondo de mi portafolios.

‑Allí estará calientito y tranquilo ‑dijo, guiñan­do un ojo‑. Puedes tener la seguridad de que no se resfriará.

En esos momentos don Juan pareció cambiar de idea con respecto a mi partida y empezó a hablar de mi experiencia. Automáticamente quise tomar mi portafolios de manos de don Genaro, pero él lo dejó caer antes de que yo lo tocara. Don Juan hablaba de espaldas a mí. Recogí el portafolios y busqué pre­suroso mi cuaderno. Dan Genaro lo había empacado tan apretadamente que sacarlo me costó un trabajo infernal; finalmente lo tuve en mis manos y empecé a escribir. Don Juan y don Genaro me observaban.

‑Pero que mal andas ‑dijo don Juan, riendo­-. Buscas tu cuaderno como un borracho la botella.

‑Como una madre amorosa busca a su niño ‑re­plicó don Genaro.

‑Como un cura busca su crucifijo ‑añadió don Juan.

-Como una mujer busca sus calzones ‑gritó don Genaro.

Siguieron acumulando símiles y aullando de risa mientras me acompañaban hasta mi coche.


TERCERA PARTE

LA EXPLICACIÓN DE LOS BRUJOS

 

TRES TESTIGOS DEL NAGUAL

 

Al volver a casa me vi una vez más ante la tarea de organizar mis notas de campo. Lo que don Juan y don Genaro me hicieron experimentar ganaba aun más en poder de conmoción conforme yo recapitu­laba los sucesos. Noté, sin embargo, que mi acostum­brada reacción de entregarme meses enteros al des­concierto o al pavor por lo que había atravesado, no era tan intensa como antes. Varias veces intenté deli­beradamente concentrar mis sentimientos, como otro­ra, en especulaciones e incluso en autocompasión; pero algo faltaba. Tuve asimismo la intención de anotar cierto número de preguntas que haría a don Juan, a don Genaro y hasta a Pablito. El proyecto fracasó antes de iniciado. Había en mí algo que me impedía entrar en un estado de inquisición o perple­jidad.

No me propuse volver con don Juan y don Genaro, pero tampoco rehuía la posibilidad. Un buen día, sin premeditación alguna por mi parte, sentí simplemente que era tiempo de verlos.

En el pasado, cada vez que me disponía a salir rum­bo a México, tenía la sensación de que había miles de Preguntas importantes y urgentes que deseaba plan­tear a don Juan; esta vez mi mente se hallaba en blanco. Era como si, después de trabajar en mis notas, me hubiera deshecho del pasado y estuviese listo Para el aquí y el ahora del mundo de don Juan y don Genaro.

Sólo tuve que esperar unas cuantas horas antes de que don Juan me "encontrara" en el mercado de un pequeño pueblo, en las montañas de México central. Me saludó con gran afecto e hizo una sugerencia ca­sual. Dijo que antes de llegar a casa de don Genaro le gustaría visitar a los aprendices de éste, Pablito y Néstor: Guando dejamos la carretera me dijo que vi­gilara con atención por si había algo fuera de lo co­mún al lado del camino o en el camino mismo. Le pedí darme pistas más precisas al respecto.

‑No puedo ‑respondió‑. El nagual no necesita pistas precisas.

Disminuí la velocidad en reacción automática a su réplica. Rió y con un ademán me instó a seguir ma­nejando.

Al acercarnos al pueblo donde Pablito y Néstor vivían, don Juan me hizo detener el coche. Movió imperceptiblemente la barbilla, señalando un grupo dé peñascos no muy grandes al lado izquierdo del camino.

‑Ahí está el nagual ‑dijo en un susurro.

No había nadie en las cercanías. Yo había esperado ver a don Genaro. Miré de nuevo los peñascos y luego escudriñé el área circundante. Nada a la vista. Es­forcé los ojos por discernir cualquier cosa: un animal pequeño, un insecto, una sombra, una configuración extraña en las rocas, cualquier cosa fuera de lo co­mún. Tras un momento desistí y me volví a encarara a don Juan. Él sostuvo sin sonreír mi mirada interrogante y luego empujó suavemente mi brazo con el dorso de su mano para hacerme mirar de nuevo los peñascos. Obedecí; luego don Juan bajó del coche y me dijo que lo siguiera para examinarlos.

