NUEVA NARRATIVA 2
AUTORES
Salvador Navarro Zamorano Quintín García Muñoz Isabel Navarro Reynés
PORTADA: Isabel Navarro Reynés
|
ISBN:
978-84-614-2342-2
Depósito legal: M-32888-2010
Impreso en Eimpresión.com
Registro de la propiedad Z-309-10
Índice
1) El ciego y el monstruo (Salvador/Quintín)
2) Todo en Todo (Salvador/Quintín)
3) El anciano y la diosa del amor (Salvador/Quintín)
4) Miedo (Salvador/Quintín)
5) La niña de las basuras (Salvador/Quintín)
6) Annita (Isabel Navarro Reynés)
7) El caso St. Janee (Isabel Navarro Reynés)
8) El grumete (Isabel Navarro Reynés)
9) Visiones del Apocalipsis (Isabel Navarro Reynés)
6
ANNITA
ISABEL NAVARRO REYNÉS
Londres, 14 de Octubre de 1891
Annita, permanecía en silencio, cogida a la mano de su tía Justine, intentando protegerse en vano de la lluvia que cada vez era más intensa.
Se le hizo un nudo en la garganta cuando su tía estiró de la anilla que hizo sonar el timbre dentro de una de las casas más ricas y descuidadas de Mayfair.
El grave din-don sonó a cacharro, retumbando como si estuviera en el interior de una gruta, tañendo como una campana a muerto en el estómago de Annita.
Sintió el chirriar de las maderas del
suelo, como un quejumbroso lamento, a medida que la figura del interior se
acercaba a la puerta, abriéndola con mortal lentitud. Ella aferró
con más fuerza la mano de tía Justine, esperando que le correspondiera
con igual intensidad y diera media vuelta, llevándola de nuevo a las
ruidosas calles de White Chapel, a la descuidada casa que durante doce años
había sido su hogar. Un hogar quizá poco acogedor, pero era
mejor que esa casa que desde la distancia parecía tener ojos en vez
de ventanas y una boca horrenda en lugar de puerta.
Como en la hora de la muerte, su vida pasó por delante de sus ojos
cuando poco a poco la cerradura empezó a ceder ante la presión
del interior.
Annita, al igual que toda la gente que hasta ahora conocía, había nacido en White Chapel. Ignoraba quién era su padre, como cientos de niños en esos años, en los que muchas mujeres, entre ellas su madre, habían tenido que recurrir a la prostitución como modo de vida.
No había sido realmente consciente de lo que hacía su madre, sólo sabía que siempre que uno de esos “amables señores” se iba un rato con su madre mientras ella jugaba en la calle, ellas tenían una cama en la que dormir.
La tía Justine le decía que era imposible que se acordara de esas cosas, que era muy pequeña para recordarlo. Pero ella lo recordaba casi todo, en especial aquellos ratos de incertidumbre nocturna, esperando a las puertas de un callejón, oyendo los extraños gañidos que venían desde el oscuro fondo.
Sin embargo, lo que más recordaba era
los días en los que su madre empezó a ponerse de mal humor.
Decía que siempre le dolía la cabeza y los riñones, que
era de dormir mal. Al poco tiempo los dolores de cabeza se convirtieron en
tos y la tos en una fiebre muy fuerte.
Odiaba recordar la cosa pálida y enjuta en que se convirtió
su madre aquellos últimos días. Recordaba cómo la huesuda
figura se había acercado al fuego, con un atizador de metal que podría
haber pesado más que ella misma en sus manos tan delgadas que parecían
garras. Con la otra mano se aferraba a un chal negro raído que envolvía
sus hombros. Tras atizar el fuego unos breves segundos, la figura de su madre
se encogió, retorciéndose en la agonía de una espasmódica
tos. Tosía y tosía, resollando, luchando por conseguir el aire
que, finalmente, dejó de entrar en los agotados pulmones.
El cuerpo de su madre cayó pesadamente al suelo, en lo que Annita pensó que era un profundo sueño.