Ascendimos lentamente una pendiente suave du­rante sesenta o setenta metros, hasta llegar a la base de las rocas. Don Juan se detuvo allí un momento y me susurró en el oído derecho que el nagual me esperaba en ese mismo sitio. Le dije que, por más que me esforzaba, no podía discernir sino las rocas y unos mechones de hierba y algunos cactos. Insistió, sin embargo, en que el nagual se hallaba allí, espe­rándome.

Me ordenó tomar asiento, suspender mi diálogo in­terno y mantener los ojos sin enfocar, en la cima de los peñascos. Sentado junto a mí, acercó la boca a mi oído derecho y susurró que el nagual me había visto, que estaba allí aunque yo no pudiera visuali­zarlo, y que mi problema era simplemente la incapa­cidad de suspender por entero el diálogo interno. Oí cada una de sus palabras en un estado de silencio in­terior. Entendía todo y sin embargo no podía respon­der; el esfuerzo necesario para pensar y hablar exce­día lo posible. Mis reacciones a sus comentarios no fueron pensamientos propiamente dichos sino más bien unidades completas de sentimiento, las cuales tenían todas las implicaciones de significado que sue­lo asociar con el pensamiento.

Susurró que era muy difícil emprender por uno mismo el camino hacia el nagual, y que yo había tenido en verdad una gran suerte al ser iniciado por la polilla y su canción. Dijo que, manteniendo el recuerdo del "llamado de la polilla", yo podía ha­cerlo volver en mi ayuda.

Tal vez sus palabras eran una sugerencia avasalla­dora, o bien rememoré aquel fenómeno perceptual que él llamaba el "llamado de la polilla", pues apenas hubo susurrado esas palabras, el extraordinario borboteo se hizo audible. Su riqueza tonal me hizo sentir dentro de una cámara de ecos. Al crecer el ruido en volumen o proximidad, detecté también, en un estado de entresueño, que algo se movía encima de los peñascos. El movimiento me produjo un susto tan intenso que de inmediato recobré mi claridad de conciencia. Mis ojos se enfocaron en los peñascos. ¡Don Genaro estaba sentado en uno de ellos! Sus pies pendían, y con los talones martillaba la roca, produciendo un sonido rítmico que parecía sincro­nizado con el "llamado de la polilla". Sonrió y agitó la mano saludándome. Quise pensar racionalmente, Tuve la sensación, el deseo de averiguar cómo llegó él allí, o cómo lo vi en ese sitio, pero no podía con­vocar a mi razón en modo alguno. Lo único posible, bajo las circunstancias, era mirarlo ahí sentado, son­riente, agitando la mano.

Tras un instante pareció disponerse a bajar desli­zándose por el redondeado peñasco. Lo vi tensar las piernas, preparar los pies para aterrizar en el duro suelo, y arquear la espalda, hasta casi tocar la superficie de la roca, con el fin de ganar impulso de deslizamiento. Pero a medio descenso su cuerpo se detuvo. Tuve la impresión de que se había atorado. Pataleó dos o tres veces con ambas piernas como si flotara en el agua. Parecía querer soltarse de algo que lo tenía asido por el asiento‑de sus pantalones. Frenéticamente se frotó con ambas manos las caderas. Me daba la impresión de hallarse dolorosamente atrapado. Quise correr a ayudarlo, pero don Juan me retuvo por el brazo y lo oí decir, medio ahogado de risa:

‑¡Obsérvalo! ¡Obsérvalo!

Don Genaro pataleó, contrajo el cuerpo y se retor­ció de lado a lado como si aflojara un clavo; luego oí un fuerte tronido y se deslizó, o fue arrojado, hasta donde don Juan y yo nos hallábamos. Aterrizó de pie, a metro y medio de mí. Se frotó las nalgas y saltó repetidas veces en una danza de dolor, gritando obs­cenidades.

‑La piedra no quería dejarme ir y me agarró por el culo ‑me dijo en tono de mansedumbre.

Experimenté una sensación de alegría sin igual. Reí con fuerza. Noté que mi regocijo era equiparable a mi claridad mental. Me hallaba sumergido en un es­tado de gran perceptividad. Todo cuanto me rodeaba era claro y cristalino. Antes había estado soñoliento o distraído a causa de mi silencio interno. Pero lue­go, algo en la súbita aparición de don Genaro había creado un estado de suma lucidez.

Don Genaro continuó frotándose las nalgas y sal­tando durante un rato más; luego cojeó hasta mi co­che, abrió la puerta y subió con dificultad al asiento trasero.

Automáticamente me volví para hablar con don Juan. No lo vi en ninguna parte. Empecé a llamarlo en voz alta. Don Genaro salió del coche y se puso a correr en círculos, gritando también el nombre de don Juan en un tono chillón y frenético. Sólo enton­ces, al observarlo, me di cuenta de que me remedaba. Yo había tenido tal ataque de miedo al verme a solas con don Genaro, que inconscientemente corrí tres o cuatro veces en torno al coche, gritando el nombre de don Juan.

Don Genaro dijo que teníamos que recoger a Pablito y Néstor, y que don Juan nos estaría esperando en algún punto del camino.

Habiendo superado mi susto inicial, le dije que me alegraba de verlo. Hizo bromas sobre mi reacción. Dijo que don Juan no era como un padre para mí, sino más bien como una madre. Hilvanó graciosas observaciones y juegos de palabras sobre "madres". Yo reía tanto que no me había dado cuenta de que habíamos llegado a casa de Pablito. Don Genaro me indicó parar y bajó del coche. Pablito estaba parado junto a la puerta de su casa. Vino corriendo y subió en el coche para sentarse a mi lado.

‑Vamos por Néstor ‑dijo como si tuviera prisa.

Me volví en busca de don Genaro. No estaba. Pa­blito, en tono suplicante, me instó a apresurarme.

Fuimos a casa de Néstor. También él esperaba jun­to a la puerta. Bajamos del coche. Sentí que los dos sabían qué cosa pasaba.

‑¿A dónde vamos? ‑pregunté.

‑¿No te dijo Genaro? ‑preguntó a su vez Pablito, incrédulo.

Les aseguré que ni don Juan ni don Genaro me habían mencionado nada.

‑Vamos a un sitio de poder ‑dijo Pablito.

‑¿Qué vamos a hacer allí? ‑pregunté.

Ambos dijeron al unísono que no sabían. Néstor añadió que don Genaro le había dicho que me guia­ra al sitio.

‑¿Veniste de casa de Genaro? ‑preguntó Pablito.

Repuse que había estado con don Juan y que ha­llamos a don Genaro en el camino y don Juan me dejó con él.

‑¿A dónde fue don Genaro? ‑pregunté a Pablito.

Pero Pablito no supo de qué hablaba yo. No había visto a don Genaro en mi coche.

‑Fue conmigo a tu casa -dijo.

‑Creo que traías al nagual en tu coche ‑dijo Nés­tor, asustado.

No quiso ir en la parte trasera y se hizo caber jun­to a Pablito y a mí en el asiento de adelante.

Viajamos en silencio, a excepción de las breves ór­denes que Néstor daba para indicar el camino.

Quise pensar en los sucesos de esa mañana, pero de algún modo sabía que cualquier intento de expli­carlos era una infructuosa entrega de mi parte. Traté de trabar conversación con Néstor y Pablito; dijeron que dentro del coche iban demasiado nerviosos y no podían hablar. Disfruté su cándida respuesta y no los presioné ya.

Más de una hora después, dejamos el coche en un ramal y ascendimos la ladera de una abrupta mon­taña. Caminamos en silencio otra hora o algo así, con Néstor a la cabeza, y nos detuvimos al pie de un enorme acantilado, casi vertical, de unos sesenta me­tros de altura. Con ojos entrecerrados, Néstor escu­driñó el suelo, buscando un sitio adecuado donde sentarnos. Tuve la penosa conciencia de que se con­ducía con torpeza. Pablito, que se hallaba junto a mí, pareció varias veces a punto de adelantarse y corregirlo, pero se contenía y se relajaba. Finalmente, tras un titubeo momentáneo, Néstor eligió un sitio. Pablito suspiró aliviado. Supe que el sitio elegido por Néstor era el correcto, pero ignoraba cómo lo supe. Me envolví en el seudoproblema de imaginar qué sitio habría yo escogido de haber ido guiándolos. Pa­blito, obviamente, se daba cuenta de lo que yo hacía.

‑No puedes hacer eso ‑me susurró.

Reí apenado, como si me hubiera sorprendido en algún acto ilícito. Riendo, Pablito dijo que don Ge­naro siempre caminaba con ellos dos por las mon­tañas y los turnaba en el papel de guía; así, él sabía que no había manera de imaginar cuál habría sido la propia elección.

‑Genaro dice que la razón por la que uno no puede hacer eso, es porque sólo hay decisiones bien hechas o decisiones mal hechas. Si es una decisión mal hecha tu cuerpo lo sabe, y también el cuerpo de los demás; pero si es una decisión bien hecha, el cuer­po lo sabe y descansa y se olvida rapidísimo de que hubo una decisión. Vuelves a cargar tu cuerpo, ves, como una escopeta, para la siguiente decisión. Si quie­res usar otra vez tu cuerpo para hacer la misma deci­sión, no funciona.