Durante tres noches esperó, siendo una niña buena, como su madre le decía que debía ser. Abrazada a sus rodillas, escondida en el rincón, observando el sueño de su madre. Quería llorar y gritar, tenía hambre, frío y la habitación olía cada vez peor. El olor se le pegaba al cuerpo, al pelo, a la ropa. Llegó a pensar que ella misma exudaba ese olor. Podía paladearlo, vomitarlo. La envolvía como un horrible manto.
Ese olor nunca la abandonó, la siguió persiguiendo en sus sueños durante toda su vida.
Finalmente, todo se volvió negro.
Lo siguiente que recordaba era estar en la cama de tía Justine.
Justine era una mujer piadosa, de puertas
para afuera. Dentro de su casa era un general tan duro que habría sido
capaz de hacer llorar a más de un soldado. O por lo menos, eso pensó
Annita toda su vida. No es que fuera mala persona, pero su corazón
parecía no albergar sentimientos, sólo fuerza para tirar hacia
adelante a pesar de cualquier contratiempo.
Desde el primer día le dejó bien claro a Annita que su madre
había muerto por haber sido una pecadora y la educó para que
rezara constantemente por la salvación de su alma y la de su madre,
si es que todavía era capaz de obtener absolución a pecados
tan fuertes que la habían condenado a tan desgraciada muerte.
Justine no había tenido hijos y el Señor decidió arrebatarle a su marido cuando más falta le hacía. Aunque su sobrina podría haber jurado que la mujer no había llorado ni siquiera cuando murió su marido, ni cuando la pequeña tienda que éste había regentado se fue a la ruina, obligándola a buscar trabajo en una fábrica, a la que arrastraba todos los días a Annita, obligándola a vivir con los duros horarios y el trabajo agotador.
No habían sido días felices, pero tampoco habían sido infelices, era una agridulce rutina en la que uno podía sumergirse e incluso llegar a adaptarse.
Y ahora estaba al borde del abismo, enfrentándose a un nuevo mundo que la aterrorizaba hasta el punto de hacerle pensar que los días pasados habían sido pura fiesta.
Su tía había aparecido aquella mañana y con su desagradable voz de ave parlante le anunció que esa misma tarde iría a vivir como doncella en la casa de la señora Forebone.
Durante el camino hasta la casa, Justine había
tenido que arrastrarla más que acompañarla, repitiéndole
una y otra vez que la señora Forebone era una señora muy decente
que había tenido a bien quedarse con ella y que debía obedecerla
en todo, porque si la echaban de la casa ella misma le negaría la entrada
en la suya.
Y de seguro que Annita en el fondo temía más las amenazas de
su tía que el horrible destino que imaginaba en una casa tan horrible.
Finalmente, la cerradura de la puerta cedió, sonando como la trampilla del verdugo al accionarse, haciendo que Annita cayera al vacío y sus pies colgaran, agitándose en un último y vano intento por continuar viviendo.
* * * * *
La puerta de roble se abrió y al otro lado apareció una mujer
alta y fibrosa, de facciones cuadradas, con un moño tan estirado y
apretado hacia atrás que parecía que le achinaba los ojos, dándole
un aspecto fiero a su ya de por si adusta expresión. La mujer, ataviada
con un sencillo vestido gris, cruzó un par de palabras con la tía
Justine e hicieron el intercambio, la niña a cambio de un buen puñado
de libras que seguro harían la vida de Justine mucho más sencilla
por una larga temporada.
Justine se marchó sin decir adiós,
arrebujándose en su chal, corrió calle abajo, desapareciendo
en la cortina de lluvia.
La mujer cogió a Annita del brazo y la llevó a grandes zancadas,
casi arrastrándola, hasta una pequeña habitación con
dos camas, situada al lado de una enorme y cálida cocina. Una vez ahí
paró en seco y se dedicó a observar a la niña durante
unos segundos que pasaron agonizantemente lentos. Hasta que por fin habló:
- Soy la señora Hemshire, el ama de llaves. A partir de ahora este será tu dormitorio que compartirás con la otra criada. Ahora te pondrás el vestido que hay encima de la cama libre y te reunirás conmigo en el salón. – y dio la vuelta, cerrando la puerta tras de sí secamente y exclamando después desde el otro lado. - ¡Y date prisa!