Néstor me miró; aparentemente le daba curiosidad el que yo tomase notas. Asintió como para secundar a Pablito y luego sonrió por vez primera. Dos de sus dientes superiores estaban chuecos. Pablito explicó que Néstor no era malo ni sombrío; sus dientes lo apenaban y ésa era la razón de que nunca sonriera. Néstor rió, tapándose la boca. Le dije que podía man­darlo con un dentista para que le enderezara los dien­tes. Creyeron que mi sugerencia era un chiste y rieron como niños.

‑Genaro dice que él solo tiene que vencer la ver­güenza dijo Pablito‑. Además, Genaro dice que tiene suerte; mientras que todo el mundo muerde del mismo modo, Néstor puede partir un hueso a lo largo con sus dientotes chuecos, y si te muerde un dedo te puede hacer un agujero, como un clavo.

Néstor abrió la boca y me enseñó los dientes. El incisivo y el canino izquierdos habían crecido de lado. Entrechocó los dientes, haciéndolos sonar, y gruñó como un perro. Fingió dos o tres tarascadas en mi dirección. Pablito rió.

Yo nunca había visto a Néstor tan contento. Las pocas veces que estuve antes con él, me daba la im­presión de ser un hombre de edad madura. Mirán­dolo allí sentado, sonriendo con sus dientes chuecos, me maravilló su apariencia juvenil. Parecía tener poco más de veinte años.

Pablito nuevamente leyó a la perfección mis pen­samientos.

‑Está perdiendo la importancia ‑dijo‑. Por eso se ve más joven.

Néstor asintió y, sin decir palabra, soltó un sonoro pedo. Sobresaltado, dejé caer mi lápiz.

Pablito y Néstor casi se mueren de risa. Cuando se hubieron calmado, Néstor vino a mi lado y me mos­tró un aparato hecho en casa, que producía un so­nido peculiar al ser aplastado con la mano. Explicó que don Genaro le había enseñado a hacerlo. Tenía un fuelle diminuto, y el vibrador podía ser cualquier clase de hoja que se colocara en una ranura entre las dos piezas de madera que eran los compresores. Néstor dijo que el tipo de sonido producido dependía de la hoja que se usara como vibrador. Quiso que lo pro­bara y me mostró cómo aplastar los compresores para producir cierto sonido, y cómo abrirlos para produ­cir otro.

‑¿Para qué te sirve? ‑pregunté.

Ambos cruzaron una mirada.

‑Es su cazador de espíritus, pendejo ‑dijo Pabli­to, cortante.

Su tono era malhumorado, pero sonreía amistosa­mente. Ambos eran una mezcla extraña e inquietante de don Genaro y don Juan.

Me absorbió un horrible pensamiento. ¿Estaban don Juan y don Genaro jugándome una treta? Tuve un momento de supremo terror. Pero algo cedió dentro de mi estómago e inmediatamente me calmé de nue­vo. Supe que Pablito y Néstor usaban a don Genaro y don Juan como modelos de conducta. Yo mismo había descubierto que cada vez me portaba más como ellos.

Pablito dijo que Néstor era afortunado por tener un cazador de espíritus y que él mismo carecía de uno.

‑¿Qué vamos a hacer aquí? ‑pregunté a Pablito.

Néstor respondió como si me hubiera dirigido a él.

‑Genaro me dijo que esperáramos aquí, y que mientras esperamos debemos reírnos y divertirnos ‑dijo.

‑¿Cuánto crees que tendremos que esperar? ‑pre­gunté.

No respondió; meneó la cabeza y miró a Pablito como preguntándole a él.

‑Yo tampoco sé ‑dijo Pablito.

Iniciamos entonces una animada conversación so­bre las hermanas de Pablito, que duró hasta que Nés­tor, bromeando, dijo que la mayor tenía una mirada tan maligna que mataba los piojos con sólo verlos. Pablito, añadió, le tenía miedo porque era tan fuerte que una vez, en un arrebato de ira, le arrancó un puñado de cabellos como quien despluma a un pollo.

Pablito concedió que su hermana mayor había sido una bestia, pero que el nagual la había metido en cintura. Cuando me contó la historia, me di cuenta de que Pablito y Néstor nunca mencionaban el nom­bre de don Juan, sino que se referían a él como el nagual. Al parecer, don Juan había intervenido en la vida de Pablito para obligar a todas sus hermanas a llevar una vida más armoniosa. Pablito dijo que, cuando el nagual acabó con ellas, quedaron hechas unas santas.