Con las tripas apretadas en un firme nudo Annita se deshizo de sus ropas húmedas por la lluvia y trató de secarse con las que estaban menos mojadas. No es que adorara su viejo vestido, de hecho las mangas ya le estaban cortas y la falda enseñaba los tobillos, pero al quitarse las viejas prendas sintió como si dejara una parte de sí misma.
Rápidamente se puso la ropa nueva, consistente en un vestido gris, parecido al de la señora Hemshire, que le iba algo grande y un delantal blanco. Recordó haber visto a algunas doncellas en los puertos, esperando a los marineros y recordó como muchas de ellas solían usar una cosa blanca en la cabeza. No sabía cómo se llamaba, aunque poco importaba porque no habría sabido cómo ponérsela y, además, no había nada parecido a la vista, así que supuso que dejar su cabello rubio ceniza, atado en dos largas trenzas, sería adecuado.
Salió de la habitación y luego
de la cocina, enfrentándose al enigma de la enorme casa. La señora
Hemshire le había dicho que la esperaría en el salón,
¿pero qué salón? Recordaba haber visto algo parecido
a una habitación con libros y una chimenea, pero al acercarse hasta
el lugar vio que ahí no había nadie, tan solo varios muebles
tapados con viejas sábanas blancas.
Sintió curiosidad por la estancia, no sabía leer, pero ver tantos
libros juntos la maravillaba. Siempre había creído que los libros
eran cosas que sólo los reyes se podían permitir, ya que una
vez había pedido a la tía Justine que le enseñara a leer,
a lo que ella le respondió que sólo los ricos lo necesitaban.
Justo al dar el primer paso dentro de la estancia, oyó un fuerte ruido proveniente del piso superior. Levantó rápidamente la cabeza, pensando que el techo se le venía encima. Retrocedió prácticamente de un salto, tropezándose con la falda de su nuevo vestido, cayendo de espalda sobre el suelo de madera, que crujió como una vieja al estirarse. De un salto se levantó y, haciendo de tripas corazón, se dirigió hacia la enorme escalera, suponiendo que ahí estaría el ama de llaves, esperándola impaciente.
La escalera era un enorme mamotreto de madera,
recubierta por una ya descolorida alfombra verde con dibujos en ocre. El pelo
de la alfombra empezaba a escasear en las zonas donde se solía pisar
y una fina capa de polvo se acumulada en el barandal tallado.
Comenzó el ascenso con lentitud, buscando a cada paso el aliento y
los ánimos suficientes para poder subir hasta el siguiente escalón.
Una vez arriba, la oscuridad del pasillo la recibió abruptamente. La escalera llevaba hasta un pasillo plagado de puertas, pero ninguna ventana, convirtiendo el corredor en unas oscuras fauces que invitaban al visitante a huir escaleras abajo.
De una de las puertas llegaba un resplandor difuso, una luz nacarada proveniente, en todo caso, de la luz de algún quinqué.
Animada por, según parecía, haber encontrado el supuesto salón al que se refería la señora Hemshire, se dirigió rápidamente hacia el haz de luz, haciendo el resto del recorrido de la puerta con prisa, deseando alejarse de la agobiante oscuridad.
Al mirar a su alrededor, Annita descubrió
lo que parecía un macabro museo de muñecas. Como todas las niñas,
ella siempre había querido tener una de esas caras muñecas de
porcelana que parecían bebés de verdad, de labios rojos y mejillas
arreboladas y no una muñeca hecha de paños de cocina viejos,
con una sonrisa dibujada con un trozo de carbón.
Sin embargo, esas muñecas no devolvieron a Annita la clásica
expresión de inocente felicidad en sus sonrisas medio dibujadas. La
niña sintió como si todos los ojos de cristal de las muñecas
se clavaran en ella desde los múltiples estantes.
A excepción de las muñecas, la estancia estaba vacía, no había nadie ahí aprovechando la iluminación de un único quinqué prendido junto a una solitaria mecedora.
La niña sintió como el llanto le subía por la garganta y le escocía en el pecho cuando notó en sus entrañas el hormigueo del miedo.