La conversación duró hasta después que se había puesto el sol. Néstor la interrumpió súbitamente y quiso saber qué hacía yo con mis notas. Les expliqué mi trabajo. Tuve la extraña sensación de que se inte­resaban verdaderamente en lo que yo decía, y terminé hablando de antropología y filosofía. Me sentí ridícu­lo y quise parar, pero me hallaba inmerso en mi ex­plicación e incapaz de interrumpirla. Tuve la sensa­ción inquietante de que los dos, como equipo, me for­zaban de alguna manera a ese largo discurso. Tenían los ojos fijos en mí. No parecían aburridos ni, can­sados.

Me encontraba a la mitad de un comentario cuan­do oí el leve sonido del "llamado de la polilla". Mi cuerpo se tensó y mi frase quedó inconclusa.

‑El nagual está aquí ‑dije maquinalmente.

Néstor y Pablito cruzaron una mirada que me pa­reció de terror puro y, saltando a mi lado, me flan­quearon. Tenían la boca abierta. Parecían niños asus­tados.

Tuve entonces una inconcebible experiencia senso­rial. Mi oreja izquierda empezó amoverse. Sentí como si se agitara por sí sola. Prácticamente volteó mi ca­beza en un semicírculo, hasta que me hallé encarando lo que creía el oriente. Mi cabeza se inclinó levemente a la derecha; en esa posición me era posible detectar el rico sonido barbotante del "llamado de la polilla". Sonaba lejano, hacia el noreste. Una vez que establecí la dirección, mi oído registró una increíble cantidad de sonidos. Sin embargo, yo no tenía manera de saber si eran recuerdos de sonidos escuchados antes, o so­nidos reales que se producían en esos momentos.

El sitio en que nos hallábamos era la áspera ladera occidental de una cordillera. Hacia el noreste había arboledas y conglomerados de arbustos montañeses. Mi oído pareció captar el sonido de algo pesado que se movía sobre las rocas, procedente de esa dirección.

Néstor y Pablito respondían a mis acciones, o bien escuchaban los mismos sonidos. Me habría gustado preguntárselos, pero no me atrevía; o tal vez me era imposible interrumpir mi concentración.

Cuando el sonido se hizo más fuerte y más próxi­mo, Néstor y Pablito se acurrucaron contra mis flan­cos. Néstor parecía el más afectado; su cuerpo temblaba fuera de control. En determinado momento, mi brazo izquierdo empezó a sacudirse; se alzó sin voli­ción mía hasta que estuvo casi al nivel de mi rostro, y luego señaló un área de arbustos. Oí un sonido vibratorio o un rugido; era un sonido familiar para mí. Lo había oído años antes bajo la influencia de una planta psicotrópica. Discerní en los arbustos una gigantesca figura negra. Era como si los arbustos mismos se hubieran oscurecido gradualmente hasta producir una ominosa negrura. No tenía forma definida pero se movía. Parecía alentar. Oí un chillido escalofriante, que se mezcló a los gritos aterrados de Néstor y Pablito; y los arbustos, o la masa negra en la que se habían trocado, volaron hacia nosotros.

No pude mantener la ecuanimidad. De algún modo, algo en mí cedió. La masa se cirnió sobre nosotros, y luego nos tragó. La luz en torno se hizo opaca. Era como si el sol se hubiese ocultado. O como si de pron­to llegara el crepúsculo. Serio las cabezas de Néstor y Pablito bajo mis axilas; hice bajar los brazos ‑en un inconsciente movimiento protector y caí, girando ha­cia atrás.

Pero no llegué a tocar el suelo rocoso, pues un ins­tante después me hallé de pie flanqueado por Pablito y Néstor. Ambos, aunque más altos que yo, parecían haberse encogido; con las piernas y la espalda ar­queadas, disminuían su estatura al grado de caber bajo mis brazos.

Don Juan y don Genaro estaban de pie frente a nosotros. Los ojos de don Genaro brillaban como los de un felino en la noche. Los ojos de don Juan te­nían el mismo brillo. Yo nunca había visto así n don Juan. Era en verdad imponente. Más aun que don Ge­naro. Se veía más joven y más fuerte que de costum­bre. Mirando a los dos, tuve el sentimiento enloquecedor de que no eran hombres como yo.

Pablito y Néstor gemían quedamente. Entonces don Genaro dijo que éramos la imagen de la Trinidad. Yo era el Padre, Pablito el Hijo y Néstor el Espíritu Santo. Don Juan y don Genaro rieron en tono reso­nante. Pablito y Néstor sonrieron mansamente.