De pronto, un sutil rumor envolvió
la estancia, como una suave vibración que reptó por el espinazo
hasta la nuca. Algunas de las muñecas giraron sus cuellos de porcelana,
clavando sus miradas vacías como dagas ardiendo, sonriéndole
con feliz crueldad.
Annita no pudo reprimir el grito que se había estado formando como
una enorme bola en su esófago, cuando unas manos, de piel grisácea
y largas uñas se aferraron a sus hombros, desde su espalda.
Las desconocidas manos la sujetaron con firmeza, obligando a sus temblorosas
piernas a dar una vuelta de 180 grados, enfrentándola con la figura
que la asía.
La niña tenía los ojos desorbitados y la boca fuertemente apretada
para reprimir más gritos cuando vio a la anciana señora Forebone
por primera vez. Podría haber jurado que tenía más de
doscientos años. La piel colgaba reseca en una cara que parecía
haber sido regordeta en otro tiempo ya lejano. Los ojos grises la miraban
desde las hundidas cuencas con una expresión indescifrable. La anciana
la observó en silencio por unos instantes. Finalmente, habló
con una voz tan cascada que parecía un mueble viejo lamentándose
al ser movido.
- “Sshhh – la chistó – No debes hacer tanto ruido o despertarás a mis bebés”.
Cogiéndola del hombro la señora Forebone la llevó hasta el otro lado de la habitación, junto al quinqué. Con sus nudosas manos cogió a Annita de la barbilla, observando sus facciones a la parpadeante luz. Mientras la observaba parecía analizarla, medirla. En ocasiones emitía sonidos parecidos a asentimientos o afirmaciones. Hasta que por fin sentenció:
- “Eres una niña muy guapa y seguro
que eres buena, ¿verdad? Vas a llevarte muy bien con mis bebés,
les gustas. Ya verás cómo nos divertimos mucho, mi pequeña”.
La anciana alzó la mano, en un gesto que parecía una caricia
dirigida hacia las pálidas mejillas de la niña, cuando oyeron
un carraspeo desde el otro lado de la estancia. En el umbral de la puerta,
recortada contra la oscuridad del pasillo, estaba la estirada figura de la
señora Hemshire, el ama de llaves, dirigiéndoles una mirada
desairada.
- “La cena está servida, señora Forebone” - dijo con calma y mesura.
- “Ah, perfecto, perfecto”. – dijo la señora Forebone, dando media vuelta, frotando sus manos, caminando con paso arrastrado hasta la salida.
El ama de llaves le dirigió la más gélida de las miradas a Annita y en dos enormes zancadas llegó hasta ella y la sacó a rastras de la habitación, llevándola agarrada por la nuca con tanta fuerza que ella pensó que los dedos le atravesarían el cuello de lado a lado. Pareció que se reprimía para no lanzar a la joven escaleras abajo mientras descendían a trompicones, hasta la habitación tras la cocina, donde soltó a la niña con tanto impulso que la hizo caer sobre la cama.
- “¿Cómo te atreves a entrar en los aposentos de la señora? - gritó el ama de llaves con los dientes apretados y la cara blanca de rabia. – Si sabes lo que te conviene te quedarás callada el resto del día en la habitación y sin cenar”.
Se dio la vuelta como un huracán, cerrando la puerta tras de sí con violencia y Annita pudo oír como cerraba la estancia con llave desde fuera.
* * * * *
Sintiéndose atrapada y miserable Annita se sentó encima de la cama, abrazada a sus piernas con la cabeza sobre las rodillas. Lágrimas silenciosas recorrieron sus mejillas, empapando el blanco delantal.
Aunque la habitación carecía de ventanas, ella supuso que ya era muy entrada la noche cuando su estómago empezó a gruñir de dolor acuciado por el hambre. Se tumbó haciéndose un ovillo, con las rodillas bien apretadas contra el estómago, pensando que quizá así dejaría de rugirle.
Al rato, cayó en la cuenta de que la otra cama continuaba vacía, y si no recordaba mal, el ama de llaves le había dicho que había otra doncella en la casa. No la había visto desde que entró en la casa y le extrañaba que no se hubiera retirado a esa hora. ¿Acaso la harían trabajar hasta tan tarde a ella también? ¿O era aquello parte de su castigo? A lo mejor habían mandado a la otra doncella a dormir en otra habitación para que se quedara sola el resto de la noche.