Don Genaro dijo que debíamos desenredarnos, por­que los abrazos sólo eran permisibles entre hombres Y mujeres, o entre un hombre y su burro.

Noté entonces que me hallaba en el mismo sitio que antes; obviamente, no había girado hacia atrás, como me pareció. De hecho, Néstor y Pablito estaban también en los mismos sitios.

Don Genaro hizo un seña con la cabeza a Pablito y Néstor. Don Juan me indicó seguirlos. Néstor tomó la guía y me señaló un sitio donde sentarme, y otro para Pablito. Formamos una línea recta, a unos cin­cuenta metros del sitio donde don Juan y don Genaro se erguían inmóviles al pie del acantilado. Mis ojos, fijos en ellos, se desenfocaron involuntariamente. Supe que bizqueaba, pues veía cuatro personas. Luego la imagen de don Juan en el ojo izquierdo se superpuso a la de don Genaro en el derecho; el resultado de la fusión fue un ser iridiscente parado entre don Juan y don Genaro. N o era un hombre como suelo verlos. Más bien era una bola de fuego blanco, cubierta por algo como fibras de luz. Sacudí la cabeza; se disipó la doble imagen, y sin embargo persistió la visión de don Juan y don Genaro como seres luminosos. Yo veía dos extraños objetos alargados, hechos de luz. Parecían balones blancos, iridiscentes, con fibras, y las fibras tenían luz propia.

Los dos seres luminosos se estremecieron; vi tem­blar sus fibras, y luego desaparecieron como una ex­halación. Los jaló un largo filamento, un hilo de araña que parecía surgido de la cima del acantilado. La sensación que tuve fue la de que un largo rayo de luz, o una línea luminosa, había bajado de la roca para alzarlos. Percibí la secuencia con los ojos y con el cuerpo.

También podía advertir enormes disparidades en mi modo de percepción, pero me resultaba imposible especular sobre ellas como ordinariamente habría hecho. Así, tenía conciencia de estar mirando directa­mente hacia la base del acantilado, y sin embargo veía a don Juan y don Genaro en la cima, como si hubiese alzado la cara en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Quise tener miedo, acaso cubrirme el rostro y llo­rar, o hacer cualquier otra cosa dentro de mi gama normal de reacciones. Pero parecía hallarme trabado. Mis deseos no eran pensamientos, tal como los conoz­co; por tanto, no podían evocar la respuesta emocio­nal que yo estaba acostumbrado a despertar en mí mismo.

Don Juan y don Genaro se desplomaron al suelo. Sentí que lo habían hecho a juzgar por la consumante sensación de caída que experimenté en el estómago.

Don Genaro permaneció donde había aterrizado, pero don Juan vino a nosotros y tomó asiento detrás de mí, a mi derecha. Néstor se agazapaba con las piernas contra el estómago; reposaba la barbilla en las palmas dé las manos; sus antebrazos, apoyados contra los muslos, servían de soportes. Pablito estaba sentado con el cuerpo ligeramente hacia adelante y las manos contra el estómago. Advertí entonces que yo había cruzado los antebrazos sobre la región um­bilical, y que asía la piel de mis flancos. Me había agarrado con tal fuerza que tenía los flancos ado­loridos.

Don Juan habló en un murmullo seco, dirigiéndose a todos nosotros.

‑Deben fijar la vista en el nagual ‑dijo‑. Todos los pensamientos y las palabras deben borrarse.

Lo repitió cinco o seis veces. Su voz era extraña, desconocida para mí; me daba la sensación concreta de las escamas en la piel de una lagartija. Este símil era un sentimiento, no un pensamiento consciente. Cada una de sus palabras se desprendía como una escama; tenían un ritmo extraño; eran ahogadas, se­cas, como una tos suave; un murmullo rítmico hecho mando.

Don Genaro estaba inmóvil. Al mirarlo no pude mantener mi conversión de imagen, y crucé los ojos involuntariamente. Entonces volví a notar una extra­ña luminosidad en el cuerpo de don Genaro. Mis ojos empezaban a cerrarse, o a rasgarse. Don Juan acudió a mi rescate. Lo oí dar la orden de no cruzar los ojos. Sentí un golpe suave en la cabeza. Al parecer me había pegado con una piedrecilla. Vi la piedra rebotar un par de veces sobre las rocas cercanas. Tam­bién debe haber golpeado a Néstor y a Pablito; oí el rebote de otras piedras en las rocas.

Don Genaro adoptó una extraña postura de danza. Dobló las rodillas, extendió los brazos a los lados, estiró los dedos. Parecía a punto de girar; ‑de hecho, dio una media vuelta y luego fue jalado hacia arriba. Tuve la clara percepción de que el hilo de una oruga gigante había alzado su cuerpo hasta la cima del acan­tilado. Mi percepción del movimiento ascendente fue una extraña mezcla de sensaciones visuales y corpó­reas. Medio vi, medio sentí su vuelo vertical. Había algo que se veía o se sentía como una línea o un hilo casi imperceptible de luz, y que lo jalaba. No presencié su vuelo en el sentido en el que seguiría con los ojos a un ave. No hubo secuencia lineal en el movimiento. No tuve que alzar la cabeza para man­tenerlo dentro de mi campo visual. Vi la línea jalar­lo, luego sentí su movimiento en mi cuerpo, o con mi cuerpo; y en el instante siguiente se hallaba en­cima del acantilado, a decenas de metros de altura.

Tras unos minutos se desplomó. Sentí su Caída y gruñí involuntariamente.

Don Genaro repitió su hazaña tres veces más. En cada ocasión, mi percepción se entonó. Durante su último salto, pude claramente distinguir, una serie de líneas que emanaban de su parte media, y supe cuán­do estaba a punto de ascender y descender, juzgando por la forma en que las líneas de su cuerpo se mo­vían. Cuando estaba a punto de saltar hacia arriba, las líneas se tendían en esa dirección; al contrario, cuando se disponía a saltar hacia abajo, las líneas se tendían hacia afuera y en descenso.

Después de su cuarto salto, don Genaro vino a nos­otros y tomó asiento detrás de Pablito y Néstor. Lue­go don Juan pasó al frente y se paró donde don Genaro estuvo. Quedó inmóvil un rato. Don Genaro dio breves instrucciones a Pablito y Néstor. No en­tendí lo que había dicho. Mirándolos, vi que cada uno recogía una piedra y la colocaba contra su región umbilical. Me preguntaba si yo también debía ha­cerlo, cuando don Genaro me dijo que la precaución no se aplicaba en mi caso, pero que sin embargo tu­viera una piedra a la mano, por si me enfermaba. Echó hacia adelante la quijada para indicarme mirar a don Juan Y luego dijo algo ininteligible; lo repitió y, aunque no comprendí las palabras, supe qué era más o menos la misma fórmula que don Juan había pronunciado. Las palabras no importaban en reali­dad; era, el ritmo, la sequedad del tono, la cualidad de tosido. Tuve la certeza de que el lenguaje em­pleado por don Genaro, fuera el que fuese, resultaba más adecuado que el español para el ritmo en staccato. Don Juan hizo exactamente lo que don Genaro había hecho en un principio, pero luego, en vez de saltar hacia arriba, giró como un gimnasta sobre su propio eje. En mi semiconciencia, esperé que aterri­zara de nuevo sobre sus pies. Nunca lo hizo. Su cuer­po siguió dando vueltas a poca distancia del suelo. Los círculos eran muy rápidos al principio, luego se hicieron más lentos. Desde donde me hallaba, pude ver que el cuerpo de don Juan colgaba, como el de don Genaro, de un hilo de luz. Giraba despacio como para permitirnos verlo con detenimiento. Luego em­pezó a ascender; ganó altura hasta alcanzar la cima del acantilado. Flotaba como carente de peso. Sus vueltas despaciosas evocaban la imagen de un astro­nauta en el espacio, en estado de ingravidez.

Me mareé de observarlo. Mi sensación de malestar pareció darle impulso; empezó a girar con mayor ra­pidez. Se apartó del acantilado y, conforme ganaba velocidad, me enfermé verdaderamente. Cogí la pie­dra y la puse sobre mi estómago. La apreté contra mi cuerpo lo más que pude. Su contacto me calmó un poco. La acción de tomar la piedra y apretarla me había permitido un descanso momentáneo. Aun­que no aparté los ojos de don Juan, mi concentración se interrumpió. Antes de procurar la piedra sentía que la velocidad ganada por el cuerpo flotante em­borronaba su forma; parecía un disco giratorio y luego una luz en rotación. Cuando tuve la roca con­tra el cuerpo, su velocidad menguó; parecía un som­brero flotando en el aire, un volador que oscilaba hacia adelante y hacia atrás.