Mientras especulaba sobre el paradero de la otra chica notó como su mente cada vez divagaba más, enlazando pensamientos incoherentes. El hilo de sus razonamientos empezó a formar conexiones entre doncellas y muñecas, ancianas horribles con quinqués, las calles de White Chapel con el olor de la cerveza rancia….y entonces llegó el sueño.
Estaba en su nueva habitación, no tenía una vela para iluminarla y sin embargo veía claramente, todo estaba teñido de una luz entre verde y gris. Movió una mano y esta le devolvió la sensación de irrealidad, la sintió como si se moviera dentro del agua, con lentitud y pesadez a pesar de poner todas sus fuerzas y empeño en el movimiento.
Se levantó y sintió como algo crujía bajo sus pies. Se sentó al borde de la cama y observó la planta de su pie, encontrando una enorme, babosa y destrozada araña pegada a la piel.
Gritó, con sentimientos encontrados de asco y miedo, frotando el pie contra el suelo, en un desesperado intento de desprender el insecto de su pie.
Sintió un cosquilleo por la otra pierna y, con toda la rapidez que le permitía su nuevo entorno casi submarino, se giró para descubrir otra enorme araña, igual a la que había pisado, escalando por su pierna.
Volvió a abrir la boca para gritar…
nada. De su garganta no surgió sonido alguno, tan sólo una frustración
afónica.
Las arañas empezaron a surgir de debajo de la cama, en obscenas cantidades
regurgitadas de las entrañas de la misma oscuridad. Subían a
la cama en oleadas, abalanzándose sobre ella, cubriéndola como
una negra mortaja.
Luchó y luchó en vano mientras veía como la cubrían más y más.
Luego llegó el olor, un olor almizcleño, dulce y podrido como el que la acompañaba desde hacía tantos años, que la envolvía, la invadía, violaba sus pulmones.
Al final, oscuridad.
* * * * * *
Fue el peso a los pies de la cama lo que finalmente la despertó. Una tenue luz de gas llegaba desde la cocina, colándose por la entreabierta puerta.
La señora Forebone acariciaba sus cabellos mientras Annita intentaba recuperar el aliento, frotándose las manos por las mejillas empapadas en lágrimas, dejando tiznes negros de suciedad.
La anciana le susurraba frases que no era capaz de entender. Su voz era tan tenue que parecía el siseo de una serpiente contra su oreja. A veces, creía distinguir palabras como, “mi bebé” o “preciosa”, por lo que pensó que quizás la señora tan sólo susurraba palabras agradables, inconexas, para calmarla.
Con suavidad la señora Forebone la
hizo levantarse con la promesa de una cálida taza de té.
La llevó cogida de la mano por las escaleras, hasta la habitación
en la que se habían encontrado. Mientras subían se preguntó
qué hora sería. En el interior de la casa nunca sabía
si era de día o de noche, era como si la luz estuviera prohibida.
En el umbral de la puerta quiso tener las fuerzas suficientes para decir que
se iba, que no le importaba que tía Justine le pegara y la riñera,
que quería volver a casa. Cualquier cosa antes que volverse a enfrentar
a todas esas muñecas de mirada vacía.
Entró con un suave empujón que le dio la vieja. Miró al suelo fijamente, con fuerza, como si pudiera hacer un agujero por el que escapar, haciendo un esfuerzo por olvidar dónde estaba.
Oyó como la señora Forebone se acercaba a ella por la espalda y escuchó perfectamente este último susurro:
- “Vas a ser un bebé precioso”.
Lo último que escuchó fue el sonido de su propio cuello al romperse.
* * * * * *
Había mucho revuelo aquella tarde en la habitación. Había oído decir a Madeleine que había llegado una niña nueva, que ella la había visto. Y tenía las trenzas pelirrojas y la cara llena de pecas.
Annita habría sonreído si la porcelana no lo estuviera haciendo ya por ella. Ahora tendría otra nueva amiga a su lado, en la estantería.
Otro hermoso bebé de la señora Forebone.
F I N
SALVADOR NAVARRO ZAMORANO
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