El movimiento del volador fue todavía más perturbador. Mi malestar se hizo incontrolable. Oí un aletear de pájaro, y tras un momento de incertidum­bre supe que el acontecimiento había concluido.

Me sentía tan enfermo y exhausto que me tendí a dormir. Debo haber dormitado un rato. Abrí los ojos cuando alguien sacudió mi brazo. Era Pablito. En tono frenético, me decía que no podía dormirme, pues si lo hacía todos moriríamos. Insistió en que debía­mos irnos en el acto, aunque fuera a gatas. También él parecía físicamente exhausto. De hecho, tuve la idea de que pasáramos allí la noche. El prospecto de caminara oscuras hasta el coche me parecía espan­table. Traté de convencer a Pablito, cuyo frenesí cre­cía. Néstor se hallaba tan mal que la indiferencia lo dominaba.

Pablito se sentó, desesperado por entero. Hice un esfuerzo por organizar mis ideas. Ya había oscurecido, aunque todavía había suficiente luz para discernir las rocas en torno. La quietud era exquisita y confor­tante. Yo disfrutaba sin reservas el momento, pero de pronto mi cuerpo saltó; oí el sonido distante de una rama quebrada. Maquinalmente encaré a Pabli­to. Él parecía saber lo que me ocurría. Tomamos a Néstor por los sobacos y lo levantamos. Corrimos, arrastrándolo. Al parecer sólo él conocía el camino. Nos daba breves órdenes de tiempo en tiempo.

Yo no me preocupaba por lo que hacíamos: Enfo­caba mi atención en mi oído izquierdo, que parecía ser una unidad independiente del resto de mi per­sona. Algún sentimiento me forzaba a detenerme cada determinado tramo para reconocer el entorno con mi oído. Sabia que algo iba siguiéndonos. Era algo masivo; aplastaba las piedras al avanzar.

Néstor recobró en cierta medida la compostura y caminó por sí mismo, asiendo ocasionalmente el bra­zo de Pablito.

Llegamos a una arboleda. La oscuridad era ya to­tal. Oí un sonido repentino y extremadamente fuer­te. Era como el chasquido de un látigo monstruoso que azotara la copa de los árboles. Sentí sobre nues­tras cabezas el escarceo de una ola de alguna especie.

Pablito y Néstor gritaron y salieron de allí a toda velocidad. Quise detenerlos. No estaba seguro de po­der correr en las tinieblas. Pero en aquel instante oí y sentí una serie de pesadas exhalaciones justamente atrás de mí. El susto fue indescriptible.

Los tres corrimos juntos hasta llegar al coche. Nés­tor nos guió en alguna forma desconocida.

Pensé dejarlos en sus casas e irme a un hotel en el pueblo. No habría ido a casa de don Genaro por nada del mundo. Pero Néstor no quería dejar el co­che, ni Pablito ni yo tampoco. Terminamos en casa de Pablito. Mandó a Néstor a comprar cerveza y re­frescos de cola mientras su madre y sus hermanas nos preparaban de comer. Néstor, bromeando; preguntó si la hermana mayor no lo acompañaría, por si acaso lo atacaran perros o borrachos. Pablito rió y me dijo que le habían confiado a Néstor.

‑¿Quién te lo confió? ‑pregunté.

‑¡El poder, por supuesto! ‑repuso‑. En otro tiempo Néstor era mayor que yo, pero Genaro le hizo algo y ahora es mucho más joven. Tú te diste cuen­ta, ¿no?

‑¿Qué le hizo don Genaro? ‑pregunté.

‑Ya sabes, lo volvió niño otra vez. Era demasiado importante y pesado. Ya se habría muerto si no lo vuelven más joven.

Había en Pablito algo verdaderamente cándido y encantador. La sencillez de su explicación me avasa­llaba. Néstor había en verdad rejuvenecido; no sólo se veía más joven, sino que actuaba como un niño inocente. Supe sin la menor duda que así se sentía.

‑Yo lo cuido ‑prosiguió Pablito‑. Genaro dice que es un honor cuidar a un guerrero. Néstor es un magnífico guerrero.

Sus ojos brillaban, como los de don Genaro. Me dio vigorosas palmadas en la espalda y rió.

‑Deséale el bien, Carlitos ‑dijo‑. Deséale el bien.

Me sentía muy fatigado. Tuve un extraño brote de tristeza alegre. Le dije que venía de un sitio donde rara vez, si acaso, se deseaba el bien.

‑Yo lo sé ‑dijo‑. Lo mismo me pasaba a mí. Pero ahora soy un guerrero y ya puedo desear el bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



 

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